33° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Daniel 12,1-3

1 En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe, protector de tu pueblo. Será un tiempo de angustia como no hubo otro desde que existen las naciones. Cuando llegue ese momento, todos los hijos de tu pueblo que estén escritos en el libro se salvarán. 2 Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno. 3 Los sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que guiaron a muchos por el buen camino, como las estrellas por toda la eternidad.


«En aquel tiempo...».
El tiempo al que alude el profeta es un tiempo en el que la impiedad ha llegado a su cima: en el capítulo 11, en efecto, se revelan los acontecimientos históricos que habían concluido con la muerte de Antíoco Epífanes, figura del enemigo de Dios; sin embargo, cuando el mal que se propaga parezca triunfar, la historia desembocará en el acontecimiento escatológico: éste es precisamente el mensaje de esperanza ofrecido por este fragmento donde se describe el tiempo final. En él ya no serán posibles ni la ambigüedad ni las componendas: todas las cosas aparecerán en su auténtica realidad. El conflicto contra las fuerzas del mal se convertirá en lucha abierta, y el pueblo de Dios experimentará la protección extraordinaria del arcángel Miguel. Será, por tanto, un tiempo de extrema angustia y, a la vez, de salvación para quienes hayan sido fieles. El Señor conoce a los suyos uno a uno, sus nombres están escritos en su libro: no podrá olvidarlos (v 1). Tendrá lugar, por consiguiente, el traslado del tiempo a la eternidad; se profetiza aquí la resurrección universal («muchos» es un semitismo que significa «todos»), en la que cada uno recibirá su destino eterno de vida o de infamia, según su propia conducta. Los sabios, los justos, o sea, los que hayan recorrido el camino de la santidad y ayudado a otros a recorrerlo, resplandecerán con una gloria perenne.

La fe en la resurrección, en el juicio y en la vida eterna se va delimitando ya cada vez con mayor claridad ahora que estamos en los umbrales del Nuevo Testamento. Con la resurrección de Cristo comenzará el tiempo del fin, y tendrá su consumación en la parusía.

 

Segunda lectura: Hebreos 10,11-14.18

11 Cualquier otro sacerdote se presenta cada día para desempeñar su ministerio y ofrecer continuamente los mismos sacrificios que nunca pueden quitar los pecados. 12 Cristo, por el contrario, no ofreció más que un sacrificio por el pecado de una vez para siempre, y está sentado a la derecha de Dios. 13 Únicamente espera ahora que Dios ponga a sus enemigos como estrado de sus pies. 14 Con esta única oblación ha hecho perfectos de una vez para siempre a quienes han sido consagrados a Dios. 18 Ahora bien, donde los pecados han sido perdonados, ya no hay necesidad de oblación por el pecado.


El tema de la perícopa de hoy recupera el del domingo pasado y lo completa. En efecto, el autor de lacarta insiste en la unicidad del sacrificio de Cristo en contraposición a los muchos sacrificios judíos: éstos deben repetirse continuamente, porque «nunca pueden quitar los pecados» (v 11), mientras que la oblación de Cristo es perfecta y salvífica para quien se confía en su mediación sacerdotal (v. 14). No obstante, aquí se añade un elemento nuevo que pone todo este fragmento en estrecha continuidad con la primera lectura y el evangelio de hoy: el sacrificio de Cristo es «de una vez para siempre» y por eso abre una dimensión nueva en el fluir del tiempo («cada día»: v. 11).

«Ahora» Cristo ha vencido a las fuerzas del mal y está sentado en el trono de Dios, y «únicamente espera» que su victoria se vuelva evidente y definitiva (vv. 12ss): entonces desembocará el tiempo en la eternidad; sin embargo, ya desde ahora, «quienes han sido consagrados» -a saber: quienes acogen su oblación y someten a él la voluntad rebelde que impulsa al pecado- entran en esta dimensión de eternidad («para siempre»: v 14). Pero mientras el tiempo prosigue su curso, comulgamos ya el pan de la vida «eterna» (cf. Jn 6,48-51) en la celebración eucarística (memorial del sacrificio de Cristo).

 

Evangelio: Marcos 13,24-32

Dijo Jesús a sus discípulos: 24 Pasada la tribulación de

aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; 25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán.

26 Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria. 27 El enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo.

28 Fijaos en lo que sucede con la higuera. Cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, sabéis que se acerca el verano. 29 Pues lo mismo vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que ya está cerca, a las puertas.

30 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.


Con este fragmento culmina el discurso escatológico de Jesús, que, en el evangelio de Marcos, tiene una extensión sorprendente (capítulo 13). Los «últimos tiempos» están descritos a partir de la predicción de acontecimientos históricos que, efectivamente, podrán constatar los discípulos, puesto que tuvieron lugar en el tiempo de aquella generación (v 30).

Con todo, el horizonte es más amplio: la intensificación de guerras y cataclismos no es más que «el comienzo de los dolores» (así el v. 7 al pie de la letra). Será el signo de que tanto para la historia como para la creación empieza un grandioso trabajo de parto, un trabajo que llevará consigo un sufrimiento inaudito (w. 19-20.24a), pero concluirá con la venida gloriosa del Hijo del hombre profetizado por Daniel, un personaje apocalíptico con el que Jesús se identifica. Como juez de la historia y vencedor de las fuerzas del mal, inaugurará definitivamente el Reino de Dios para todos sus «elegidos», esto es, para los que se hayan mantenido fieles en la persecución (w 9-13) y hayan resistido a las seductoras perspectivas ofrecidas por los falsos cristos, que aparecerán numerosos en los últimos tiempos (w. 21-23).

En este discurso se entrelazan, pues, acontecimientos históricos y elementos apocalípticos, expresados con imágenes tomadas de los profetas: Jesús quiere hacer comprender que el misterio pascual ahora presente -su «hora» en el lenguaje joáneo- será el comienzo de la fase final de los tiempos. De ahí que invite a los discípulos, ya desde ahora, a la vigilancia, a escrutar los acontecimientos sabiendo captar en ellos la proximidad del Hijo del hombre, es decir, de su retornoglorioso (vv 28ss) y a adherirse plenamente a su Palabra, más estable que los cielos y la tierra, que también «pasarán»; sin embargo, la pregunta concreta de algunos discípulos: «¿Cuándo...?» (v 4), queda sin respuesta. Jesús, mientras se revela como el Hijo, muestra que no puede disponer ni del día ni la hora del fin. Por eso, en cuanto Hijo y hombre, se confía él mismo por completo al designio de amor y salvación del Padre (v 32).


MEDITATIO

El encuentro con un cristiano auténtico no cesa de sorprender desde hace dos mil años: ¡qué insólita es su condición! «Extranjero y peregrino en la tierra», transeúnte que atraviesa los senderos del tiempo que tiende a la eternidad, posee ya lo que busca, aunque todavía no de un modo pleno y evidente. Es testigo de una esperanza bienaventurada y posee la prenda de una promesa infinita. Irradia la alegría a su alrededor, aunque ha renunciado a muchas de las alegrías que propone este mundo; sin embargo, no está dispensado del dolor...

¿Cuál es entonces el secreto del verdadero cristiano? Lo custodia en lo hondo de su corazón y lo declara con orgullo: su secreto es Cristo, Señor del tiempo y de la historia. La pascua de Jesús ha destrozado la dimensión temporal y ha irrumpido la eternidad entre nosotros: la vida eterna es el Pan en que él se entrega. Quien observa su Palabra que no pasa, quien acoge su sacrificio de salvación y vive con él el dolor como pascua, entra desde ahora en la eternidad y permite que, a través de su propia existencia, ésta transfigure un poco el tiempo.

El cristiano abre al sol la ventana de su morada para que todo quede inundado de luz. Ahora bien, el conflicto entre las tinieblas y la luz permanece aún en acto en el tiempo: cada discípulo de Jesús conoce esta lucha dentro de sí y a su alrededor; por eso vigila, porque sabe que tiene que combatir el buen combate de la fe. Cristo ya ha vencido, pero continúa luchando en nosotros para que sea derrotado el mal y se extienda el Reino de Dios, hasta el día que sólo el Padre conoce. Que su Espíritu de amor y de fortaleza nos haga a todos cristianos auténticos, tanto más presentes en la historia del hombre cuanto más inclinados al «día de Dios».


ORATIO

Jesús, Señor de la historia, tú ves los males que afligen a nuestra humanidad; sin embargo, nos enseñas que, en su raíz, es uno solo el Mal que hemos de combatir. Tú lo derrotaste ya al morir por nosotros en la cruz; ayúdanos a extender en el tiempo tu victoria pascual. Haznos portadores de eternidad allí donde vivimos y trabajamos: que la luz de tu amor perenne inunde a través de nosotros la pequeña porción de la historia que nos has confiado y la transfigure.

Haz que completemos nuestra peregrinación terrena tendiendo a la patria celestial, para que quien nos encuentre comprenda cuál es la bienaventurada esperanza que nos hace exultar ya desde ahora. Que el Pan de la vida eterna, roto por nosotros, nos sostenga en las pruebas cotidianas, para que podamos ser encontrados fieles y vigilantes en tu día glorioso.


CONTEMPLATIO

El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor y consolación, es un Dios que llena el alma y el corazón de quienes le poseen. Es un Dios que hace sentir interiormente a los suyos su miseria y su infinita misericordia; que se les une en lo más íntimo de su alma; que les llena de humildad, de alegría, de confianza, de amor; que les hace incapaces de tener otro fin fuera de él. Sin Jesucristo, no subsistiría el mundo, porque debería ser destruido o ser como el infierno.

Si el mundo subsistiera para instruir al hombre sobre Dios, su divinidad brillaría por todas partes de una manera incontestable, pero puesto que subsiste sólo en Jesucristo y por Jesucristo, y para iluminar a los hombres sobre su pecado y sobre su redención, por todas partes se manifiestan las pruebas de estas dos verdades. Lo que se manifiesta en el mundo no expresa ni exclusión total ni presencia manifiesta de la divinidad, sino la presencia de un Dios que se esconde. Todo lleva esta huella.

Jesucristo, sin bienes materiales y sin ninguna producción científica, pertenece al orden de la santidad. No ha hecho ningún invento, no ha reinado. Pero es humilde, paciente, santo, santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin pecado. Oh, ha venido con gran pompa y prodigiosa magnificencia a los ojos de los corazones que ven la sabiduría. Para manifestar su Reino de santidad, le hubiera sido inútil a Jesucristo venir como rey; sin embargo, ha venido con el esplendor que le es propio (B. Pascal, Pensieri, Opusculi, Lettere, 602.829, Milán 1984, 666.754, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Esperemos y apresuremos la venida del día de Dios» (cf. 2 Pe 3,1 lb-12a).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nos encontramos una vez más teniendo que decidir: debemos escoger si queremos limitar la fe al ámbito del sentimiento y orientar nuestros pensamientos según los de todos, o bien si pretendemos ser cristianos también en el modo de pensar. El juicio es el último acto de Dios, y lo lleva a cabo aquel que sigue siendo durante toda la historia el «signo de contradicción», el momento de la decisión tanto para el individuo como para los pueblos. ¿Cómo se lleva a cabo este juicio? En un primer momento, podemos suponer que el objeto del juicio deben ser las acciones y las omisiones del hombre. Veremos, en cambio, que todo está fundido en una sola entidad: el amor. Pero ¿cómo ha sido fijado y se aplica el criterio del amor? Aquí es donde se manifiesta el carácter extraordinario del anuncio cristiano del juicio: el criterio según el cual seremos juzgados es nuestra actitud respecto a Cristo. El bien definitivo es él, Cristo, y obrar bien significa amar a Cristo. En definitiva, «la verdad» o «el bien» no son ideas o valores abstractos, sino alguien, Jesucristo. Toda buena acción va hacia Cristo y es un bien para él, así como toda acción mala, sea cual sea su finalidad, es en el fondo un ataque contra él. La más real de todas las realidades es alguien: el Hijo de Dios hecho hombre. Y nosotros conocemos la tarea que se nos impone al hacernos cristianos: ver a Cristo en su universalidad, conservar en nuestro corazón su imagen con toda su potencia, para que pueda atravesar los confines del mundo, de la historia y de la obra humana (R. Guardini, Le cose ultime, Milán 1997, pp. 92-96, passim).