Jueves

8a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 42,15-25

15 Ahora voy a hablar de las obras del Señor,
voy a contar lo que he visto:
por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras.

16 El sol, al brillar, todo lo contempla,
la obra del Señor está llena de su gloria.

17 Ni siquiera los fieles del Señor
son capaces de contar todas las maravillas
que el Señor Todopoderoso ha establecido firmemente
para que todo sea estable ante su gloria.

18 Él sondea las honduras del abismo y del corazón
y descubre todos sus secretos,
porque el Altísimo posee toda la ciencia
y observa los signos de los tiempos.

19 Él anuncia el pasado y el futuro
y descubre las huellas de las cosas ocultas.

20 Ni un pensamiento se le escapa,
ni una palabra se le oculta.

21 Él ha dispuesto con orden las maravillas de su sabiduría
porque él existe desde siempre y por siempre;
nada le puede ser quitado ni añadido,
y no necesita consejeros.

22 ¡Qué deseables son todas sus obras!
Y eso que lo que vemos es sólo un destello.

23 Todas viven y permanecen para siempre,
y en todo momento le obedecen.

24 Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra,
y nada ha hecho deficiente.

25 Una cosa supera a otra en excelencia,
¿quién puede cansarse de contemplar su gloria?


Empieza aquí una sección que celebra la gloria de Dios en la naturaleza. La creación ha sido objeto desde siempre de una asombrada admiración, espejo de la gloria de Dios. Este término acompasa el pasaje porque aparece tres veces, enmarcando el comienzo («la obra del Señor está llena de su gloria»: v. 16) y el final («¿Quién puede cansarse de contemplar su gloria?»: v 25). La palabra hebrea kabód, «gloria», remite a algo pesado, a algo que se hace visible. La creación es considerada como una epifanía de Dios, como algo que le manifiesta, como sugiere asimismo el Sal
19,2: «Los cielos narran la gloria de Dios». Nuestro autor puede jactarse de contar con un fuerte apoyo por parte de la tradición para sostener su pensamiento.

En el mundo bíblico se apoya desde el principio cuando recuerda que «por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras» (v 15). Salta a la vista la alusión a Gn 1, donde Dios crea el mundo con su Palabra: Dios dice y todo se hace. Entre los elementos de la creación se cita al sol, tal vez como emblema y representante de todo. El discurso prosigue, a continuación, admirando la sabiduría que regula el mundo. Por otra parte, se celebra a Dios como omnisciente. Asoma entre líneas el comienzo del Sal 139, que aprecia precisamente este atributo divino:

Señor, tú me examinas y me conoces,
sabes cuándo me siento o me levanto,
desde lejos penetras mis pensamientos.
Tú adviertes si camino o si descanso,
todas mis sendas te son conocidas.
No está aún la palabra en mi lengua
y tú, Señor, ya la conoces.

El autor reconoce humildemente que sólo una mínima parte de la creación cae bajo la observación de los hombres. Efectivamente, pensemos en el microcosmos, que todavía hoy sigue siendo bastante misterioso, a pesar de la continua y apasionada investigación científica de que es objeto. En la celebración de la gloria divina, se subraya la estabilidad y la compleción: «Todas viven y permanecen para siempre, y en todo momento le obedecen. Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente. Una cosa supera a otra en excelencia, ¿quién puede cansarse de contemplar su gloria?» (vv. 23-25). Todas estas observaciones son de poca monta; sin embargo, son importantes, porque nos ayudan a comprender que el mundo no es fruto del azar ni está regido por fuerzas ciegas. Existe un Creador que es también un providente ordenador que refleja en el cosmos su belleza y armonía.

Por eso brota de la garganta un grito espontáneo de extasiada admiración: «¡Qué deseables son todas sus obras!» (v. 22). Verdaderamente, la creación es un escriño de belleza y de perfección, un test siempre eficaz para vislumbrar la gloria de Dios. Esta, como enseña el libro del Eclesiástico, se convierte en una continua oportunidad para hacernos cantores de Dios.


Evangelio: Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, 46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar:

-¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!

48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte:

-¡Hijo de David, ten compasión de mí!

49 Jesús se detuvo y dijo:

-Llamadlo.

Llamaron entonces al ciego, diciéndole:

-Ánimo, levántate, que te llama.

50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo:

-¿Qué quieres que haga por ti?

El ciego le contestó:

-Maestro, que recobre la vista.

52 Jesús le dijo:

-Vete, tu fe te ha salvado.

Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.


El punto de partida es una de las tantas miserias que afligen a los hombres: se trata de un hombre ciego. Conocemos su nombre, Bartimeo, y la localidad donde vive, Jericó. Su condición le obliga a adoptar una actitud pasiva: permanecer sentado y vivir al margen: «Estaba sentado junto al camino» (v 46). El paso de Jesús le da bríos y vitalidad a este hombre, que grita: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v 47). Se trata de una jaculatoria que irrumpe desde la profundidad del sufrimiento y de la humillación. Le pide a Jesús que se ocupe de él. Esta jaculatoria es bella y, desde el punto de vista teológico, densa. Vamos a examinarla. El hecho de haberse dirigido a Jesús nos hace comprender ya la confianza y la estima que Bartimeo siente hacia el Maestro de Nazaret. Por otra parte, el título solemne de «Hijo de David» era un atributo del Mesías. Por consiguiente, el ciego deja entender quién es para él Jesús. El Mesías prometido habría de llevar a cabo una transformación radical, habría de ser la personificación de la salvación prometida por Dios, que incluía la curación de los ciegos (cf. Is 35,5).

La provocación es fuerte y tan peligrosa como encender una mecha. La espera apasionada del Mesías inflamaba los ánimos y no faltaban los pretendidos mesías que turbaban el orden público (cf. Hch 5,36ss). La autoridad romana se mostraba, por consiguiente, suspicaz y siempre estaba alerta. Por otra parte, el que habla es un ciego, ciertamente la persona menos indicada para formular afirmaciones teológicas comprometedoras. Mejor hacerle callar y garantizar la tranquilidad. Pero no hay nada que hacer. El ciego grita más fuerte y eleva su jaculatoria hasta hacerse oír por Jesús. Este no es sordo -ni de oídos ni de corazón- y manda que le llamen. Tal vez los mismos que querían hacerle callar se ven obligados a llevarlo ante Jesús. Las palabras con que le llaman son ya todo un programa: «Animo, levántate, que te llama» (v 49). Entre la «bastante gente» que sigue a Jesús, sólo le llama a él; por consiguiente, sería mejor dar mayor énfasis a la idea diciendo: «Que te llama precisamente a ti». En vez de «levántate», un lector griego hubiera podido entender «resucita», porque se trata del mismo verbo. Es una invitación a dejar la posición de sentado y a ponerse en movimiento.

Bartimeo recibe la oferta con entusiasmo. Ya no le importa lo que posee, el manto, y lo abandona para acercarse a Jesús. Esta acción puede tener un gran significado. Es preciso desembarazarse de todo para ir a Jesús. Lo importante es él; el resto cuenta poco o nada. Ahora quedan abolidas las distancias. Ambos son una presencia recíproca, aunque el uno ve y el otro no. El que ve guía al otro con una palabra sencilla, obvia, capaz de crear un puente de entendimiento y de familiaridad. Ese es el sentido de la pregunta de Jesús, que no quiere poner al ciego en una situación embarazosa. Jesús, de un modo divinamente delicado, pone a la persona en una situación cómoda, de forma que pueda responder. El encuentro verbal prepara el encuentro visual. La fe de Bartimeo, en este caso su testaruda constancia, ha producido el milagro. Ahora es un hombre transformado: está de pie y ve. La transformación completa llega con la nota final. Bartimeo se pone a seguir a Jesús. Deja de ser el ciego sentado al margen del camino y es el vidente que sigue a Jesús por el camino. ¿Adónde? Por el camino que lleva a Jerusalén (cf. 11,1), donde Jesús morirá y resucitará a fin de permitir «verle» a todos los hombres, es decir, darse cuenta de que es él quien da al mundo el impulso de novedad.


MEDITATIO

Hasta el hombre distraído y superficial se da cuenta de que el cielo estrellado, un jardín en flor, la extensión del mar o un pico rocoso son bellos de ver y suscitan admiración. No bastan ni una apreciación estética, ni un conocimiento natural. Es preciso ir más allá del fenomenólogo y del científico para abordar el origen de todo. Hacen falta unos ojos limpios que sean capaces de penetrar en el dato exterior y llegar al «misterio».

La primera lectura nos enseña a percibir la realidad que se oculta bajo lo que se manifiesta. La belleza de lo creado es fruto de la Palabra de Dios y de su próvido amor, que mantiene, regula y hace vivir todo. Se trata de un concepto importante, fundamental, hasta tal punto que la idea de Dios creador abre nuestra profesión de fe: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Además de reconocer en él la causa del universo (que no se ha hecho por sí mismo, ni por simple evolución), afirmamos que es Padre. La creación es una obra de amor: es su Providencia, que lo rige todo y lo guía todo hacia la plenitud.

La bondad misericordiosa de Jesús, que nos ha hecho comprender que Dios es Padre, nos ha abierto unos ojos limpios para reconocer todo esto. Jesús está dispuesto a abrirnos los ojos si, como Bartimeo, somos capaces de gritarle: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión demí!». Este ciego, en realidad, «ha visto bien», puesto que se ha dirigido a aquel que podía resolver su problema. Lo ha hecho con insistencia, superando las resistencias de la gente. Obtiene la vista física, pero también un mayor conocimiento de quién es Jesús, al que sigue después: «Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino».

Nosotros, antes que nada, debemos convencernos de que somos ciegos o, al menos, de que tenemos cataratas en los ojos. Necesitamos que el Señor nos restituya la vista para ver el bien, para admirar su obra de amor, para ser cada vez más poetas que cantan la vida y admiran el cielo, espejo de la belleza y del amor divinos.


ORATIO

Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
Vestido de majestad y de esplendor,
envuelto en un manto de luz,
tú despliegas los cielos como una tienda
y construyes tus aposentos sobre las aguas;
haces de las nubes tu carroza,
avanzas sobre las alas del viento;
tomas a los vientos por mensajeros,
a las llamas ardientes por servidores.
Asentaste la tierra sobre sus cimientos
y permanecerá inconmovible por siempre;
le pusiste el océano como vestido
y las aguas cubrían los montes.
Pero a tu bramido, las aguas huyeron;
al fragor de tu trueno, se retiraron:
subieron a los montes, bajaron por los valles,
ocuparon el lugar que tú les señalaste.
Les pusiste una frontera que no deben pasar,
para que no vuelvan a cubrir la tierra.
De los manantiales sacas los ríos
que corren entre las montañas;
en ellos beben todas las bestias del campo
y los asnos salvajes apagan su sed.
En sus riberas anidan las aves del cielo,
que dejan oír su canto entre las frondas.
Desde tus aposentos riegas las montañas,
con tu acción fecundas la tierra.
Haces brotar la hierba para el ganado
y las plantas que el hombre cultiva
para sacar el pan de la tierra
y el vino que alegra a los hombres,
el aceite que hace brillar su rostro
y el alimento que los conforta.
Los árboles del Señor quedan bien regados,
los cedros del Líbano que él plantó.
En ellos anidan los pájaros,
en su copa pone su morada la cigüeña;
en los riscos habitan las cabras monteses,
en las rocas tienen su madriguera los tejones.
Hiciste la luna para marcar los tiempos
y el sol que conoce el momento de su ocaso;
derramas las tinieblas y llega la noche,
en la que rondan las fieras de la selva;
los leoncillos rugen por la presa,
pidiéndole a Dios su comida.
Sale el sol y ellos se retiran,
van a sus guaridas a tumbarse.
El hombre entonces se dirige a su faena,
a su trabajo, hasta el caer de la tarde.
¡Cuántas son tus obras, Señor!
Todas las hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas.
Ahí está el vasto y anchuroso mar,
hervidero de animales incontables, grandes y pequeños.
Lo surcan los navíos y, también, el Leviatán,
a quien formaste para que jugase en él.
Todos, Señor, están pendientes de ti
y esperan que les des la comida a su tiempo.
Tú se la das y ellos la toman,
abres tu mano y quedan saciados.
Mas si ocultas tu rostro, se estremecen;
si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo.
Envías tu espíritu, los creas
y renuevas la faz de la tierra.
Gloria al Señor por siempre,
pues el Señor se alegra por sus obras.
El Señor mira a la tierra y ella tiembla,
toca las montañas y echan humo.
Cantaré al Señor toda mi vida,
tocaré para mi Dios mientras exista.
¡Ojalá le sea agradable mi canto!
Yo pondré mi alegría en el Señor.
¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
que los malvados dejen de existir!
¡Bendice al Señor, alma mía! ¡Aleluya!
(Salmo 104).


CONTEMPLATIO

Amad al Señor, luz de la vida. Amad esta luz, digo, así como la amaba con un deseo infinito aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «Hijo de David, ten piedad de mí» (Mc 10,48). El ciego gritaba de este modo mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara el Mesías y no le sanara. ¡Y con qué fuerza gritaba! Hasta el punto de que, mientras que la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Al final, venció su voz sobre quienes se le oponían y él hizo detenerse al Salvador. Mientras la muchedumbre hacía estrépito y le quería impedir que hablara, Jesús se detuvo, hizo que le llamaran y le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». El respondió: «Maestro, que recobre la vista» (Mc 10,51).

Amad, por tanto, a Cristo. Desead aquella luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz del cuerpo, ¡cuánto más debéis desear vosotros la luz del corazón! Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz del cuerpo como con nuestro recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, demos a las cosas del mundo sus justas dimensiones. Que lo efímero sea nada para vosotros [...]. Que nuestra misma vida sea como un grito lanzado hacia Cristo. El se detendrá, porque, en efecto, él está aquí, inmutable (Agustín de Hipona, Sermón 349, 5).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«¡Qué deseables son todas sus obras, Señor!» (cf. Eclo 42,22).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Los regalos que nos das colman nuestras necesidades,
y, sin embargo, vuelven a ti sin perder nada.

El río cumple su trabajo cotidiano, corriendo entre campos y aldeas;
pero su corriente incesante serpentea hacia ti para lavarte los pies.

La flor endulza el aire con su aroma;
pero su último servicio es ofrecerse a ti.

Tu culto no empobrece en nada el mundo.
Las palabras del poeta dan a cada hombre el sentido que ellos quieren;
pero su sentido definitivo va hacia ti.

Día tras día, Señor de mi vida,
¿te podré yo mirar frente a frente?
Juntas mis manos, ¿te miraré frente a frente, Señor de todos los mundos?

Bajo tu cielo inmenso, en silencio y soledad,
con humilde corazón, ¿te miraré frente a frente?

En este trabajoso mundo tuyo, hirviente de luchas y fatigas,
entre las presurosas muchedumbres, ¿te miraré frente a frente?

Cuando mi obra haya sido cumplida en este mundo, Rey de reyes,
solo ya y silencioso, ¿te miraré frente a frente?

Te reconozco como mi Dios, y me estoy aparte.
No te reconozco como mío, y me acerco a ti.
Te miro como padre, y me inclino ante tus pies.
No cojo tu mano como la de un amigo.

Yo no estoy allí donde tú desciendes, y te llamas mío;
no voy a abrazarte contra mi corazón, a tratarte como compañero.

Eres mi Hermano entre mis hermanos; pero a ellos no les atiendo,
ni divido con ellos mi ganancia, sino que comparto mi todo contigo.

Ni en el placer ni en el dolor estoy con los hombres, sino contigo sólo.
Soy tímido para dar mi vida, y así no me echo en las grandes aguas de la vida.

Permite, Dios mío, que mis sentidos se dilaten sin fin,
 en una salutación a ti, y toquen este mundo a tus pies.

Como una nube baja de julio, cargada de chubascos,
permite que mi entendimiento se postre a tu puerta, en una salutación a ti.

Que todas mis canciones unan su acento diverso en una sola corriente,
y se derramen en el mar del silencio, en una salutación a ti.

Como una bandada de cigüeñas que vuelan, día y noche,
nostáljicas de sus nidos de la montaña,
permite, Dios mío, que toda mi vida emprenda su vuelo a su hogar eterno,
en una salutación a ti

(R. Tagore, Ofrenda lírica [Gitanjali], en Obra escojida, trad. Zenobia Comprubí, Aguilar, Madrid "1975, pp. 135-147 passim).