Viernes

6a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 11,1-9

1 Toda la tierra hablaba una misma lengua y usaba las mismas palabras. 2 Al emigrar los hombres desde oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se establecieron allí. 3 Y se dijeron unos a otros:

-Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego.

Emplearon ladrillos en lugar de piedras y alquitrán en lugar de argamasa. 4 Y dijeron:

-Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra.

5 Pero el Señor bajó para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando 6 y se dijo: «Todos forman un solo pueblo y hablan una misma lengua, y éste es sólo el principio de sus empresas; nada de lo que se propongan les resultará imposible. 7 Voy a bajar a confundir su idioma, para que no se entiendan más los unos con los otros».

8 De este modo, el Señor los dispersó de allí por toda la tierra y dejaron de construir la ciudad. 9 Por eso se llamó Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de todos los habitantes de la tierra y desde allí los dispersó por toda su superficie.


La llamada «tabla de los pueblos», que se encuentra en el capítulo precedente del Génesis, ha descrito la dispersión étnica, lingüística, política y territorial como un designio preciso ordenado a la edificación del Reino de Dios en la historia. La diáspora de los pueblos sobre la faz de la tierra es necesaria, es querida por Dios.

El episodio de la construcción de la ciudad y de la torre en la tierra de Senaar representa, en cambio, la tentación humana, siempre repetida, de sustraerse a este designio originario, creacional. Los hombres tienen miedo a verse dispersados. En este sentido, la ciudad y la torre, el nombre y la fama, la unidad lingüística y también política (ya que tener «una misma lengua y [...] las mismas palabras» no tiene el valor de una unidad exclusivamente lingüística, sino también el de un proyecto político común), constituyen todos los ingredientes de un programa antidiáspora y, por tanto, intrínsecamente imperialista.

A la inversa, el acto con el que Dios «baja» para confundir su lengua (v. 7) no ha de ser entendido como un gesto punitivo, destinado a vengar una ofensa que le haya sido hecha. La diversidad de la gente en la tierra no es una condena. El Señor no hace otra cosa, con su intervención, que restablecer su designio originario: su bajada, en realidad, es un acto de pura condescendencia.

Para citar a un escritor moderno, Erri de Luca: «Los hombres cultivan con obstinación residual el sueño de una única fábrica que llegue al origen de la infinita variedad. Dios demolió en Senaar la pretensión de aferrar, gracias a la técnica, a la ingeniería, el universo. No hemos quedado persuadidos. La dispersión de las lenguas y de las creencias que allí tuvo lugar por parte de Dios constituye la prueba de una providencia que todavía no ha sido apreciada».

 

Evangelio: Marcos 8,34-9,1

En aquel tiempo, 8,34 Jesús reunió a la gente y a sus discípulos y les dijo:

-Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. 35 Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará. 36 Pues ¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida? 37 ¿Qué puede dar uno a cambio de su vida? 38 Pues si uno se avergüenza de mí y de mi mensaje en medio de esta generación infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.

9.1 Y añadió:

-Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto antes que el Reino de Dios ha llegado ya con fuerza.


Pedro, como ya hemos visto, ha confesado el mesiazgo de Jesús, aunque sin saber muy bien lo que decía. La prueba es que inmediatamente después, cuando Jesús habla de la necesidad de que el Hijo del hombre sufra mucho, Pedro lo coge aparte y le reprueba, del mismo modo que se haría con un escolar (8,32).

Entonces Jesús considera que ha llegado el momento de decir con toda claridad a sus discípulos que su destino doloroso, el rechazo de los hombres, son realidades que ellos mismos deben asumir, realidades que deben llevar junto con él: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (8,34). Se trata de renunciar a sí mismo, a los propios puntos de vista, a la propia voluntad, a los propios sueños de grandeza. Más aún, Jesús lleva a cabo un cambio radical de perspectiva que nos recuerda este dicho isaiano: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor» (Is 55,8). En la práctica, es siempre lo contrario lo que resulta verdadero: si nosotros pensamos una cosa, es que Dios piensa otra; si nosotros recorremos un camino, es que Dios nos pide que recorramos otros.

Hay un dicho de Jesús que aparece varias veces en los cuatro evangelios, un dicho que posiblemente presente más posibilidades que ningún otro de ser una ipsissima vox Jesu, un dicho históricamente auténtico de Jesús. Este dicho, que no tiene paralelos en toda la literatura rabínica, suena precisamente así: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará» (8,35). ¿Queremos salvar nuestra vida? En realidad, ya la hemos perdido. ¿Hemos perdido nuestra vida? En realidad, la hemos salvado.


MEDITATIO

Cuando los hombres, reunidos en el valle de Senaar, se dijeron unos a otros: «Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra» (Gn 11,4), es probable que su intención no fuera la de desafiar a Dios. No querían escalar el cielo con su torre. El verdadero motivo de su acción era precisamente el miedo a dispersarse: la ansiedad que experimenta el hombre ante lo nuevo, ante lo diferente, ante lo original; su refugio instintivo en lo que le es familiar, siempre igual, tranquilizador. Este miedo a la dispersión es un miedo mortal, y el «hacerse un nombre» es un modo de intentar escapar a la muerte, de intentar salvar la propia vida.

Sin embargo, lo verdadero es exactamente lo contrario: precisamente la dispersión, el dar la vida, forman parte del proyecto salvífico de Dios, mientras que la grandeza del nombre, de la fama, del poder, es un miserable antídoto contra la muerte. No sólo es incapaz deevitarla, sino que no hace más que agigantarla, otorgarle unas dimensiones cada vez más temerosas, vertiginosas: la grandeza del «nombre» no hace más que multiplicar el poder de la muerte. Jesús enseña a sus discípulos precisamente esta verdad paradójica, que da la vuelta a las ideas corrientes, estandarizadas, de los hombres de todos los tiempos y de todas las naciones, desde los que estaban recogidos en la llanura de Senaar hasta los de nuestros días. «¿De qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida?» (Mc 8,36). ¿De qué le sirven al hombre las grandes realizaciones, las empresas gigantescas, las torres de Babel de todas las generaciones, si el precio que tiene que pagar por ello es la pérdida de su propia integridad personal, su extravío total frente a la muerte? La vocación originaria del hombre consiste en la comunión de las diversidades, en el fecundo abandonarse al proyecto originario de Dios.


ORATIO

Señor Dios, la torre de Babel
sigue siendo aún nuestro mito cotidiano:
le dedicamos todas las fuerzas
a causa del miedo que tenemos a la muerte.

Las torres de Babel son muchas,
y cada vez más altas
a medida que avanza el progreso,
erguidas para alcanzar un trozo de eternidad
y hacernos un nombre que no se olvide.

Señor Dios, nuestra vida es otra,
mucho más sencilla, mucho más profunda.
Es una vida sin nombre en este mundo,
pero custodiada por tu mano como algo precioso:
el Hijo del hombre que tanto padeció,
Jesús, nuestro nombre y nuestra paz.


CONTEMPLATIO

Esta palabra parece dura a muchos: «Niégate a ti mismo, toma tu cruz y sigue a Jesús» (Lc 9,23). Pero mucho más duro será oír aquella postrera palabra: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41). Pues los que ahora oyen y siguen de buena gana la Palabra de la cruz no temerán entonces oír la Palabra de la eterna condenación.

Esta señal de la cruz estará en el cielo cuando el Señor viniere a juzgar.

Entonces todos los siervos de la cruz, que se conformaron en la vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo juez con gran confianza.

¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino?

En la cruz está la salud, en la cruz la vida, en la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad.

No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la cruz.

Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna.

Él fue delante «llevando su cruz» (In 197), y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella.

Porque si murieres juntamente con él, vivirás con él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria.

Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella.

Y no hay otro camino para la vida y para la verdadera entrañable paz sino el de la santa cruz y la continua mortificación.

Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto, ni más seguro en lo bajo, sino la vía de la santa cruz.

Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz.

Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu (T. de Kempis, La imitación de Cristo, 1, II, cap. 12, 1-3, San Pablo, Madrid 1977, pp. 118-119).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres,
yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial»
(Mt 10,32).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La presuntuosa autosuficiencia que constituye la clave del episodio de la torre de Babel es desde siempre la tentación más insidiosa, pero en la cultura contemporánea se ha vuelto todavía más densa y temible. La consecuencia de todo esto es el carácter fragmentario: el hombre, en su cultura actual, se ha fragmentado, roto, atomizado y dividido de una manera tremenda, porque no resiste a la fatiga y a la responsabilidad de ser el centro de todo.

[Nos hace falta] el coraje de no dejarse hipnotizar por el barullo cultural que, en virtud de la actual configuración de la sociedad, de los medios de comunicación social, de las modas, de los poderes, de las mediaciones del poder, no puede ser detenido tan fácilmente. Se trata del coraje de rehacernos, también en medio de esta confusión, unos puntos fundamentales de referencia, no para recortarnos una cultura cerrada, sino para tener y proyectar unos puntos de referencia fundamentales que ayuden a los otros a asumirlos. Se trata de una clara operación de orientación cultural, religiosa, espiritual, que no sea sólo intelectualista, sino que forme parte de la vida misma y que nos permita a nosotros tener unos puntos de referencia, ayudar a los otros a tenerlos y enlazar poco a poco, cada vez más, a todos aquellos que los reconocen para la constitución de una unidad viviente, cuyo signo fundamental es la eucaristía (C. M. Martini, Popolo mio esci dall'Egitto, Milán pp. 32ss y 35ss).