29° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 53,2a.3a.10ss

El Siervo del Señor 2 creció ante el Señor como un retoño,
como raíz en tierra árida.

3 Despreciado,
rechazado por los hombres,
abrumado de dolores
y familiarizado con el sufrimiento.

10 El Señor lo quebrantó con sufrimientos.
Por haberse entregado
en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia,
prolongará sus días
y, por medio de él,
tendrán éxito los planes del Señor.

11 Después de una vida de aflicción
comprenderá que no ha sufrido en vano.
Mi siervo traerá a muchos la salvación
cargando con sus culpas.


Esta perícopa refiere en síntesis el mensaje teológico y espiritual del «cuarto canto del Siervo de YHwH».

Este título tiene un sentido honorífico en la Biblia: se refiere a un hombre elegido previamente por el Señor para ser instrumento de su obra de salvación. Con todo, la acción del misterioso personaje, que da nombre a los cuatro cantos del Segundo Isaías, parece abocada desde el principio, no sólo al fracaso, sino también a la incomprensión y a la ignominia (cf vv. 2a.3a). Se le considera castigado por Dios precisamente mientras cumple la misión que le ha sido confiada (v. 1), una misión que consiste en cargar «sobre sí» las consecuencias del pecado de todos (v 1lb), es decir, «el castigo que nos procura la salvación» (v 5).

Los vv. 10ss, en particular, revelan que todo lo que se lleva a cabo mediante el sufrimiento aceptado con docilidad por el Siervo inocente (vv. 8a.9a) es voluntad de Dios, su proyecto amoroso: de este modo realiza el Señor la salvación. No se trata tanto de la liberación de los enemigos o de otras dificultades como de la «expiación de los pecados». En efecto, el Señor saca al hombre de la condición mortal causada por el pecado y lo introduce de nuevo en la comunión con él. La ofrenda de la vida del Siervo de YHWH se convierte en expiación; sin embargo, aquel que es Amor no dejará sin recompensa el sacrificio de quien amó hasta asumir «el pecado de muchos» (semitismo para indicar «todos»): a su sufrimiento se le promete una gran fecundidad («tendrá descendencia») y -de un modo que el profeta todavía no es capaz de precisar- su muerte se transformará en vida, su «noche» en luz, su extrema soledad en conocimiento de amor, o sea, en comunión bienaventurada con Dios (vv. l0b.l lb).

 

Segunda lectura: Hebreos 4,14-16

Hermanos: 14 ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos,mantengámonos firmes en la fe que profesamos. 15 Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado. 16 Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.


El tema del sacerdocio de Cristo tiene una importancia central en la carta a los Hebreos; en este pasaje se pone de manifiesto el aspecto de la compasión, introducido precedentemente (2, l 7ss) y desarrollado después en el capítulo 5. El autor sagrado nos exhorta a mantener una fe firme y perseverante y una confianza plena en la misericordia divina, que va más allá de nuestras «flaquezas», más allá de las heridas causadas por el pecado. En efecto, Cristo realiza aquello que durante siglos había permanecido como un rito simbólico: el sumo sacerdote atravesaba, el gran «día de la expiación», el espeso velo que delimitaba el santo de los santos en el templo, para comparecer ante la presencia de Dios y ofrecerle el sacrificio expiatorio por los pecados del pueblo. Ahora, Cristo «ha penetrado» no en una tienda, sino «en los cielos», es decir, ha penetrado en la trascendencia de Dios con la ofrenda de su propia sangre como sacrificio perfecto (9,11-14) y se ha sentado en su «trono» (v 16; cf. 10,12 y Ap 3,21). Estas afirmaciones atestiguan la divinidad de Cristo y, sin embargo, no lo alejan de nosotros, no lo hacen inaccesible, incapaz de comprender los sufrimientos y las tribulaciones de los hombres. El v 15 nos revela su plena humanidad, puesto que «ha experimentado todas» las flaquezas como nosotros, aunque no tenía pecado. Precisamente por eso puede Cristo rescatamos del pecado a nosotros, a quienes no se avergüenza de llamarnos hermanos (2,11), y puede darnos la alegría de acercarnos al trono de Dios con la certeza de que su señorío es omnipotencia de amor, gracia inagotable para socorrer a cuantos recurren a él en el momento de la prueba (v. 16).


Evangelio: Marcos 10,35-45

En aquel tiempo, 35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron:

36 Jesús les preguntó:

-¿Qué queréis que haga por vosotros?

37 Ellos le contestaron:

38 Jesús les replicó:

-No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?

39 Ellos le respondieron:

-Beberéis la copa que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado. 40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado.

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús les llamó y les dijo:


Jesús camina con paso decidido hacia Jerusalén (10,32), hacia la pasión, y no deja sitio a incertidumbres o componendas: revela una vez más a los suyos, que lo han dejado todo para seguirle (10,28), el final de aquel camino (vv. 33ss); sin embargo, tampoco los discípulos que le son más allegados comprenden, no son capacesde despojarse de las expectativas y las ambiciones de gloria exclusivamente humanas; creen que su Maestro es el Mesías esperado como triunfador y, atestiguándole su confianza, le piden tener una parte digna de consideración en el Reino que va a restablecer (v. 37). Jesús examina a estos aspirantes a «primeros ministros»; rectifica sus perspectivas, les indica con mayor claridad que su gloria pasa antes que nada por un camino de sufrimiento (ése es el sentido de las imágenes bíblicas de la «copa» y del «bautismo», a saber: sumergirse en las aguas entendidas como olas de muerte).

La disponibilidad que declaran, con ingenuo atrevimiento, Santiago y Juan no basta aún para obtenerles la promesa de un sitio de honor, porque la participación en la gloria de Cristo es un don que sólo Dios puede otorgar gratuitamente (v 40).

¿Y quién se hace digno de recibirlo? Jesús lo explica a los Doce, a quienes el deseo de ser los primeros pone en conflicto, y a nosotros, que también aspiramos siempre un poco al éxito y al poder: «No ha de ser así entre vosotros». Nos enseña que la realización hacia la que debemos tender no ha de tener como modelo el comportamiento de los «grandes» de este mundo, sino el de Cristo, siervo humilde glorificado por el Padre, que es, al mismo tiempo, el Hijo del hombre esperado para concluir la historia e inaugurar el Reino celestial. Este es el modelo de grandeza que propone Jesús a los suyos: el humilde servicio recíproco, la entrega incondicionada de uno mismo para el bien de los hermanos (vv 42-44).


MEDITATIO

La Palabra nos sale al encuentro para «convertirnos», o sea, según la etimología griega, para «hacernos cambiar de mentalidad». Y hoy, en particular, nos ofrece una nueva orientación a nuestra instintiva sed de grandeza, al deseo más o menos inconsciente de ser importantes. También nosotros, como todo el mundo, nos sentimos atraídos por un prestigio vistoso, por una autoridad dotada de un amplio radio de influencia, pero Jesús nos advierte: «No ha de ser así entre vosotros». Y nos enseña a aspirar a un tipo de grandeza poco ambicionado: el del amor incondicionado que se hace humilde servicio al prójimo, hasta entregar la propia vida.

Es una inversión completa de los valores que acostumbramos a preferir, pero nos proporciona la clave para comprender la misión de Cristo entre nosotros y nos pone ante una elección ineludible: él es el modelo cuya imagen y semejanza debemos reproducir en nosotros.

¿Debemos? ¿Acaso no es imposible? Como un eco nos responde el evangelio del domingo pasado: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios». Es el pecado, en efecto, lo que nos separa de Dios y desfigura en nosotros los rasgos de su rostro, pero el mismo Señor socorre nuestras flaquezas y expía todo el pecado humano, pidiendo a su Hijo inocente que cargue sobre sí las consecuencias. Si la revelación de la ilimitada misericordia divina nos hace guardar silencio, la contemplación de Jesús, asumiendo nuestras iniquidades para abrirnos el camino a la comunión con Dios, nos ayuda a salir de nuestros esquemas y a perseguir la grandeza verdadera.

El Dios tres veces santo nos perdona por la sangre de su Hijo: venid, adoremos. El Señor se hace siervo: venid, caminemos por su sendero.


ORATIO

Señor Jesús, como Santiago y Juan, también nosotros con frecuencia «queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte». No somos, en efecto, mejores que tusdos discípulos; sin embargo, también como ellos hemos escuchado tu enseñanza y querríamos recibir de ti la fuerza para llevarla a cabo, esa fuerza que condujo después a los hijos de Zebedeo a dar testimonio de ti con la vida...

Jesús, ayúdanos a comprender el amor que te impulsó a beber la copa del sufrimiento por nosotros, a sumergirte en las olas del dolor y de la muerte para arrancarnos de la muerte eterna a los pecadores. Ayúdanos a contemplar en tu extrema humillación la humildad de Dios. Libéranos de la necia presunción de someter a los otros e infunde en nuestro corazón la caridad verdadera, que nos hará sentirnos alegres de servir a todo hermano con el don de nuestra vida.

Dócil Siervo de YHWH, que con tu sacrificio expiatorio te has convertido en el verdadero sumo sacerdote misericordioso, tú conoces bien las flaquezas de nuestro espíritu y las pesadas cadenas de nuestros pecados: tú, que por nosotros derramaste tu sangre, purifícanos de toda culpa. Tú, que ahora estás sentado a la derecha del Padre, haznos siervos humildes de todos.


CONTEMPLATIO

Ya está, aquellos dos discípulos de nuestro Señor, los santos y grandes hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, como hemos leído en el evangelio, desean del Señor, nuestro Dios, poder sentarse en el Reino uno a su derecha y el otro a su izquierda. Es una gran cosa lo que desean, y no se les reprocha por el deseo, sino que se les llama al orden. En ellos ve el Señor el deseo de las cosas grandes y aprovecha la ocasión para enseñar el camino de la humildad. Los hombres no quieren beber el cáliz de la pasión, el cáliz de la humillación. ¿Desean cosas sublimes? Que amen las humildes. Para ascender a lo alto es preciso, en efecto, partir de lo bajo. Nadie puede construir un edificio elevado si antes no ha puesto abajo los cimientos.

Considerad todas estas cosas, hermanos míos, y partid de aquí, construíos en la fe a partir de aquí, para tomar el camino por el que podréis llegar a donde deseáis [...]. Cuanto más altos son los árboles, más profundas son sus raíces, porque todo lo que es alto parte siempre de lo bajo. Tú, hombre, tienes miedo de tener que hacer frente al ultraje de la humillación; sin embargo, es útil para ti beber ese cáliz tan amargo de la pasión. «¿Podéis beber el cáliz de los ultrajes, el cáliz de la hiel, el cáliz del vinagre, el cáliz de las amarguras, el cáliz lleno de veneno, el cáliz de todos los sufrimientos?» Si les hubieras dicho eso, más que animarles les habrías espantado. Ahora bien, donde hay comunión hay consuelo. ¿Qué miedo tienes entonces, siervo? Ese cáliz lo bebe también el Señor (Agustín, Sermón 20A, 5-8).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El pueblo, las naciones, los ciegos, los prisioneros, existen para nosotros, están presentes en nosotros, del mismo modo que existimos para nosotros mismos, como estamos presentes a nosotros mismos. Deben ser carne de nuestra carne, fibras de nuestro corazón. Deben ser acogidos sin descanso en nuestro pensamiento. Ellos y nosotros debemos ser, vitalmente, inseparables. Debemos poner en común su destino y nuestro destino, el destino que, para nosotros, es la consumación de la salvación. El cristiano animado por la pasión de Dios verá crecer en él la pasión por imitar la bondad paterna de Dios con una caridad fraterna cada vez más exigente y cada vez más verdadera. Ahora bien, este mismo cristiano, poseído cada vez más por el sentido de la alianza divina, querrá acercar a los hombres cada vez más a la salvación, obra suprema de la bondad de Dios por ellos. Y el cristiano, simultáneamente, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de la felicidad de cada uno de sus hermanos, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de su salvación. La felicidad y la salvación de los hombres coincidirán en lo más íntimo de cada uno; sin embargo, de esta coincidencia no saldrá ni confusión ni tensión estéril. El servicio a la felicidad humana que el cristiano perseguirá a semejanza de Dios, se ordenará, se jerarquizará, se encaminará asumiendo la gran perspectiva de la salvación (M. Delbrél, Noi delle strade, Turín 1988, pp. 230ss [edición española: Nosotros, gente de la calle, Estela, Barcelona 1971]).