Lunes

6a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Santiago 1,1-11

1 Santiago, siervo de Dios y de Jesucristo, el Señor, saluda a todos los miembros del pueblo de Dios dispersos por el mundo.

2 Considerad como gozo colmado, hermanos míos, el estar rodeados de pruebas de todo género. 3 Tened en cuenta que, al pasar por el crisol de la prueba, vuestra fe produce paciencia, 4 y la paciencia alcanzará su objetivo, de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna.

5 Si alguno de vosotros carece de sabiduría, pídasela a Dios, y Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, se la concederá. 6 Pero que pida con fe, sin dudar, pues el que duda se parece a una ola del mar agitada por el viento y zarandeada con fuerza. 7 Un hombre así no recibirá nada del Señor; 8 es un hombre de doble vida, un inconstante en todo cuanto hace.

9 Que el hermano de humilde condición se sienta orgulloso de su dignidad 10 y que el rico se haga humilde, porque pasará como flor de heno: salió el sol con su ardor y secó el heno, y su flor cayó y se desvaneció su bella apariencia. Así también se marchitarán los proyectos del rico.


Empieza hoy la proclamación de la Carta de Santiago. Este documento puede ser considerado como un conjunto de exhortaciones dominadas por dos preocupaciones principales: por una parte, revelar a los pobres el valor de prueba que tiene la angustia por la que están pasando y, de modo paralelo, revelar a los acomodados el sentido del peligro que se encuentra en sus riquezas, y, por otra parte, poner en guardia a todos contra una fe que no se traduzca en obras prácticas de misericordia.

El clima de sabiduría veterotestamentaria y las perspectivas típicamente judías están iluminados, aunque no de un modo demasiado directo, por la luz proyectada por Cristo. Este género literario encuentra dificultades para plegarse al estilo epistolar, aunque comienza con el encabezamiento clásico de las cartas apostólicas; la Carta de Santiago se comprende mejor como una homilía de estilo sinagogal típica de 1as asambleas judeocristianas del siglo I.

El pasaje de hoy recoge el encabezamiento (v. 1) y el comienzo de la exhortación introductoria (vv. 2-18), que será retomada de distintos modos en el cuerpo de la carta. Los temas señalados son el carácter providencial de la prueba (vv 2-4), la necesidad de la oración para alcanzar la sabiduría y para saber moverse en medio de las dificultades de la vida (vv. 5-8), así como el carácter ilusorio de la riqueza (vv. 9-11).


Evangelio: Marcos 8,11-13

En aquel tiempo, 11 se presentaron los fariseos y comenzaron a discutir con Jesús, pidiéndole una señal del cielo, con la intención de tenderle una trampa. 12 Jesús, dando un profundo suspiro, dijo:

- ¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna.

13 Y dejándolos, embarcó de nuevo y se dirigió a la otra orilla.


El contexto más general en el que se inserta esta breve perícopa es el constituido por la «sección de los panes» (Mc 6,30–8,26) y, más en particular, el marco de la reacción a la revelación cristológica de todo el conjunto por parte de los fariseos (8,11-13) y de los discípulos (8,14-21). La petición de «una señal del cielo», situada en este contexto, tiene el significado provocador de no reconocer el valor del milagro del maná renovado por el «profeta» de Nazaret. La intención de los fariseos, destacada por el autor sagrado, es también la de «tenderle una trampa». Eso permite comprender la respuesta categórica de Jesús, con la que se niega a conceder «señal» alguna.

Marcos emplea, por lo general, el término dynamis («prodigio») para designar el milagro; aquí emplea el término sémeion («señal»). Por eso podemos situar la petición de una señal en el contexto más amplio de los portentos prodigiosos de Marcos, que llevan a percibir el poder y la capacidad de compartir de Jesús de Nazaret y a invadir la problemática de los criterios de credibilidad, nunca suficientes para quienes no quieren creer.

«Esta generación» (v. 12) es una expresión que va acompañada, a veces, por adjetivos como «adúltera y pecadora» (8,38; cf. Mt 12,39.45; 16,4) o, bien, «infiel y perversa» (9,19; c f Mt 17,17) y designa en la literatura profética al pueblo de Israel infiel a la alianza, que pone continuamente a prueba a su Dios y reclama siempre nuevas manifestaciones de su poder (cf. Dt 32,5-20; Is 1,2; Sal 78,8; 95,10); aquí parece dirigirse Jesús no sólo a los fariseos con los que habla, sino también a todos aquellos que nunca encuentran suficientes signos de credibilidad.


MEDITATIO

Cualquier tipo de prueba o de dificultad pone en juego nuestra fe, manifestando de una manera evidente de quién nos fiamos de verdad: de Dios o de nosotros mismos. Para considerar la prueba como perfecta alegría se requiere la sabiduría, la sabiduría que viene de Dios, la sabiduría de la cruz, que es necedad para el mundo. De ahí que sólo podamos y debamos pedirla a Dios -a él, «que da a todos generosamente y sin echarlo en cara»- y pedirla con la seguridad de que nos será concedida. Con una seguridad basada en la fe, la fe que no vacila, la fe que se manifiesta en las obras. La sabiduría nos es concedida para que podamos ver en las pruebas la mano paterna de Dios -«Dios os trata como a hijos y os hace soportar todo esto para que aprendáis. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Heb 12,7)- y para que pasemos nuestra vida cotidiana, con sus opciones y valoraciones, a través de este filtro. Quien busca la sabiduría, en el Antiguo Testamento, lo hace por lo general bajo el nombre de Salomón, pero «aquí hay uno que es más importante que Salomón» (Mt 12,42): tenemos a Jesús, sabiduría encarnada.

A Jesús, que acaba de realizar la multiplicación de los panes, se dirigen en tono polémico los fariseos para pedirle una señal del cielo»: se trata de una petición desenvuelta y, en apariencia, inocua, pero Jesús ve aquí algo que plantea problemas.

En los fariseos prosigue la incredulidad y la dureza de corazón reprochada por los profetas en todo el Antiguo Testamento al pueblo de Israel, nunca saciado de señales y de pruebas del amor de Dios. Es posible que tampoco nosotros andemos muy lejos de esta miopía religiosa, que pide una señal del cielo: es Jesús mismo la señal dada a los hombres para que crean.


ORATIO

Señor, reconozco que ante las pruebas, aunque no sean grandes ni requieran un particular «heroísmo», mi fe se muestra como una llama temblorosa que amenaza con apagarse a cada ráfaga de viento; con todo, aunque me descubro débil, y eso es algo que no me sorprende, deseo estar estrechamente unido a ti, como la llama que no se despega de la mecha de la candela.

No me quites nunca esta conciencia y concédeme la sabiduría para que, en todos los momentos de mi vida, me acuerde de en quién he puesto mi confianza.


CONTEMPLATIO

En verdad no le llega nunca al hombre un gran sufrimiento sin que sea, naturalmente, contrario a Dios, y él no lo permitiría si no fuera fecundo para el hombre. El sufrimiento en cuanto tal no agrada a Dios, excepto por el gran bien que ha preordenado en él para el hombre. Y puesto que Dios lleva el peso con el hombre que se ha entregado por completo a él, y el sufrimiento viene al hombre a través de Dios, se le vuelve en verdad dulce y divino, y entonces el hombre recibe el desprecio de modo tan voluntario como el honor, la amargura como la dulzura. Estas cosas, en efecto, toman todo su sabor de Dios y se vuelven deiformes y divinas.

En efecto, el hombre recibe también de mejor gana la amargura que la dulzura, porque piensa que le conviene más y la ha merecido más. Ahora bien, puesto que se ha abandonado a Dios, le es grato todo lo que le acaece y acepta todo de manos de Dios. Puesto que no ama, no busca y no le complace otra cosa que no sea Dios, lo encuentra tanto en la amargura y en la contrariedad como en la mayor dulzura. Aquí brilla la luz en las tinieblas y se ve. Es imposible que alguien pueda sufrir por la gloria de Dios y no saboree también a Dios en ese sufrimiento (Juan Tauler, Opere, Milán 1977, pp. 727ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«La paciencia alcanzará su objetivo, de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna» (Sant 1,4).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Es ya un don de la sabiduría conocer que todo viene de Dios. De ahí que, teniendo la gracia de conocer que todo viene y no puede venir más que de Dios, no podamos hacer nada y no nos quede más que abrirnos a Dios en la oración. La vida religiosa nace de la oración. Es cierto que la misma oración supone la gracia, pero esta última aparece, en primer lugar, ante la conciencia de la miseria, de la impotencia absoluta, a fin de que pidamos orar. Por consiguiente, el hombre debe vivir con la sabiduría para poseer todo bien, para tener capacidad de trabajar, ejercitar la virtud y contemplar a Dios; debe saber también que, antes que nada, se le impone la oración. Al principio, la oración es una exigencia fundamental e insustituible, porque todo depende de Dios, pero Dios no interviene si no se le invoca.

La oración está en el origen de todos los bienes espirituales. Es ésta también una de las verdades más formalmente afirmadas, más solemnemente establecidas por el libro inspirado. El hombre no vive una relación personal con Dios más que en tanto lo invoca y lo espera. Ahora bien, el hombre no puede orar si no siente que le espera. algo, si no siente que le falta Dios en lo alto

de la sabiduría, en su unión y convivencia con ella (D. Barsotti, Meditazioni sul libro Bella sapienza, Brescia 51992, p. 135).