Viernes

1a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 4,1-5.11

Hermanos: 1 Temamos, pues, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros quede sin entrar. 2 Porque también nosotros hemos recibido la Buena Nueva como ellos, sólo que a ellos el mensaje no les sirvió de nada, porque no estaban unidos mediante la fe a aquellos que lo escucharon. 3 Pero nosotros, si tenemos fe, podemos entrar en este descanso del que ha dicho:

Por eso juré airado:
¡No entrarán en mi descanso!

En realidad, sus trabajos terminaron cuando dio fin a la creación del mundo, 4 porque en cierto pasaje se dice acerca del día séptimo: Y Dios descansó de toda su obra el día séptimo.

5 Pero volvamos a nuestro pasaje: No entrarán en mi descanso. 11 Apresurémonos, por tanto, a entrar en este descanso, para que nadie caiga en aquella misma desobediencia.


r4 La Palabra nos exhorta hoy a vivir con santo temor el tiempo presente, tendidos hacia el futuro que Dios nos ofrece: la comunión con él, su «descanso» (v 1). Esta promesa hecha a Israel es, no obstante, válida para los creyentes en Cristo, pero la «Buena Nueva» anunciada por Dios debe ser acogida con fe. El antiguo pueblo de la alianza se cerró el descanso del Señor precisamente por la incredulidad. Este riesgo amenaza también al nuevo pueblo de Dios: adherirse a Cristo no significa, efectivamente, asumir un conjunto de nociones teóricas, ni estipular de una vez para siempre un contrato ventajoso... Es, más bien, una opción dinámica que requiere un compromiso perseverante, tanto en el ámbito personal, dado que la fe en la Palabra ha de ser constantemente innovada y llevada a la vida (v 3), como en el ámbito eclesial, puesto que es en la comunidad de los creyentes donde ha de ser transmitida la Palabra. Esta ha de ser acogida, además, obedeciendo con fe a cuantos la comunican (v. 2b).

Entonces podrá caminar el nuevo pueblo de Dios en la unidad, hacia la meta indicada por el Señor. Todos los que deseen entrar en su descanso, deberán vigilar constantemente para dar, con solicitud, los pasos que conducen a este descanso (v. 11).

 

Evangelio: Marcos 2,1-12

1 Después de algunos días entró de nuevo en Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa. 2 Acudieron tantos que no cabían ni delante de la puerta. Jesús se puso a anunciarles el mensaje. 3 Le llevaron entonces un paralítico entre cuatro.

4 Pero, como no podían llegar hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico.

5 Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico:

-Hijo, tus pecados te son perdonados.

6 Unos maestros de la Ley que estaban allí sentados comenzaron a pensar para sus adentros:

7 -¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?

8 Jesús, percatándose en seguida de lo que estaban pensando, les dijo:

-¿Por qué pensáis eso en vuestro interior? 9 ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, carga con tu camilla y vete? 10 Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados.

Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo:

11 -Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

12 El paralítico se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos, de modo que todos se quedaron maravillados y daban gloria a Dios diciendo:

-Nunca hemos visto cosa igual.


Las obras de Jesús dejan aparecer cada vez con mayor claridad su misterio, un misterio que es verdadera «piedra de tropiezo». En efecto, éste suscita admiración, estupor, alabanza a Dios, en quien lo acoge, aunque no comprenda (v 12), mientras que hace crecer la hostilidad en quien quisiera circunscribir su alcance (vv. 6ss). De este modo, la fe activa de los cuatro acompañantes del paralítico se contrapone aquí al inmovilismo de los maestros de la Ley, «sentados» ante este rabí para valorar, juzgar y condenar sus palabras y sus gestos. De todos modos, la fe en Jesús requiere continuas superaciones, puesto que él va mucho más allá de las expectativas depositadas en él; más aún, esas expectativas quedan decepcionadas en un primer tiempo para poder ser trascendidas y -sólo así- plenamente realizadas. El primer milagro hecho al paralítico no es ni evidente ni deseado; sin embargo, es más grande (v 7b) y más necesario, según el profundo conocimiento espiritual de Aquel que escruta los corazones (v 8). El pecado es, efectivamente, la verdadera y grave parálisis que inmoviliza al hombre, impidiéndole caminar hacia Dios.

¿Cómo puede ir a Jesús quien está atado por estos «lazos de muerte» (Sal 114,3)? Es imposible. Por consiguiente, es necesario que la fe atenta de otros la supla (v 5). Además, Cristo ha venido precisamente para liberarnos del pecado: por eso fue reo de pecado en favor de nosotros (2 Cor 5,21): se dejó clavar en el madero de la cruz. Los maestros de la Ley, que están delante de Jesús como jueces, no pueden comprender. Ven la blasfemia precisamente allí donde se revela la verdad más grande: el Hijo del hombre, el Juez apocalíptico de toda criatura (Dn 7,10b-14), no viene a la tierra a condenar, sino a perdonar los pecados. Para demostrar la verdad de sus palabras, realiza Jesús el segundo milagro, que, en este punto, manifiesta no sólo su poder, sino también de dónde procede (w. 9-11). De ahí que los presentes -probables testigos de otros milagros precedentes- puedan decir: «Nunca hemos visto cosa igual». Y el paralítico, libre en sus miembros y en su espíritu, puede recorrer ahora las calles de los hombres y el camino de Dios.


MEDITATIO

La fe es un camino que conduce al descanso de Dios. Un camino arduo en ocasiones; sin embargo, quien lo recorre hace reposar, ya desde ahora, su propio corazón en el Corazón de Dios. Con todo, muchas veces nos sentimos incapaces de dar ni un paso: somos paralíticos espirituales, nos mostramos inertes a los estímulos de la gracia o estamos atados por compromisos estresantes, tal vez asumidos precisamente para colmar con el activismo el vacío del «estancamiento» interior. La fiesta preparada desde siempre para nosotros nos espera: ¿cómo llegar a ella? Hoy la Palabra nos anima: Si te sientes demasiado débil, únete a la cordada, permanece unido a los testigos de la fe, déjate conducir por la obediencia. También esta confianza en la fe eclesial es ya un paso -y cuán necesario!- de la fe. Tal vez nos encontremos precisamente impotentes, cautivos por los lazos del pecado; el orgullo y el egoísmo pueden atenazar también el alma de quien va diciendo: «Nunca he hecho nada malo»... También ahora viene en nuestra ayuda la Palabra: Déjate llevar a Cristo por la fe de los hermanos. Por su fe, él podrá desatarte, liberarte de los pecados, restituirte a una vida plena y responsable: «Levántate y anda». La experiencia del perdón nos volverá a poner en marcha. Corramos con perseverancia en la fe, apresurémonos a entrar en el descanso de la comunión con Dios. La alegría de sentimos amados y perdonados por él dilatará nuestro corazón. Y desde ahora comenzará ya la fiesta.


ORATIO

Gracias, Señor, por la fe de quien me ha llevado a ti. Gracias porque has conocido mi miseria, el pecado que me paraliza, sin haberme condenado. Gracias por la mirada de infinita ternura que has posado sobre mí, inerte. Gracias por esa palabra que no buscaba y que me ha vuelto a dar también la vida: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Gracias por la nueva libertad que ha «soltado» las cadenas que mantenían cautivo mi corazón y me ha dado un impulso antes desconocido.

Gracias, Señor, por la alegría de la fe que tú mismo has suscitado en mí. Y ahora que me has dado la posibilidad de caminar, sostenme, para que no disminuya por el camino. Haz que, estrechamente unido a los hermanos en la fe, también aprenda yo a llevar a los otros a ti, hasta que lleguemos todos juntos a ese descanso eterno al que nos invitas, a la bienaventurada fiesta del Amor.


CONTEMPLATIO

Hermanos y padres muy queridos: He aquí que pasamos de un año a otro, de una estación a otra, de una fiesta a otra, sin encontrar ninguna estabilidad en esta vida; debemos dejar esta vida nuestra para entrar en el descanso eterno. Leemos en la Escritura: «Y el que entre en el descanso de Dios descansará también él de sus trabajos, como Dios descansa de los suyos» (Heb 4,10). ¿Y cuál es este descanso? A buen seguro, el Reino de los Cielos. Mirad: del mismo modo que Dios prometió a los israelitas la entrada en la Tierra prometida, pero los que no creyeron y le exasperaron no pudieron entrar en ella, tampoco a nosotros, si no obedecemos sus preceptos, se nos abrirá la entrada del Reino de los Cielos.

Pero ¿cuáles fueron las culpas que impidieron a los judíos la entrada en la Tierra prometida? La incredulidad, la murmuración, la calumnia, la contestación, la dureza de corazón, la soberbia, la fornicación: estos vicios fueron su ruina. Por eso, también nosotros, hermanos, debemos huir como del fuego de estos vicios mortíferos, no dudando de las promesas de Dios, sino creyendo firmemente «que Dios tiene poder para cumplir lo que promete» (c f. Rom 4,21). No murmuremos, no vituperemos a los otros, no nos opongamos, no endurezcamos nuestro corazón, no nos ensoberbezcamos; busquemos más bien «ser benévolos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos recíprocamente como Dios nos ha perdonado en Cristo». Si pasamos así nuestra vida, entraremos, sin duda, en la región de los mansos de corazón, donde desemboca la fuente de la vida y de la inmortalidad, donde resplandece la belleza de la Jerusalén celestial, donde reinan la alegría y la exultación (Teodoro Estudita, Piccola Catechesi, 34).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ya que habéis acogido a Cristo Jesús, el Señor, vivid como cristianos. Enraizados y cimentados en él» (Col 2,6-7).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nuestra fe es un movimiento hacia Dios, una fe que nos sacude y nos arrastra, una fe que es éxodo de nosotros mismos y penetración en Dios. Una fe semejante constituye un trastorno radical: el hombre está invitado a salir de sí mismo, aprende a olvidarse y a abandonarse para dejarse alcanzar por la palabra viva y omnipotente de Dios, con todas las consecuencias que esto implica. Una de ellas es que, en virtud de la fe, recibimos el mismo poder de Dios. La fe, en efecto, no es sólo el camino por el que podemos adherirnos a Dios y alcanzarle; es también el camino que Dios abre a su poder y a su fuerza para obrar maravillas en todo el mundo.

Éste es el maravilloso diálogo de la fe entre Dios y el hombre: Dios es el primero en hablar y espera de nosotros que nos abandonemos a su Palabra cuando ésta nos haya asido. En cuanto esto tiene lugar, Dios se vuelve, por así decirlo, el humilde servidor de quien lo ha abandonado todo por él. Desde ese momento, Dios deja de ser el único omnipotente: quien cree y se confía a este omnipotencia lo es igualmente. María fue la primera en abandonarse así a la Palabra de Dios que le fue dirigida por el ángel Gabriel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ahora bien, en el corazón del diálogo de fe, Dios le da la vuelta a esta frase y nos la envía: «Que os suceda según vuestra fe» (Mt 9,29); «Que te suceda lo que pides» (Mt 15,28). De este modo, nuestra fe se parece a un seno fecundado por el poder de la Palabra de Dios, que a su vez participa del poder de Dios en cuanto esta Palabra es acogida con un abandono total. Entonces ya nada es imposible; al contrario, «todo es posible para el que tiene fe» (A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Magnano 1990, pp. 39-41, passim).