La Santísima Trinidad
(Domingo después de Pentecostés)

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 4,32-34.39ss

Moisés habló al pueblo y le dijo: 32 Pregunta, si no, a los tiempos pasados que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre en la tierra: ¿Se ha visto jamás algo tan grande o se ha oído cosa semejante desde un extremo a otro del cielo? 33 ¿Qué pueblo ha oído la voz de Dios en medio del fuego, como la has oído tú, y ha quedado con vida? 34 ¿Ha habido un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro con tantas pruebas, milagros y prodigios en combate, con mano fuerte y brazo poderoso, con portentosas hazañas, como hizo por vosotros el Señor, vuestro Dios, en Egipto ante vuestros propios ojos?

39 Reconoce, pues, hoy y convéncete de que el Señor es Dios allá arriba en los cielos y aquí abajo en la tierra y de que no hay otro. 40 Guarda sus leyes y mandamientos que yo te prescribo hoy para que seas feliz tú y tus hijos después de ti y prolongues tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.


El pueblo elegido, para mantenerse en los momentos dificiles, apela continuamente a la historia de su pasado (= fe histórica), que se convierte en un «lugar teológico». En efecto, si Dios ha sido siempre fiel en el pasado, lo será también en el futuro. Por eso, el deuteronomista invita al pueblo, sobre la base de la experiencia pasada, a compararse con otros pueblos: ningún otro pueblo de la tierra ha tenido una experiencia de Dios como Israel. Para confirmar lo que dice, recuerda dos episodios prodigiosos: la teofanía de Dios en el Horeb y la liberación de la esclavitud de Egipto. El autor sagrado no describe estas teofanías de manera detallada, se contenta con traerlas a la memoria
(c f. Ex 19,1-19; 20,18-21; Dt 5).

El Señor, siempre cercano a su pueblo y fuente de vida, se ha mostrado fiel y capaz de mantener sus promesas en todas las circunstancias. De ahí que el pueblo elegido deba tener confianza en el Señor y ser fiel a la alianza prometida. Sólo así tendrá asegurada su propia existencia también para el futuro, viviendo en libertad y en paz y sintiéndose elegido por Dios. En caso contrario, Dios se alejará y entonces el pueblo experimentará la muerte (vv. 39ss).

A la luz de esta experiencia histórica, los justos y los guías de Israel tuvieron confianza, incluso en los momentos más críticos de su historia, en que no perderían el ánimo ni abandonarían la observancia de la Ley. Esto es evidente durante el exilio de Babilonia y en tiempos de los Macabeos, cuando tuvieron la fuerza necesaria para proclamar: «Dios grande y único, tu juicio es justo», aunque al mismo tiempo tuvieron que confesar: «Señor, perdona las culpas de nuestros padres, porque tú eres benigno y rico en misericordia».

 

Segunda lectura: Romanos 8,14-17

Hermanos: 14 Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo eltemor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». 16 Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.


El capítulo 8 de la carta a los Romanos ha sido comparado al Te Deum de la historia de la salvación, y los vv. 14-17 han sido considerados como la cúspide de todo el capítulo. Dios, dador de vida, une a él vitalmente, por medio del Espíritu, a todo creyente haciéndole hijo suyo. Para Pablo, esta novedad cristiana de la filiación-comunión con Dios será plena sólo cuando, en la era escatológica, todo bautizado, por obra del Espíritu Santo, se identifique perfectamente con la figura de Cristo resucitado. En efecto, el espíritu de la Ley antigua era un espíritu de esclavitud, mientras que el espíritu de Cristo es el espíritu de la libertad y de la adopción, porque el Espíritu habita en el corazón de los creyentes. Y el fruto más hermoso del Espíritu es la filiación divina, que empieza en los fieles con el bautismo y alcanza su madurez completa en el camino de fe que conduce a la tierra prometida.

Entonces no sólo Cristo, sino todos los creyentes en él gozarán de esta plenitud. Ahora bien, el signo más manifiesto de esta prerrogativa cristiana es el hecho de que, ya desde ahora, pueden dirigirse los fieles a Dios con el bello nombre de «Abba-Padre», una expresión aramea familiar que significa «papá» y que ningún judío se atrevía nunca a pronunciar. Sólo el Espíritu ha podido inspirar a los cristianos una expresión tan audaz, que manifiesta la seguridad y la alegría de todos los que son movidos por el Espíritu de Jesús.

En todo caso, es el Espíritu quien hace a los creyentes conscientes de esta magnífica realidad, pero sobre todo es su causa. Ser hijos de Dios significa poseer ya una prenda de la vida eterna, significa ser «herederos» de los bienes de la vida de Dios y «coherederos» con Cristo, primogénito de los resucitados. No obstante, para obtener todo esto se exige una condición: participar en los sufrimientos de Cristo y completar lo que falta a su pasión.

 

Evangelio: Mateo 28,16-20

16 Los once discípulos fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había citado. 17 Al verlo, lo adoraron; ellos, que habían dudado. 18 Jesús se acercó y se dirigió a ellos con estas palabras:

-Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra. 19 Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, 20 enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo.


El final del evangelio de Mateo, expresado en términos teológicos personales, es el epílogo no sólo de las apariciones postpascuales, sino de todo su evangelio. El Jesús que se aparece a los discípulos en el monte es el «Señor» de la Iglesia, objeto de adoración y de plegaria por parte de los suyos, aunque no siempre con una fe plena (v. 17). Ahora bien, Jesús es asimismo el juez escatológico: está sentado ya desde ahora a la diestra del Padre para evangelizar a todas las gentes (cf. 24,14). En esta misión implica a sus discípulos, que deberán proseguir su obra. Esta obra consiste en «hacer discípulos» a todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles todas las cosas mandadas por Jesús, o sea, evangelizándolos (vv 18-20).

La fórmula trinitaria del bautismo representa una sorpresa en Mateo, pero le confiere al final de este evangelio un aspecto solemne y una síntesis teológica. El Dios de Jesús es único por su naturaleza, pero trino por las Personas. Al proclamar este misterio, el creyente adora la unidad de Dios y la Trinidad de las Personas. En esto consiste la salvación: en creer en este admirable misterio y en ser bautizado en el nombre del Dios uno y trino. Profesar esta fe en la Trinidad significa aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu.

Para acabar, las últimas palabras de Jesús constituyen una magna promesa: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (v 20). A buen seguro, este mundo tendrá un final que coincidirá con la parusía, pero todos los días que los cristianos viven esperando están colmados ya de una presencia: la Shekhinah divina mora allí donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús (cf. 18,20), como presencia discreta y silenciosa que acompaña a cada momento de la vida de los creyentes.


MEDITATIO

Si la escuela de la catequesis estuviera orientada bíblica y teológicamente, el misterio de la Trinidad, con todas sus explicaciones y aplicaciones adaptadas-a-lavida, debería ocupar un puesto fundamental. Por consiguiente, sería menester enseñar que la Trinidad, mediante la fe-esperanza-caridad, arraiga propiamente en la memoria-intelecto-voluntad, porque la fe infusa es «verdaderamente» una participación en el conocimiento que Dios-Padre tiene de sí mismo (= el Hijo), y la caridad infusa es «verdaderamente» una participación en el amor del Padre y del Hijo (= el Espíritu Santo). Por eso debe explicarse que el bautizado, con la fe, conoce a Dios «como» Dios se conoce a sí mismo y, con la caridad, ama a Dios «como» Dios se ama a sí mismo: y ese conocimiento-amor reproducen y son propiamente semejantes a los de la Trinidad. Son humano-divinos: humanos, porque son expresados por nuestra persona, pero también divinos, porque son más y mejor obra del Espíritu Santo, que pone en acción las tres virtudes teologales. De suerte que se debe decir que el bautizado está estructurado «trinitariamente», hasta el punto de que es imposible expresar con palabras la intimidad que la fe-esperanza-caridad crean en nosotros con el Padre-Hijo-Espíritu Santo. Alguien que entiende de esto ha dicho que la Trinidad es más presente a nosotros que nuestro yo a nosotros mismos.


ORATIO

A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la señal de la cruz, cómo me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.

La señal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo, debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: «Si alguien me ama, también mi Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él». Cómo quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me recuerda: «Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros, Dios le apartará», y me exhorta de este modo: «Honrad y tratad con elegancia al Dios que lleváis en vuestro cuerpo». Cómo quisiera comprender que una cosa es vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad «mundana», y otra cosa completamente distinta es hacerlo con mentalidad «de fe»: éstame hace superar el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.


CONTEMPLATIO

Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo; que yo no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte... hasta morir. Pero siento mí impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarte siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.

Oh Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí a fin de que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más que al Bienamado en el que has puesto todas tus complacencias.

Oh mis «Tres», mi Todo, mi Beatitud, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo de tu grandeza (Isabel de la Trinidad, «Oración a la Santísima Trinidad», en A. Hamman, Compendio de la oración cristiana, Edicep, Valencia 1990, p. 204).


ACTIO

Repite y medita hoy el gesto de la señal de la cruz:

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Sin embargo, lo que debe interesarnos sobre todo, en el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el alma de los justos, son los deberes y las exigencias prácticas y aplicadas a la vida del misterio trinitario. Las exigencias se reducen a estas tres palabras clave: orden, purificación, recogimiento. La inhabitación es el misterio del recogimiento y de la purificación. Para comprender el motivo, basta con pensar en el llamado «principio de los contrarios», que se expresa en estos términos: dos realidades contrarias no pueden coexistir, al mismo tiempo, en el mismo sujeto. La acción del Espíritu que inhabita es íntima, silenciosa, delicada: no es fuego que devora, no es un terremoto destructor, ni viento impetuoso, sino -para decirlo con la Biblia-un ligerísimo e imperceptible soplo. De ahí que, para advertirlo, se exige que el alma se ponga en afinidad psicológica con él: a fin de que, para decirlo con palabras de Pablo, las realidadesespirituales se «adapten» a las realidades espirituales. Por esta razón, todos los grandes maestros de la vida cristiana no cesan de recomendar el recogimiento-silencio-custodia del corazón. La experiencia de Agustín es clásica a este respecto. Dice: «Envié fuera de mí a mis sentidos para buscarte, Dios mío, pero no te encontraron: yo te buscaba fuera de mí, mientras que tú estabas dentro... Mal te buscaba, Dios mío...». Teresa de Avila y Juan de la Cruz han hecho las mismas observaciones.

Por lo que se refiere a nuestros deberes con nuestros Huéspedes, diremos que han de ser tratados como trataríamos a n huésped de gran consideración: cuando llega un huésped limpiamos la casa; eliminamos todo aquello que pueda ofender la consideración que le debemos; la adornamos con flores, alfombras; le acompañamos, le rodeamos de mil atenciones y sorpresas; le ofrecemos regalos... No se trata más que de aplicar esta estrategia. Antes que nada hay que llevar cuidado con la limpieza «exterior» del cuerpo: yo diría casi que el modo de vestir-tratar-hablar debe estar marcado por un cierto señorío-elegancia. Así, la madre debe tratar con el máximo respeto -mejor aún, con veneración- el cuerpo de su hijo, debe vestirlo bien, antes que nada porque es templo del Espíritu. Una nueva mentalidad debe inspirar-orientar todas las relaciones sociales del bautizado. Como es obvio, también la práctica de las catorce obras de misericordia adquiere una nueva luz que -digámoslo también- las «sacramentaliza». En segundo lugar -y esto es aún más importante-, debemos purificar nuestra alma de todo lo que pueda disgustar a la Trinidad que inhabita, como el ejercicio del egoísmo en su triple forma del tener-gozar-poder, que, a su vez, se ramifican en los siete vicios capitales. Tenemos asimismo el deber de acompañar a nuestros tres Huéspedes con el silencio-recogimiento: abandonar al huésped es falta de educación... (A. Dagnino, La vita cristiana o il mistero pasquale del Cristo mistico, Cinisello B. '1988, pp. 153-156).