Jueves

1ª semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 3,7-14

Hermanos: 7 Por eso, como dice el Espíritu Santo:

Si escucháis hoy su voz,
8 no endurezcáis vuestros corazones,
como sucedió en el lugar de la rebelión
el día de la prueba en el desierto,
9 cuando vuestros antepasados
me pusieron a prueba
después de haber visto mi actuación
durante cuarenta años.

10 Por eso me enojé
contra aquella generación y dije:
Su corazón anda siempre extraviado;
jamás han conocido mis caminos.

11 Por eso juré airado:
¡No entrarán en mi descanso!

12 Mirad, hermanos, que no se halle en alguno de vosotros un corazón malo e incrédulo que le aleje del Dios vivo. 13 Al contrario, exhortaos mutuamente cada día, mientras dura este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca por la seducción del pecado. 14 Porque participamos de la suerte de Cristo siempre y cuando mantengamos firme hasta el final la confianza del principio.


El Espíritu Santo habla siempre en el «hoy» del hombre para ayudarle a vivir el presente según la voluntad de Dios. Sin embargo, el hombre se encuentra siempre tentado de endurecer el corazón a esta voz y seguir sus propios caminos torcidos, imposibilitándose la alegría de la comunión con Dios (es decir, su «descanso», vv. 7-11). El autor de la carta a los Hebreos, alternando las exhortaciones con la exposición doctrinal, amonesta a los destinatarios a permanecer vigilantes sobre esa actitud interior. En efecto,
«los padres» del antiguo Israel cayeron en la obstinación y en la incredulidad aunque habían «visto» las maravillas obradas por el Señor. Si se enojó con aquella generación, que había recibido por medio de Moisés la Ley de la alianza, cuánto más grave será la responsabilidad de quien endurece su corazón después de haber encontrado a Cristo, muy superior a Moisés (3,1-6), en cuanto Hijo de Dios.

Por consiguiente, es preciso renovar continuamente nuestra propia adhesión de fe: cada día se nos llama a decidir entre la docilidad a la voz del Señor o el hundimiento en el pecado que nos acecha (12,1). En esta buena batalla (cf. 1 Tim 1,18) por la fidelidad a Dios, los creyentes están invitados a apoyarse recíprocamente: es grande el consuelo que procede del testimonio recíproco, de la fe común en Jesús, cumplimiento supremo de las promesas de Dios y de las expectativas del hombre (vv. 13ss).

 

Evangelio: Marcos 1,40-45

En aquel tiempo, 40 se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas:

-Si quieres, puedes limpiarme.

41 Jesús, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo:

-Quiero, queda limpio.

42 Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio.

43 Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente:

44 -No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos.

45 Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes.

Marcos, en cada episodio de su evangelio, nos ayuda a intuir cada vez mejor la personalidad de Jesús. A éste, que había sido presentado como el heraldo y como el que inaugura el reino de la vida (v 39), se le acerca un leproso, considerado como un «muerto viviente», según la Ley, a causa de la descomposición anticipada de la carne. Y puesto que todo lo que tiene que ver con la muerte contamina al hombre, estos enfermos eran marginados por completo para evitar el doble peligro del contagio y de la impureza. Ellos mismos debían gritar a distancia: «¡Leproso! ¡Leproso!», para advertir del riesgo a quien incautamente se les acercara. En este relato se rebasa la Ley continuamente: por lo demás, ésta sólo podía constatar la enfermedad, segregar al enfermo y certificar su curación cuando tuviera lugar.

Sin embargo, el leproso sabe que puede confiar en algo más grande y más sagrado que la Ley: por eso se atreve a acercarse a Jesús con una humildad total, manifestándole la fe en su poder y el abandono sin pretensiones a su voluntad. También Jesús, con su «compasión visceral» (v 41, al pie de la letra), va más allá de la Ley: toca al leproso y con ese contacto fraterno restituye al enfermo su dignidad. Ahora ya no se siente un excluido, un infectado que contamina, sino un ser amado. Tras mostrarle su solidaridad, Jesús expresa su voluntad y revela su poder curando al enfermo. A fin de evitar un entusiasmo prematuro y desorientador en la gente, Jesús le impone severamente al hombre que guarde el secreto y cumpla las prescripciones legales para certificar la curación.

Sin embargo, con una ulterior transgresión, el «redivivo» se preocupa únicamente de divulgar el hecho. Una publicidad inoportuna que obliga al humilde Siervo de Yxwx, venido a cargar con nuestras enfermedades, a quedarse fuera de las ciudades, como un leproso. A pesar de ello, todos acuden a él. Se intuye que Jesús posee una autoridad superior a la Ley (cf. 2,1-3,6), está movido por una inmensa compasión por el mal (dolor-pecado) del hombre, es portador de vida y quiere darla. Pero sabe por qué camino realizará el Padre este don: las muchedumbres, por ahora, no pueden comprenderlo.


MEDITATIO

Como el antiguo Israel, como los primeros judeocristianos, también nosotros hemos contemplado las maravillas obradas por el Señor. Sin embargo, como todos, también nosotros corremos cada día el riesgo de acostumbrarnos a la gracia, de «endurecer el corazón», prefiriendo escuchar otras voces antes que la de Dios. El nos invita a examinarnos por dentro, «hoy»: este «hoy» es nuestro presente y, al mismo tiempo, es también el tiempo de la conversión concedido a la humanidad, un tiempo del que no podemos abusar. Miremos, pues, a la luz de la Palabra, si nuestro corazón no se encuentra pervertido, desviado, sin fe; en suma, alejado del Dios vivo.

Si sólo buscamos de Dios favores y realizaciones humanas, si pretendemos convertirlo en instrumento y ponerlo al servicio de nuestros intereses, si estamos dispuestos a renegar de él cuando nos parece más oportuno mostrarnos como «librepensadores» o consumidores despreocupados de los bienes de la vida, entonces nuestro corazón está pervertido: si está vuelto hacia atrás,entonces sigue la lógica del Maligno, aunque mantenga a veces una fachada de religiosidad.

Un corazón desviado no se da cuenta de que anda fuera del camino, no asimila la mentalidad evangélica, porque reorganiza a su propio gusto las exigencias y la gracia. Un corazón sin fe: ¿cómo se puede referir esta expresión a gente «practicante»? Sin embargo, también nuestro corazón puede carecer de fe cuando se aleja del Dios vivo y permanece encarcelado en una religión sólo formal, sin una relación vital con Cristo. El leproso va a Jesús superando las estrecheces de la Ley, pone en Jesús toda su esperanza y experimenta así el toque de su inefable misericordia, el poder del Dios-con-nosotros... Podemos alejarnos del Dios vivo de muchos modos, pero la Palabra nos sitúa en la verdad y nos anima: Dios es más grande que nuestro corazón. Si nos reconocemos leprosos en nuestro interior, portadores del pecado y de la muerte, vayamos con confianza a Jesús y supliquémosle humildemente: «Si quieres, puedes limpiarme».


ORATIO

Señor Jesús, venimos a ti como leprosos entre muchos leprosos, como menesterosos entre muchos que necesitan, sobre todo, recuperar la voluntad de curar, la voluntad de redescubrir la bondad de la vida, aunque esté marcada por dolores y fatigas. Sufrimos, efectivamente, pero tal vez no sintamos verdaderos deseos de curar; estamos solos, excluidos, separados de los otros; nos lamentamos de ello, pero no deseamos a fondo volver a la responsabilidad de la convivencia fraterna, a los deberes de quienes están sanos, de quienes deben servir a los demás. Señor Jesús, todos nosotros, postrados, cual multitud de leprosos en el espíritu y en la carne, te suplicamos que suplas tú mismo con tu firme voluntad de salvación nuestra indecisión crónica. Si tú quieres,

puedes limpiarnos. Sí, a pesar de nosotros mismos, tócanos con tu mano y pronuncia tu palabra: «¡Quiero, queda limpio!». Y suscita en nuestro corazón y en todo nuestro ser la gratitud y la alegría, el canto de la vida nueva, el canto de la salvación total. Amén.


CONTEMPLATIO

La atención depende de la importancia que reconocemos al objeto que nos atrae, de la fascinación que ejerce. Si lo consideramos grande y bello, bueno y fuerte, si nos parece perfecto, rico en todo lo que puede saciarnos, entonces la atención es extrema.

La atención que prestamos a Dios es rara, porque raras son las almas que le conocen. El pecado nos ha distraído de él; vivimos de cara a lo creado; las imágenes de las criaturas nos llenan el alma, nos retienen y hacen difícil la atención a Dios. Es necesario volver atrás: ése es el sentido del término «conversión». La conversión tiene muchos grados. Yo soy extremadamente débil; la atención de mi espíritu vacila como la llama de un cirio al viento; la energía de mi voluntad, dirigida por esta luz, disminuye a cada instante o se disipa en esfuerzos desordenados [...]. Instante tras instante, mi pobre vida va desapareciendo así, sin valor y sin resultados. ¡Desearía tanto establecerla en la firmeza y en la paz! ¿Cómo es posible? Mi impotencia es evidente: no encuentro, no encontraré nunca en mí mismo la fuerza necesaria.

Y por eso vuelvo a ti. Tú me has hecho bajar a las profundidades de mi alma, allí donde reina la gran alegría calma de tu eterno amor. Deseo volver a hacer contigo este viaje. Deseo alcanzar en ti, a través de un coloquio corazón a corazón, la fuerza que me falta. ¿Acaso no eres tú la fuerza infinita? ¿No eres tú la luz de todo espíritu en este mundo, la luz verdadera, la luz que muestra todas las cosas en la verdad, la luz que quiere comunicarse a mí? Dios mío, derrama en mí este rayo amado que hace ver, que hace obrar y que es vida verdadera (A. Guillerand, «Scritti spirituali», en Un itinerario di contemplazione, Cinisello B. 1986, pp. 202-204, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Él perdona todas tus culpas, cura todas tus enfermedades» (Sal 102,3).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Afirma Efrén el Sirio: «La Iglesia no es la asamblea de los justos; la Iglesia es una muchedumbre de pecadores que se arrepienten», y la palabra clave en esta definición no es «muchedumbre», ni tampoco «pecadores», sino «que se arrepienten». Arrepentimiento, por otra parte, no significa lamentarnos de nuestra propia miseria, sino tener conciencia de lo que es el pecado: separación de Dios, separación de los otros, división interior, separación de las raíces profundas y auténticas de nuestro propio ser. «Pecadores que se arrepienten» son los que han tomado conciencia de esta situación, han comprendido que ningún esfuerzo humano puede ponerle remedio y, por consiguiente, se han dirigido a Dios. El término «conversión» significa «volverse», «cambiar de orientación». La Iglesia es un cuerpo de personas que, por muy impías y miserables que puedan ser tomadas una a una, miran juntas hacia Dios, se dirigen a Dios, se vuelven a Dios a través de la súplica, a través de la Fe, a través de la esperanza, y dan los primeros pasos en el amor (A. Bloom, Vivere nella Chiesa, Magnano 1990, pp. 31 ss).