Sábado

7a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 17,1-15

1 Formó el Señor al hombre de la tierra,
y allá lo hará volver de nuevo.

2 Asignó a los hombres días y tiempo limitados;
puso en sus manos todo cuanto existe en la tierra;
3 los revistió de una fuerza como la suya
y los creó a su imagen.

4 Hizo que todo ser viviente los temiese,
para que dominaran sobre bestias y aves.

6 Les formó lengua, ojos y oídos
y les dio un corazón para pensar;
7 de ciencia e inteligencia los llenó,
y les dio a conocer el bien y el mal;
8 les infundió su propia luz
para mostrarles la grandeza de sus obras.

10 Así alabarán su nombre santo,
proclamando la grandeza de sus obras.

11 Les concedió además conocimiento,
y en herencia les dio la ley de vida;
12 estableció con ellos una alianza eterna
y les manifestó sus decretos.

13 Vieron con sus ojos la grandeza de su gloria,
con sus oídos oyeron su voz majestuosa.

14 El les dijo: «Guardaos de todo mal»
y les dio mandamientos con relación al prójimo.
Misericordia y justicia.

15 Ante Dios está siempre la conducta del hombre,
y nada se oculta a sus ojos.


El texto es una asombrosa contemplación del hombre, cima de la creación. El autor recopila una corona de datos que toma, en buena parte, de la fuente de la tradición bíblica, a partir de los primeros capítulos del Génesis.

La primera afirmación establece la diferencia sustancial que existe entre Dios y el hombre: el primero es el Creador, el segundo la criatura. De este modo, queda bloqueada en su mismo nacimiento cualquier tentación de autonomía o de autosuficiencia por parte del hombre. Es como decir que, sin Dios, el hombre no es más que tierra, de donde fue tomado y a la que está destinado. La mayor parte de los verbos tienen como sujeto a Dios y enumeran dones y prerrogativas que hacen grandes y nobles a los hombres (en plural a partir del v. 2). A ellos les confió Dios el cuidado («puso en sus manos») de la creación y los hizo así sus plenipotenciarios.

En la cima de los dones conferidos está la afirmación más singular y también más original de la antropología bíblica: «Y los creó a su imagen» (v 3b). En consecuencia, los hombres son «familiares» de Dios, llevan impreso algo de él. Es sugestivo el v 8: «Les infundió su propia luz para mostrarles la grandeza de sus obras»; es como si dijera que Dios les «prestó sus ojos» para que lo creado pudiera ser contemplado con el mismo asombro que Dios.

Entre los dones excelentes encontramos la conciencia («y les dio a conocer el bien y el mal»: v 7b), la ley, la alianza, la elección de Israel, el amor al prójimo. Son dones que garantizan la grandeza del hombre, su nobleza en relación con el resto de la creación. De los dones enumerados se desprende que el autor piensa en primer lugar en los judíos.

Tantos y tantos beneficios reclaman una respuesta. Los hombres reaccionan con la alabanza que celebra a Dios en sus obras: «Así alabarán su nombre santo, proclamando la grandeza de sus obras» (v. 10). Lo creado se convierte en el gran escenario donde se despliega la magnificencia de Dios, admirada y celebrada por el hombre, eco inteligente y amoroso del universo.

 

Evangelio: Marcos 10,13-16

En aquel tiempo, 13 llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. 14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo:

-Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. 15 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.

6 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.


Marcos nos regala escenas inolvidables, ricas en ternura humana, como ésta de los niños. La presencia de niños escuchando a Jesús es un hecho conocido. Con ocasión de la multiplicación de los panes se menciona también la presencia de niños que le seguían desde hacía tiempo, hasta que llega la noche (cf. Mc 6,33-35). Cabe pensar que son niños que acompañan a sus padres, dado que la escucha de la Palabra de Jesús es un hecho que corresponde, eminentemente, a los adultos.

Probablemente son los mismos padres los que intentan acercar sus hijos a Jesús «para que los tocara» (v. 13). Su intento queda frustrado por los discípulos, que, al menos así lo pensamos, actúan de buena fe, llevados por el deseo de garantizar al Maestro un poco de tranquilidad, pues los niños, como es sabe, son alborotadores y crean confusión. La reacción de Jesús es fuerte, indignada (v. 14). Por un lado, es una manera vigorosa de desaprobar y, por otro, una invitación a reconsiderar la figura del niño. La sensibilidad judía había producido ya el salmo 131, donde el niño es imagen de aquel que confía y se abandona a Dios. Sin embargo, llegar a establecer el valor del niño colocándolo en el centro del interés o incluso como modelo es un dato que trasciende la mentalidad de la época, que no reconocía al niño personalidad jurídica y lo consideraba como propiedad de la familia y, sobre todo, del padre.

Jesús da un vuelco a valores consolidados, rompe esquema atávicos y acoge a los niños. Este hecho, de una gran riqueza desde el punto de vista humano, se colorea teológicamente con la motivación «porque de los que son como ellos es el Reino de Dios» (v. 14b). Jesús los eleva a modelo de vida. ¿Por qué? Porque el niño adolece de la arrogancia que caracteriza al adulto, no pretende actuar por sí solo, dado que siente como urgente e indispensable la presencia de alguien que esté cerca de él y le dé seguridad. Le falta también la aspiración a la preeminencia y a los honores (cf. Mt 23,9-12).

El niño es la personificación del «pobre», a quien está reservada la primera bienaventuranza y a quien se garantiza la posesión del Reino de Dios. El v 15 recoge una afirmación solemne, dado que está introducida por la fórmula «os aseguro que»: Jesús declara que es preciso estar dotado del ánimo de los niños para tener acceso al Reino de Dios.

El fragmento se cierra con otro gesto de ternura por parte de Jesús: el de abrazar a los niños, porque reconoce y aprecia un valor que los apóstoles difícilmente consiguen percibir aún.


MEDITATIO

Las lecturas celebran el valor del hombre. Podríamos decir que, en línea de principios, concuerda con ellas nuestra sociedad moderna, que redacta cartas de derechos del hombre, proclama su dignidad y defiende su libertad. Cuando se trata de dar cuerpo al principio es cuando empiezan las dificultades. La dignidad del hombre está siendo conculcada todavía en demasiados países del mundo, y los derechos fundamentales o no son reconocidos o están limitados. Una lectura meditada de la página bíblica nos será útil. Lo que le interesa presentar al autor sagrado no es al hombre en general, sino al hombre en su relación con Dios. Hemos señalado que el sujeto de casi todos los verbos es Dios. Como sostiene también el Sal 8 (véase más abajo), es Dios quien confiere su nobleza al hombre y lo sitúa en la cima de la creación. La suya es una nobleza conferida, no una nobleza conquistada. Se encuentra en esa posición de relieve porque Dios lo ha hecho a su imagen y le ha confiado la responsabilidad sobre la creación. Lo ha habilitado asimismo con una serie de innumerables cualidades: desde la inteligencia a la ley, a la alianza. Visto al revés, si prescindimos de Dios, el hombre queda reducido a polvo, a «muestra sin valor». La antropología bíblica es, por consiguiente, una reflexión sobre el hombre en su relación con Dios/Cristo.

La reacción de los discípulos respecto a los niños posee una ardiente actualidad. Nuestra sociedad los margina con frecuencia y no les reserva la atención que merecen (casas no construidas a la medida del niño, falta de espacio y de zonas verdes, la plaga del trabajo infantil en muchos países...) o incluso se muestra feroz con ellos (abortos, violencias de todo tipo). La estima y el afecto mostrados por Jesús proceden asimismo en este caso de consideraciones teológicas. Jesús vislumbra en ellos a los sencillos, a los pequeños, para quienes ha sido preparado el Reino, en donde son los verdaderos protagonistas. También a nosotros se nos ponen como ejemplo: debemos llegar a ser como ellos, despojándonos de nuestras presuntuosas seguridades, de nuestra hiperracionalidad, que quiere verificar y controlar todo, hasta el mundo divino. Debemos volver a depositar más confianza en aquel Padre que está en el cielo y se preocupa de todos sus hijos. En considerarnos y llegar a ser como niños consiste nuestra grandeza, la realización de nuestra vida, y es el mejor camino de acceso al Reino de Dios, es decir, a Dios mismo.


ORATIO

¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Tu majestad se alza por encima de los cielos.
De los labios de los niños de pecho,
levantas una fortaleza frente a tus adversarios,
para hacer callar al enemigo y al rebelde.

Al ver el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para que de él te cuides?

Lo hiciste inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies:
rebaños y vacadas, todos juntos,
y aun las bestias salvajes,
las aves del cielo, los peces del mar
y todo cuanto surca las sendas de las aguas.

¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

(Salmo 8).


CONTEMPLATIO

En nosotros y en todos los seres hay una imagen creada de la sabiduría eterna. Por ello, no sin razón, el que es la verdadera Sabiduría de quien todo procede, contemplando en las criaturas como una imagen de su propio ser, exclama: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras». En efecto, el Señor considera toda la sabiduría que hay y se manifiesta en nosotros como algo que pertenece a su propio ser.

Pero esto no porque el Creador de todas las cosas sea él mismo creado, sino porque él contempla en sus criaturas como una imagen creada de su propio ser. Esta es la razón por la que afirmó también el Señor: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí», pues, aunque él no forma parte de la creación, sin embargo, en las obras de sus manos hay como una impronta y una imagen de su mismo ser, y por ello, como si se tratara de sí mismo, afirma: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras».

Por esta razón precisamente, la impronta de la sabiduría divina ha quedado impresa en las obras de la creación: para que el mundo, reconociendo en esta sabiduría al Verbo, su Creador, llegue por él al conocimiento del Padre. Es esto lo que enseña el apóstol san Pablo: «Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles son visibles para la mente que penetra en sus obras». Por esto, el Verbo, en cuanto tal, de ninguna manera es criatura, sino el arquetipo de aquella sabiduría de la cual se afirma que existe y que está realmente en nosotros.

Los que no quieren admitir lo que decimos deben responder a esta pregunta: ¿existe o no alguna clase de sabiduría en las criaturas? Si nos dicen que no existe, ¿por qué arguye san Pablo diciendo que «en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría?». Y si no existe ninguna sabiduría en las criaturas, ¿cómo es que la Escritura alude a tan gran número de sabios? Pues en ella se afirma: «El sabio es cauto y se aparta del mal y con sabiduría se construye una casa».

Y dice también el Eclesiastés: «La sabiduría serena el rostro del hombre», y el mismo autor increpa a los temerarios con estas palabras: «No preguntes: "¿Por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora?". Eso no lo pregunta un sabio».

Que exista la sabiduría en las cosas creadas queda patente también por las palabras del hijo de Sira: «La derramó sobre todas sus obras, la repartió entre los vivientes, según su generosidad se la regaló a los que le temen». Pero esta efusión de sabiduría no se refiere, en manera alguna, al que es la misma Sabiduría por naturaleza, el cual existe en sí mismo y es el Unigénito, sino más bien a aquella sabiduría que aparece como su reflejo en las obras de la creación. ¿Por qué, pues, vamos a pensar que es imposible que la misma Sabiduría creadora, cuyos reflejos constituyen la sabiduría y la ciencia derramadas en la creación, diga de sí misma: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras?». No hay que decir, sin embargo, que la sabiduría que hay en el mundo sea creadora; ella, por el contrario, ha sido creada, según aquello del salmo: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Atanasio, Sermón 2 contra los arrianos, 78ss en PG 26, cols. 311.314).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Nuestros ojos contemplan la grandeza de tu gloria» (cf. Eclo 17,11).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La tierra es, en un primer momento, dura e incomprensible. Sin embargo, hay en ella cosas divinas muy escondidas. Con todo, no están tan escondidas que quien ama no las pueda descubrir; y a quien la ama la naturaleza se le manifiesta como una púdica doncella lentamente atraída por un hombre que la adora de lejos, y a quien es el primero en conceder levantarse el velo, una mirada elocuente, una tímida sonrisa; y después viene el coloquio y la unión de la vida con la vida. De este modo obtiene el enamorado de la tierra su propia recompensa, es poco a poco como el velo se levanta sobre una inagotable y majestuosa belleza.

Este puede encontrarse sumergido en una especie de comunión espiritual, o puede sentir su propio ser revuelto en el ser de los elementos, o darse cuenta de que éstos están insuflando su vida en la suya. O bien la tierra puede llegar a ser para él, de improviso, un lugar hechizado, donde resuena en el suelo y en el aire la música de su invisible pueblo. O bien los árboles y las rocas pueden ondear ante sus ojos y volverse transparentes, revelándole las criaturas que estaban escondidas por aquel telón [...]. O bien la tierra puede resplandecer, súbitamente, a su alrededor con luz sobrenatural, en algún lugar solitario entre las colinas [...]. Así, de una manera gradual, el enamorado de la tierra va comprendiendo que el mundo dorado se muestra todo él a su alrededor en un imperecedera belleza, y él puede ascender desde la visión a la más profunda beldad del ser y aprehender que en él y a su alrededor hay un amor eterno impulsándole y sosteniendo con infinita ternura su cuerpo, su alma y su espíritu [...].

En la orquídea silvestre que tus pies
destruirán
en el próximo paso,
menuda, apasionada y suave,
ha puesto el Señor
Omnipotente su alegría.

¿Qué importa que las joyas rotas
se
vuelvan opacas y desteñidas?

El Artista no interrumpe su trabajo,
y de las
ruinas hará brotar una obra maestra más adorable.

(G. W. Russel, The Candle of Vision, Londres 1920).