Miércoles

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 36,1.4-5.10-17

1 Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo, míranos
y derrama tu terror sobre todas las naciones.

4 Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido,
porque no hay Dios fuera de ti, Señor.

5 Renueva tus prodigios, repite tus milagros,
glorifica tu fuerza y el poder de tu brazo.

10 Reúne a todas las tribus de Jacob,
devuélveles su heredad como al comienzo.

11 Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre,
de Israel, a quien hiciste tu primogénito.

12 Ten compasión de tu ciudad santa,
de Jerusalén, el lugar de tu descanso.

13 Llena a Sión de tu alabanza
y colma a tu pueblo de tu gloria.

14 Son tus obras más antiguas, muéstrales tu favor
y cumple las profecías hechas en tu nombre.

15 Da una recompensa a los que en ti esperan,
y que tus profetas resulten veraces.

16 Escucha, Señor, la plegaria de tus servidores,
según la bendición de Aarón sobre tu pueblo.

17 ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan
que tú eres el Señor, el Dios eterno!


El texto nos propone una hermosa oración que el autor, con ánimo apesadumbrado, dirige al Señor en favor de Israel. El pueblo necesita ser liberado y volver a encontrar su función entre los pueblos: la de ser un escriño de las promesas de Dios, un faro de fidelidad y de amor a su Dios. Muchas veces ha sido fiel a su tarea, otras muchas se ha salido del buen camino, rompiendo la alianza que, cual cordón umbilical, le permitía estar unido a Dios, alcanzando a su vida misma. La dramática experiencia del exilio ha colapsado las esperanzas, oscureciendo el futuro y ha resquebrajado el valor de su función histórico-teológica entre los pueblos. De ahí los dos puntos de mayor interés de la lectura.

El primero es la conciencia de la culpa, que lleva a pedir de manera repetida perdón a Dios, apoyándose únicamente en su misericordia. Los destinatarios de tal misericordia son citados en más ocasiones, empleando asimismo variaciones, como «pueblo», «Israel», «Sión», «Jerusalén»: «Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo... Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien hiciste tu primogénito... Ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén... Llena a Sión de tu alabanza...». La insistencia en el adjetivo «tu» es, por una parte, para recordar a Dios el compromiso que adquirió con el pueblo, en virtud de la alianza, y, por otra, para recordar al pueblo su pertenencia a Dios, a pesar de sus ruinosos bandazos.

Como segundo punto, emerge una repetida alusión a la globalidad, insertando a Israel en el tejido mundial. Ya no aparece sólo el elemento distintivo y de separación («Nosotros somos el pueblo elegido, en oposición a los otros que no lo son»), sino que comienza a despuntar una conciencia de que lo que son está en función de una tarea que supera las fronteras de Israel: «Derrama tu terror sobre todas las naciones. Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido, porque no hay Dios fuera de ti, Señor. ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcanque tú eres el Señor, el Dios eterno!». Poco a poco se va desarrollando una conciencia misionera y universalista. El Nuevo Testamento está llamando ahora a la puerta.

 

Evangelio: Marcos 10,32b-45

En aquel tiempo, 32 tomó Jesús consigo una vez más a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a pasar:

33 -Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos; 34 se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará.

35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron:

36 Jesús les preguntó:

38 Jesús les replicó:

39 Ellos le respondieron:

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús los llamó y les dijo:


El fragmento evangélico de hoy se compone de dos puntos: el tercer anuncio de la pasión y resurrección (vv. 32-34), y la absurda petición de Santiago y Juan, con sus respectivas consecuencias (vv. 35-45).

Jesús no convierte en un misterio lo que le espera. Va libremente y con una conciencia plena al encuentro de su destino de muerte. Sin embargo, lo ilumina con el resplandor de la resurrección, a fin de hacer comprender el valor de este sufrimiento. Es tragedia, no desesperación; es muerte, no condición definitiva. Sin embargo, en vez de concentrarse en el misterio pascual de Jesús, los discípulos -como ya hicieran después de los dos anuncios precedentes- se repliegan en sus propios y mezquinos intereses. Aquí se rompe el grupo: los hermanos Santiago y Juan contra los otros diez. Ambos hermanos adelantan una demanda pretenciosa: ocupar los dos puestos más prestigiosos. Pretenden un reconocimiento que les confiera autoridad y superioridad sobre los otros. En su petición observamos dos errores de bulto: entienden la gloria en un sentido muy humano y por eso se proveen previamente de garantías para el futuro. Sería algo así como una especie de póliza de seguro, un seguro de vida que les ponga a cubierto de sorpresas desagradables; y, por otra parte, se consideran mejores que los otros y ambicionan un reconocimiento que los distinga, sin ofrecer nada a cambio o sin méritos manifiestos.

Jesús les responde con dureza, acusándoles de ignorancia. Corrige su concepto de gloria, demasiado humano, y les propone otro nuevo. Jesús inserta en él la realidad del sufrimiento. Ese es el significado del «bautismo», una zambullida en la oscuridad del sufrimientoantes de volver a salir a la luz de la gloria. El cáliz es otra imagen para expresar el mismo vínculo: es preciso beber el que ha sido preparado para poder compartir la alegría de ser comensales en la mesa del Maestro. Ambos responden afirmativamente a la pregunta sobre su disponibilidad a seguir el camino trazado. Jesús confirma su voluntad. Efectivamente, Santiago será el primer mártir entre los apóstoles (el año 44 d. de C.) y Juan dará testimonio con indómita fidelidad de su amor al Señor hasta que le llegue la muerte, ya anciano.

A la petición de la «colocación», Jesús responde que no es tarea suya asignar puestos y remite de manera sutil a Dios. En efecto, «para quienes está reservado» (v 40) es una pasiva divina que debe entenderse en este sentido: «para quienes Dios los ha reservado». El cambio es de 180 grados: se pasa de su petición -«Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte» (v 35)- a la atención a la voluntad de Dios. El es quien dispone, él es quien determina.

La petición no es indolora. Ha producido un desgarro en el tejido del grupo, que se divide ahora: dos contra diez. Jesús los llama, los acerca a su persona, casi para transmitir un calor afectivo antes de impartir instrucciones claras. Propone un modo nuevo de ejercer la autoridad, pasando del autoritarismo a la diakonía, al servicio a los demás. Quien manda u ocupa puestos de prestigio no debe sobresalir, y mucho menos explotar a los otros o extraer ventajas personales. Quien esté en la cima debe entregarse a los otros. Jesús no propone un mortificador igualitarismo y reconoce la necesidad de que haya jefes, responsables. Pero cambia de una manera radical su función respecto a lo que sucede normalmente.

¿Idealismo? ¿Fantasía? No, Jesús mismo es el modelo y fundamento del nuevo planteamiento de la autoridad. El es el superior (el Hijo del hombre) que pone su

vida a disposición de todos, es decir, de los inferiores. Su muerte en la cruz será la marca de su autoridad, que es un servicio de amor.


MEDITATIO

«Bien está lo que bien acaba», comenta muchas veces la gente. Podríamos emplear también este proverbio para iluminar nuestros textos, que tienen un punto de partida errado pero llegan después a su justa meta. Si bien, por un lado, encontramos una actitud necia, irresponsable, decididamente negativa, por parte de aquellos que, aun habiendo recibido una óptima formación, habían desatendido sus funciones de guías, por otro lado, encontramos que ellos mismos se arrepienten o al menos reciben una hermosa catequesis que también nos sirve a nosotros. El final, por consiguiente, es positivo.

El pueblo judío, elegido por Dios para ser luz de las naciones, ha traicionado la alianza, se ha enviscado en sucios acontecimientos que le han arrastrado al abismo del exilio. De este modo, no realiza su vocación, ni tampoco sirve de ayuda a los otros pueblos. Su historia corre el riesgo de ser una historia de sentido único, cerrada en sí misma. En la primera lectura, el pueblo declara de manera repetida, por boca del Sirácida, su arrepentimiento y pide perdón por su infidelidad. No pone excusas, pues es consciente de que es totalmente responsable del fracaso. Encuentra su ancla de salvación en la bondad de Dios: «Ten piedad» es el estribillo que acompasa su petición de perdón. Su rehabilitación tiene lugar junto con la de los otros, comprendidos y citados otras veces en la oración. Una luz de esperanza aclara el horizonte.

El evangelio nos muestra la «cara mala» de los apóstoles. Aunque están siendo educados por el Maestro perfecto, parecen refractarios a su enseñanza, empeñados más en el reparto del poder que en la comprensión del misterio pascual. El punto de partida es la arrogancia de los hermanos Santiago y Juan, que pretenden sobresalir por encima del grupo. Si éstos se han equivocado, los otros no les van a la zaga, porque alimentan sentimientos de hostilidad contra aquéllos. La situación está muy enredada. Su comportamiento, muy humano (probablemente nosotros habríamos obrado del mismo modo), provoca la intervención de Jesús. Enseña a los dos hermanos a ponerse enteramente en manos del Padre, que dispone las cosas como mejor le parece. Les enseña a todos que la autoridad no es mandar sobre los demás, como se considera con frecuencia, sino un generoso servicio, poner y ponerse a disposición de los demás. Incluso con la propia vida, si fuere menester. Jesús les enseña de palabra y con el ejemplo.

Es una hermosa lección de humildad y también una preciosa catequesis que hemos de mantener como lámpara encendida para iluminar nuestro camino. El Señor nos precede como «lámpara para nuestros pasos».


ORATIO

Guíame, Luz amable,
en medio de las tinieblas que me rodean,
guíame Tú por delante.
Oscura es la noche, y estoy lejos de casa.
Guíame Tú por delante.

Da firmeza a mis pies: no pido ver
el horizonte remoto, me basta con un solo paso.
No fui siempre así, ni siempre pedí que Tú
me condujeras por delante.
Me agradaba elegir y ver mi camino,
pero ahora guíame Tú por delante.

Me gustaba el día espléndido
y, más fuerte que el temor,
el orgullo dominaba mi voluntad:
no he de recordar los años pasados.

Tu poder me ha bendecido desde hace tanto
que, ciertamente, aún querrás guiarme por delante,
más allá de páramos y cenagales, más allá de rocas y torrentes,
hasta que haya pasado la noche
y por la mañana me sonrían los rostros angélicos
que he amado durante tanto tiempo y he perdido durante un trecho.

(J.-H. Newman, Guidami, Luce gentile).


CONTEMPLATIO

Convertíos a mí de todo corazón y que vuestra penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y ya que la costumbre tiene establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos -como nos cuenta el evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magnitud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias-, así os digo que no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado, pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad.

Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sean vuestrasculpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la vastedad de vuestros muchos pecados.

Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su malicia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y aparta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio.

Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe retirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con las que nuestra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: A cada día le bastan sus disgustos, o bien aquello otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor?

Y porque dice, como hemos visto más arriba, que el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la magnitud de su clemencia no nos haga negligentes en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es infinitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa.

Pero como no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefiero ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil (Jerónimo, Comentario sobre Joel, en PL 25, cols. 967ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

((Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!» (Eclo 36,17).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Aprobamos y alabamos al hombre modesto porque, a pesar de la fortísima inclinación que siente todo hombre a estimarse de manera excesiva, ha llegado a formular un juicio imparcial y verdadero sobre sí mismo [...].

La modestia es una de las dotes más amables del hombre superior. Absolutamente verdad; más aún, se observa por lo general que la modestia crece en proporción a la superioridad [...]. Si la modestia es la humildad reducida a la práctica, no se puede combinar con el orgullo, que es lo contrario de aquélla; no habrá ningún «justo orgullo». El hombre que se complace de sí mismo, que no reconoce en él aquella «ley de los miembros que contrasta con la ley de la mente (Rom 7,23), el hombre que se atreve a prometerse a sí mismo que, por su propia fuerza, escogerá el bien en las ocasiones difíciles, vive miserablemente engañado y es injusto; el hombre que se antepone a los otros es un temerario; es parte y se erige en juez [...]. Así pues, el orgullo no puede ser nunca justo; por consiguiente, no puede ser nunca ni un apoyo para la debilidad humana ni un consuelo en la adversidad.

Éstos son los frutos de la humildad: es ella la que nos sostiene contra nuestra debilidad, dándola a conocer y recordándola en todo momento; es la humildad la que nos lleva a velar y a orar a Aquel que rige la virtud y la da; es ella la que nos hace «levantar los ojos a los montes de donde nos viene el auxilio» (Sal 121,1). Y en la adversidad, los consuelos son propios del ánimo humilde, que se reconoce digno de sufrir y experimenta un sentimiento de alegría que nace del hecho de consentir a la justicia. Volviendo sobre sus fallos, toma las adversidades como correcciones de un Dios que los perdonará y no como golpes de una ciega potencia; y crece en dignidad y pureza porque, a cada dolor sufrido con resignación, siente que desaparecen algunas de las manchas que lo deformaban (A. Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica, Milán 1943).