Lunes

2a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 5,1-10

Hermanos: 1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. 2 Es capaz de ser comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas, 3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, a la vez que por los del pueblo. 4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. 5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho:

Tú eres mi hijo,
yo te he engendrado hoy.

6 O como dice también en otro lugar:

Tú eres sacerdote para siempre
a la manera de Melquisedec.

7 El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente, 8 y precisamente porque era Hijo aprendió a obedecer a través del sufrimiento. 9 Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen 10 y ha sido proclamado por Dios sumo sacerdote a la manera de Melquisedec.


El pasaje cuya lectura se nos propone hoy está construido con un gran esmero. En primer lugar, señala las características del sumo sacerdote del Antiguo Testamento. De él sabemos que estaba llamado a intervenir en favor de los hombres en sus relaciones con Dios (v. 1); los comprende profundamente porque es uno de ellos (v
2); debe recibir este encargo de parte de Dios. A continuación, empezando por la última y ascendiendo hasta la primera, aplica el autor estas características a Jesús, mostrando que él es verdaderamente el único y sumo sacerdote. En cuanto elegido por Dios, es también el Hijo, depositario de un sacerdocio que dura para siempre; es misericordioso con los hombres hasta el punto de ofrecer, aunque no tenía pecado, no sacrificios externos, sino a sí mismo, abriendo así el camino a todos los hombres a la salvación eterna. Nos encontramos en el punto central de la carta a los Hebreos, que nos muestra a Cristo en el momento en que ofrece al Padre su voluntad de compartir el sufrimiento humano hasta la muerte en la cruz. Cristo, con «oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas» (v 7a), presentó su ofrenda y agradó al Padre por su respetuosa sumisión a su divina voluntad. Así alcanzó «la

 

Evangelio: Marcos 2,18-22

18 Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decir a Jesús:

-¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no?

19 Jesús les contestó:

-¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen. 20 Llegará un día en que el novio les será arrebatado. Entonces ayunarán.

21 Nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, porque lo añadido tirará de él, lo nuevo de lo viejo, y el rasgón se hará mayor.

22 Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres, y se perderán vino y odres. El vino nuevo en odres nuevos.


El comportamiento de los discípulos ofrece el motivo para una polémica ulterior de los maestros de la Ley contra Jesús. ¿Por qué no ayunan ellos como hacen, en cambio, los discípulos de Juan y de los fariseos? El ataque lanzado contra Jesús, en vez de perjudicarle, le brinda una nueva posibilidad de revelarnos su misterio. Jesús es «el Esposo», extensamente prefigurado en el Antiguo Testamento (Is 62,5; 61,10; Os; Cant; Ez 16), que, por fin, está en medio de su pueblo. Por consiguiente, ha llegado el tiempo de la salvación, y el tiempo del ayuno ha dejado de tener sentido, puesto que la presencia de Cristo abre el tiempo de la fiesta y de la alegría. Habrá todavía días en que será arrebatado el Esposo, con violencia, a la compañía de sus hermanos (cf. Mc 14,43ss), pero ahora ha hecho irrupción en la historia la novedad absoluta. Con la presencia de Jesús ha entrado en el tiempo algo irreductiblemente diferente. El vestido de la ley no puede tolerar el paño nuevo representado por Jesús. En el banquete de bodas de Dios con la humanidad, del que Cristo nos ha hecho partícipes, está ahora el vino nuevo del Espíritu, que rompe los odres viejos de los corazones endurecidos.


MEDITATIO

Las dos lecturas que nos han sido propuestas constituyen una clara invitación a fijar la mirada de nuestro corazón en Jesús. El es el sumo sacerdote que, verdaderamente, puede sentir justa compasión por nosotros, dado que pagó con «con grandes gritos y lágrimas» su solidaridad con nosotros y «aprendió a obedecer a través del sufrimiento». Por eso permanece ahora siempre vivo en presencia del Padre como memorial santo y agradable a Dios por todos nosotros. Se nos ha abierto, por fin, el camino para acceder al corazón del Padre, con la certeza de que seremos escuchados más allá de nuestro deseo. En efecto, no sólo él nos representa a todos ante Dios, sino que es también la presencia viva de Dios en medio de los hombres, es el Esposo que nos hace sentar a cada uno de nosotros en su banquete de alegría y de fiesta, donde no está permitido ayunar, porque ahora está con nosotros para siempre, hasta el final de los días. Estamos, por tanto, ante una palabra que nos afecta profundamente y constituye un verdadero «evangelio», la Buena Noticia que esperábamos. Nuestra ignorancia y nuestro error -nuestro extravío- han encontrado al final a alguien que está en condiciones de darles un nombre y cambiarlos, con la certeza de que nada de cuanto es nuestro carece de valor. Dios nos ama, Dios me ama. El es quien recoge nuestras lágrimas en su odre -pues son preciosas para él- y cambia nuestro lamento en danza (cf. Sal 55,9; 29,12).


ORATIO

Señor Jesús, tu recuerdo irrumpe en la monotonía de nuestras jornadas como un toque de fiesta. Mientras a nuestro alrededor parece imperar la mordaza de un despiadado egoísmo, tú sabes decir aún la palabra que abre los corazones a la alegría y a la esperanza. Tú eres la novedad absoluta, el vino nuevo y espumoso que rompe los odres endurecidos de nuestras presuntas certezas. Hoy quisiéramos no sentirnos bien en el vestido viejo de nuestras ideas preconcebidas.

Envía de nuevo al Espíritu del Padre para que permitamos al paño nuevo y robusto de tu divina humanidad revestirnos con los vestidos de la salvación. Será el vestido festivo que nos permitirá sentarnos contigo en el banquete de bodas, saborear el vino de la alegría, comer ese pan que no tiene otra cosa sino la perpetuación de tu entrega de amor por nosotros. Haz que tengamos parte en tu mesa, conscientes del precio de los «gritos y lágrimas» que tú derramaste por nosotros. Haz que también nosotros, viviendo contigo y en el Espíritu en obediencia al Padre, llevemos a cumplimiento su designio de salvación y lleguemos a ser testigos de su amor eterno para todos los hermanos.


CONTEMPLATIO

La mortificación del alma consiste en que uno no desee en su corazón los bienes de este mundo y sus satisfacciones pasajeras, ni se complazca en vagar con su pensamiento en la codicia de las cosas terrenas, sino que su espíritu anhele continuamente, con impaciencia y con una expectativa incesante, la esperanza de las realidades futuras, de la vida nueva. En verdad es ésta la mortificación de quien está muerto con Cristo, nuestra resurrección. Con todo, no es posible alcanzar esta mortificación sin la ayuda del Espíritu Santo.

Oh Cristo, que en tu amor moriste por mí, hazme morir al pecado y despójame del hombre viejo, a fin de que me encuentre en todo momento en novedad de vida ante ti, como en el mundo nuevo. Tú, el Dios a quien los cielos y los cielos de los cielos no pueden contener; tú, que has elegido un templo entre nosotros para morada, hazme digno de convertirme en lugar donde habite tu

caridad. Los santos, atraídos por tu amor, se olvidaron de sí mismos, se volvieron locos detrás de ti y, en su ebriedad, se unieron a ti en todo momento sólo por amor, y ya nunca se volvieron atrás. Tú has embriagado, en efecto, con el estupor de tus misterios a quienes habían bebido de esta dulce fuente, para que tuvieran sed de tu caridad (Isaac de Nínive, Capitoli sulla conoscenza di Dio I, 87ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Has cambiado mi lamento en danza» (Sal 29,12).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La eucaristía protege al mundo y , de una manera secreta, lo ilumina. El hombre encuentra en ella su filiación perdida, alcanza su propia vida en la de Cristo, el amigo fiel que comparte con él el pan de la necesidad y el vino de la Fiesta. El pan es su cuerpo, y el vino es su sangre; y en esta unidad ya nada nos separa de nada ni de nadie. ¿Qué puede ser más grande? Es la alegría de la pascua, la alegría de la transfiguración del universo. Y nosotros recibimos esta alegría en comunión con todos nuestros hermanos, vivos y muertos, en la comunión de los santos con la ternura de la Madre. Por eso ahora ya nada puede darnos miedo. Hemos conocido el amor que Dios siente por nosotros, hemos llegado a ser «dioses». Ahora todo tiene un sentido. Tú, tú también, tienes un sentido. No morirás. Aquellos a quienes amas, aunque los creas muertos, no morirán. Todo lo que vive, todo lo que es bello, hasta la última brizna de hierba, incluso ese breve momento en que has sentido palpitar la vida en tus venas, todo estará vivo, para siempre. Hasta el dolor, hasta la muerte, tienen un sentido, se convierten en senderos de la vida. Todo está ya vivo. Porque Cristo ha resucitado. Existe aquí abajo un lugar en el que ya no hay separación, sino sólo el gran amor, la magna alegría. Ese lugar es el cáliz, en el corazón de la Iglesia. Y desde allí también en tu corazón (Patriarca Atenágoras 1, cit. en Dialoghi con Atenagora, entrevista realizada por O. Clément, Turín 1972, p. 337).