31° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 6,2-6

Moisés habló al pueblo y le dijo: 2 De esta manera respetarás al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos; observarás todos los días de tu vida las leyes y mandamientos que yo te impongo hoy; así se prolongarán tus días. 3 Escúchalos, Israel, y cúmplelos con cuidado, para que seas dichoso y te multipliques, como te ha prometido el Señor, Dios de tus antepasados, en esta tierra que mana leche y miel.

4 Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. 5 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. 6 Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo.


Este fragmento expresa en síntesis el corazón de la espiritualidad bíblica: se trata de las enseñanzas que el libro del Deuteronomio pone en labios de Moisés, intermediario entre Dios y el pueblo (v 1). Estas se resumen en la exhortación a permanecer fieles a la alianza sancionada con el Señor a través de la observancia de sus leyes, y la motivación que las acompaña se repite como un estribillo: «Para que seas dichoso» (v. 3), es decir, fecundo, próspero y longevo. El fin de estas normas es, por consiguiente, la verdadera felicidad del hombre, una felicidad que procede de Dios, su fuente; por eso es menester sentir hacia él aquel «temor» que, en el lenguaje deuteronómico, es sinónimo de adhesión, escucha reverente y obediencia amorosa (v 2).

Los vv. 4-6 constituyen el núcleo central de la oración que todavía hoy todo judío piadoso recita tres veces al día, y que recibe el nombre de Shema ` por la palabra con que empieza: «Escucha». Se trata de una profesión de fe en el único Dios que mantiene con todo el pueblo y con cada uno de sus miembros una relación particular, personal: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno». De ahí nace la exigencia de corresponder a este sagrado vínculo con un amor indiviso: todas las facultades y las actividades del hombre han de estar orientadas íntegramente a corresponder con amor al Bien que es el Señor, que es para nosotros y que obra para nosotros queriendo que seamos felices para siempre. Esta elección gratuita por parte de Dios es un don inmenso del que el pueblo nunca debe perder la conciencia: la memoria continua de él, de sus beneficios y de sus preceptos se vuelve para todo Israel -también para nosotros, hijos de Abrahán según la promesa- compromiso de una vida conforme a su voluntad y fuente de toda bendición (v 6; cf vv. 7-19).

 

Segunda lectura: Hebreos 7,23-28

Hermanos, 23 por otra parte, mientras que los otros sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar, 24. éste, como permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasará. 25 Y por eso también puede perpetuamente salvar a los que por su medio se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos.

26 Tal es el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y más sublime que los cielos. 27 Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo. 28 Y es que la Ley constituye sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la Ley, hace al Hijo perfecto para siempre.


El autor de la carta a los Hebreos, prosiguiendo la comparación con las instituciones judías, subraya la excelencia del sacerdocio de Cristo con respecto al levítico, motivando su absoluta superioridad a la luz del misterio pascual. En efecto, el carácter mortal de los sumos sacerdotes hacía provisional su servicio y precaria su intercesión, de suerte que para asegurar la continuidad del culto debían sucederse los unos a los otros. Cristo, en cambio, es el Resucitado que vive para siempre: dado que su función sacerdotal no conoce límites de tiempo y su intercesión es incesante, cuantos en todos los tiempos se confian a su mediación pueden ser perfectamente salvados (vv 23-25).

Por otra parte, la resurrección es considerada como el sello con el que Dios atestigua la santidad de Cristo (cf. Hch 3,13-15; Rom 1,4) y la eficacia de su sacrificio, por eso es Jesús el verdadero sumo sacerdote del que todos los otros no eran más que figura imperfecta. Es el único sacerdote «que nos hacía falta», es decir, el que necesitábamos para nuestra salvación, por sus características absolutamente excepcionales (vv 26ss). Sólo él carece de pecado, y por eso no necesita como los otros sacerdotes una purificación personal antes de ejercer su propio servicio cotidiano; al contrario, ha podido ofrecer de una vez por todas su propia vida como el santo sacrificio expiatorio que obtiene un perdón eterno a la humanidad.

El sacerdocio de Cristo es también superior al levítico por su fundamento: este último fue instituido, en efecto, por la Ley, que, sin embargo, no ha llevado nada a la perfección (v 19), puesto que se apoya en hombres débiles y falibles (v 28). El sacerdocio de Cristo, en cambio, se funda en un juramento del mismo Dios, del Dios fiel que, después de haber revelado a su Hijo (Sal 109,3ss), lo constituyó único mediador entre él y los hombres. Su mediación es, por consiguiente, única, perfecta, indefectible: sólo él puede permitirnos el acceso a Dios.

 

Evangelio: Marcos 12,28b-34

En aquel tiempo, 28 un maestro de la Ley se acercó a Jesús y le preguntó:

29 Jesús contestó:

32 El maestro de la Ley le dijo:

34 Jesús, viendo que había hablado con sensatez, le dijo:


En un contexto de hostilidades y disputas suscitadas por jefes de los sacerdotes, maestros de la Ley y ancianos del pueblo (capítulos 11 y 12) Marcos inserta el relato de este encuentro entre Jesús y un maestro de la Ley que se le acerca con ánimo abierto y leal. La pregunta del rabino no es una pregunta ociosa: en aquella época había en la ley de Moisés 248 mandamientos y 365 prohibiciones, subdivididos ulteriormente en categorías; la cuestión de cuál era el más importante era,por consiguiente, objeto de discusión. Jesús simplifica esta multiplicidad llevándola a lo esencial: responde con las palabras de la oración recitada tres veces al día por los judíos, el Shema` o «Escucha», tomado de Dt 6,4ss. El mandamiento «más importante» brota, por tanto, de la escucha (esto es, recibir por fe) y del reconocimiento de que nuestro Dios es el único Señor: de ahí procede la exigencia de unificar la vida en el amor a él, consagrándole enteramente nuestra voluntad, sentimientos, inteligencia, energías; sin embargo, a este mandamiento le añade Jesús inmediatamente un segundo, el del amor al prójimo como otro yo, y los presenta como dos aspectos de un mismo precepto divino: «No hay otro mandamiento más importante que éstos».

Por otra parte, el prójimo no es para Jesús simplemente el compatriota, como en Lv 19,18, sino todo hombre (cf. Lc 10,29-37): reinterpreta de este modo las normas tradicionales; su enseñanza es nueva y antigua al mismo tiempo, como muestra el apóstol Juan (1 Jn 2,7ss), que lo sintetiza de manera adecuada: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios ame también a su hermano» (1 Jn 4,20ss).

El interlocutor de Jesús aprueba su respuesta y comenta que el amor, entendido de este modo, es más agradable a Dios y eficaz para la salvación que muchos actos de culto. Y Jesús alaba al maestro de la Ley: gracias a su rectitud, está en el camino justo para entrar en el Reino de Dios, el reino del amor.


MEDITATIO

Son muchas las imágenes y las palabras que parecen aplastar al hombre de hoy, muchos los sacerdotes y los ritos de la antigua alianza, muchos los preceptos de la Ley... Esta multiplicidad nos desorienta, y necesitamos volver a encontrar un centro de gravedad, un hilo conductor para el camino de la vida. Jesús nos lleva simplemente al Uno, a aquel que es (Yuwx) y envuelve a cada ser en su abrazo vivificante. Él es el Amor y es nuestro Dios. ¿Cómo no hemos de ofrecernos entonces a él por completo a nosotros mismos? La multiplicidad queda unificada por el amor de Dios, que pide todo el amor del hombre. Son muchos nuestros afectos, amistades, relaciones interpersonales: a veces nos sentimos «triturados»...

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón»: si le damos todo lo que, por otra parte, viene de él, será el Espíritu de amor el que ame en nosotros. Son muchos los pensamientos, las preocupaciones y las dudas que nos asaltan, pero si queremos amar al Señor con toda nuestra mente los afrontaremos con una paz que antes no conocíamos.

Son muchas, demasiadas, las cosas que tenemos que hacer, los compromisos a los que tenemos que hacer frente, las actividades que hemos de llevar adelante: amemos al Señor con todas nuestras fuerzas y él será la fuerza que nos sostenga en la vertiginosa carrera de nuestra vida cotidiana. Si tendemos hacia esta única dirección, seremos impulsados por el mismo Señor hacia las múltiples direcciones de los hermanos. El mandamiento del Señor es uno, pero tiene dos aspectos, porque aprender a amar con el corazón de Dios significa hacerse próximo a cada hombre: así amó Jesús. Sí, el amor «vale más que todos los holocaustos y sacrificios», porque es sacrificio de por sí. Así se entregó Jesús.


ORATIO

Oh Dios, fuente única de todo lo que existe, tú eres nuestro Padre: concédenos el amor para que, fieles a tu mandamiento, podamos amarte con un corazón indiviso, buscándote en todas las cosas. Enséñanos a amarte «con toda la mente»: ilumina nuestra inteligencia para que, libre de la duda y de la vana presunción, sepa descubrir tu designio de salvación en la historia y en las circunstancias cotidianas.

Haz que te amemos «con todas nuestras fuerzas», consagrando a ti y a tu servicio nuestras capacidades y nuestros límites, nuestras acciones y nuestras impotencias, nuestros logros y nuestros fallos. Ayúdanos, Señor, a amarte en cada hermano que tú has puesto a nuestro lado y que tú fuiste el primero en amar, hasta el sacrificio de tu propio Hijo. Que su oblación eterna nos dé la fuerza y la alegría de perdernos a nosotros mismos en la caridad para recobrarnos plenamente en ti, que eres el Amor.

 

CONTEMPLATIO

Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Considerad, os lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque Dios es espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. El nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos rendirle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amáis, guardaréis mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica.

Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz os dejo, mi paz os doy. Mas ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena si no nos esforzamos en conservarla? Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano. Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz (Columbano, Instrucciones, 11).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Nosotros debemos amarnos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El rabí de Sasson contaba: Aprendí de un campesino cómo deben amar los hombres. Este campesino se encontraba con otros en una hospedería y estaba bebiendo. Se quedó callado durante mucho tiempo con los otros, pero cuando el vino le movió el corazón, dirigiéndose a un compañero que se sentaba a su lado, le preguntó: Dime, ¿me quieres o no? El otro respondió: Te quiero mucho. Y dijo el campesino a su vez: Dices que me quieres mucho; sin embargo, no sabes lo que necesito. Si verdaderamente me quisieras, lo sabrías. El amigo no se atrevió a rebatirle, y el campesino que le había preguntado calló de nuevo. Yo, en cambio, comprendí: amar a los hombres significa intentar conocer sus necesidades y sufrir sus penas (M. Buber, «Leggenda del Baal Sem», en G. Ravasi [ed.], II libro dei salmi: commento e attualizazione, Bolonia 1985, p. 694).