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del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 50,5-9a

5 El Señor me ha abierto el oído
y yo no me he resistido
ni me he echado atrás.

6 Ofrecí la espalda
a los que me golpeaban,
mis mejillas
a los que mesaban mi barba;
no volví la cara
ante los insultos y salivazos.

7 El Señor me ayuda,
por eso soportaba los ultrajes,
por eso endurecí mi rostro
como el pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.

8 Mi defensor está cerca,
¿quién me quiere denunciar?
¡Comparezcamos juntos!
¿Quién me va a acusar?
¡Qué venga a decírmelo!

9 Sabed que me ayuda el Señor:
¿Quién me condenará?


Este fragmento forma parte del llamado «Tercer canto del Siervo de Ynwx» (Is 50,4-11). La misteriosa figura del «siervo» (¿un profeta?, ¿el pueblo de Israel?) está presentada como la de un discípulo fiel. El Señor le ha hecho capaz de escuchar la Palabra (v 5) que le dirige a diario a fin de que la transmita a los hombres de su tiempo, en los cuales han disminuido la fuerza y la confianza (v 4). La fidelidad del discípulo a la misión recibida encuentra la oposición de aquellos a quienes ha sido enviado. Latigazos, ultrajes (mesar la barba), insultos y salivazos: la persecución se ensaña con la persona del anónimo siervo, pero él no se echa atrás (v 6), fortalecido con la certeza de que YHWH está cerca de él.

No verá decepcionada su confianza: por eso puede hacer frente a sus enemigos de manera resuelta (v 7) e incluso desafiarles llamándoles a juicio (v 8). El Señor le ayuda (v 9a) y le hace justicia (v 8a). Todo intento perverso de acusar y condenar al siervo resultará vano (vv 8b.9a), porque Dios es testigo y garante de su justicia e inocencia.

 

Segunda lectura: Santiago 2,14-18

14 ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarle la fe? 15 Si un hermano o una hermana están desnudos y faltos del alimento cotidiano 16 y uno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y saciaos», pero no les da lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? 17 Así también la fe: si no tiene obras, está muerta en sí misma.

18 También se puede decir: «Tú tienes fe, yo tengo obras; muéstrame tu fe sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe».


Existe una preocupación central en la carta de Santiago: la fractura que opone, por una parte, a la Palabrade Dios escuchada y la fe proclamada y, por otra, la vida cotidiana. Se trata de una fractura que no sólo impide conseguir la salvación (v 14), sino que procura la muerte produciendo la ilusión de lo contrario.

Este pasaje ha sido leído por algunos como antítesis a la teología paulina de la salvación por mediación exclusiva de la fe. En realidad, es más correcto leer las vigorosas afirmaciones de Santiago como una llamada lanzada a los que, radicalizando las palabras de Pablo, las tergiversan, como si la relación con Dios se agotara en una adhesión interior a él. La fe auténtica, por el contrario, no puede dejar de manifestarse en gestos de amor, que obedecen a la Palabra del Señor. De otro modo, la fe resulta ineficaz, falsa: una ilusión (v 17). Igualmente, sería inexistente -si no sarcástico- un amor afirmado de palabra que no prestara ayuda concreta a la persona amada (vv. 15ss).

Santiago se sitúa aquí en la misma línea que la parábola del juicio narrada por el evangelista Mateo (cf. Mt 25,31-46): reconoce como seguidores de Jesús a los que, aun sin tener una fe explícita en su presencia, han socorrido a los necesitados, a los desamparados, a los despreciados... en sus necesidades. El apóstol Juan dice de una manera sintética en su primera carta: «Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18). La fe o se traduce en vida de amor o simplemente no existe. Mientras que las obras revelan la fe de quien las realiza -sea consciente o inconsciente de lo que hace-, no es verdad lo recíproco (v 18).

La salvación, por tanto, es don de Dios que ha de ser acogido creyendo en él, y las obras constituyen la respuesta positiva del hombre a ese don. «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

 

Evangelio: Marcos 8,27-35

En aquel tiempo, 27 Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y por el camino les preguntó:

—¿Quién dice la gente que soy yo?

28 Ellos le contestaron:

29 Él siguió preguntándoles:

—¿Y vosotros quién decís que soy yo? Pedro le respondió:

30 Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él.

31 Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley; que lo matarían y, a los tres días, resucitaría. 32 Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle. 33 Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole:

34 Después, Jesús reunió a la gente y a sus discípulos y les dijo:


Con este pasaje llega a un punto de atraque el itinerario que el evangelio de Marcos ha propuesto hasta aquí. Mediante el relato de las acciones de Jesús y las palabras con que las acompaña, el evangelista ha intentado hacer emerger la respuesta a la pregunta fundamental sobre la identidad de Jesús, cuyo nombre se había hecho famoso (cf. Mc 6,14). Ahora es el mismo Jesús quien explícita la pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?»(v 27). El grupo de los discípulos, erigiéndose en portavoz de las expectativas mesiánicas de Israel, refiere que Jesús es considerado como Juan el Bautista, o bien Elías -cuyo retorno debía preceder a la venida del Mesías (cf. Mal 3,1)- o algún profeta, cuya falta ya se advertía desde hacía mucho tiempo.

Y cuando Jesús plantea la pregunta directa: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v 29), Pedro, prototipo del discípulo, profesa su propia fe en Jesús reconociéndolo como Cristo, es decir, «mesías», «salvador». Los gestos que Jesús ha realizado, y que Marcos ha narrado en los ocho primeros capítulos de su evangelio, manifiestan el cumplimiento de las profecías mesiánicas. De este modo encuentra su explicación el primer atributo con el que el evangelista calificó a Jesús en el comienzo de su libro (cf. Mc 1,1b).

De ahora en adelante, su relato empieza a dar razón del segundo atributo: «Hijo de Dios» (Mc 1,1c). Esta segunda parte del evangelio, que será ratificada con otra profesión de fe, la de un pagano (el centurión: cf. 15,39), se abre con la autopresentación de Jesús, que esboza el modo como entiende y vive su propio mesiazgo: no como triunfo o éxito, sino como humillación y sufrimiento (v 31).

Con su reacción (v 32), Pedro se muestra ahora como prototipo de quien sigue una lógica diferente respecto a la de Dios, a la que se opone como Satanás. Jesús se muestra resuelto cuando recuerda a Pedro su lugar, que es detrás de él, único Maestro (v 33), y cuando precisa a todos las condiciones necesarias para ser discípulo suyo. Es menester dar la vuelta al propio modo de pensar de cada uno, a la imagen de Dios que se ha construido, a los objetivos que se había fijado. Es preciso seguir los pasos de Jesús. Hace falta proyectar nuestra existencia no como posesión egoísta y autosatisfactoria, sino como entrega (vv. 34ss).


MEDITATIO

¿Quién es para mí Jesús? La pregunta nos viene dirigida directamente. Nosotros somos hoy los discípulos que, habiendo vivido con Jesús, están invitados a pronunciarse sobre él. Puede resultar sencillo repetir una fórmula aprendida en el catecismo o asumir una posición aceptable por la mayoría sin una excesiva implicación personal: Jesús es el Señor, Jesús es un gran hombre, Jesús es el protector de los débiles...

¿Quién es para mí Jesús? Toda respuesta suena vacía si no afecta a mi vida, si no expresa mi compromiso con él. Sí, Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el que nos ha revelado el amor del Padre por todos y en particular por los indefensos. Reconocerle y aceptarle como tal, invocarle como Señor, adquiere su significado pleno si, en consecuencia, le sigo en su camino. El amor que Jesús nos da y nos hace conocer es el amor de quien da la vida por los otros y paga cualquier precio con tal de permanecer fiel a ese amor. Jesús es verdaderamente nuestro Señor, si nosotros, dejando de lado nuestros proyectos mezquinos, asumimos el suyo, sin dejarnos condicionar por la mentalidad corriente, absolutamente centrada en el beneficio y en el culto a nosotros mismos.

Nuestras obras expresan la verdad de nuestra decisión, de nuestra respuesta a la pregunta sobre la identidad de Jesús.


ORATIO

Perdóname, Señor Jesús: también hoy he tenido miedo del rechazo y de la burla. No he conseguido seguirte en tu camino y me he rebajado a pactos con los criterios que, en este mundo, permiten estar de la parte de losvencedores. Tú elegiste el amor y fuiste escarnecido, no te creyeron y, por último, te mataron. Nunca dejaste de amar ni de demostrar amor: lo que decías lo ponías en práctica. Fuiste un derrotado para las crónicas mundanas, pero en el silencio de una aurora de primavera, resucitaste de la muerte. El amor, nos dijiste, es la única salvación, y creer en ti derrota todo abuso, todo egoísmo tiránico.

Perdóname, Señor Jesús, cuando expreso mi fe sólo de palabra, cuando me refugio en el escondite del «así hacen todos», en vez de saborear los espacios abiertos de tus caminos, a lo largo de los cuales se experimenta la alegría de dar la vida por los hermanos.


CONTEMPLATIO

Quien se libera del hombre viejo y de sus obras reniega de sí mismo y puede decir: «Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí»; toma, en efecto, su cruz y es un crucificado para el mundo. Y el que ha crucificado en sí mismo el mundo, ése sigue al Señor crucificado. Pedro, que se escandalizó con el anuncio de la muerte del Señor, fue regañado severamente por el mismo Jesús: de este modo, los discípulos se vieron invitados a renegar de sí mismos, a tomar su cruz y a seguir al Maestro con el ánimo de quien se encuentra siempre en peligro de muerte.

A las palabras amargas les siguen las alegres, y el Señor anuncia: «El Hijo del hombre vendrá en la gloria del Padre con sus ángeles». Si temes la muerte, escucha la gloria del que triunfa. Si te espanta la cruz, escucha el homenaje que le rinden los ángeles. «Y entonces», añade el Señor, «dará a cada uno según sus obras». No hay distinción entre judíos y paganos, entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos, porque no son las personas, sino las obras las que serán sometidas a juicio (Jerónimo, Commento al vangelo di Matteo, Roma 1969, pp. 167ss).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Que yo muestre, Señor, con mis obras mi fe en ti».


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Quién es Jesucristo para Ignacio Silone?

Es la expresión más elevada, más pura, más fecunda de la humanidad. En él se encarnan y se sintetizan esos valores que constituyen la base de toda civilización y que determinan la verdad —es decir, la autenticidad y la grandeza— de todo hombre. No elaboró un sistema filosófico o teológico, ni siquiera fundó una religión; no estableció pactos con el poder, no lisonjeó los bajos instintos del hombre, no vaciló en proponer una doctrina moral fuera de todos los esquemas, incluso «escandalosa», no tuvo miedo de ir contracorriente ni de introducir el desorden. Encarnando su mensaje en su persona, proclamó algunas verdades «locas», aunque sublimes y fecundas. En L'awentura d'un povero cristiano, Pier Celestino dirige a Bonifacio VIII estas palabras: «Pero si se despoja al cristianismo de sus llamadas cosas absurdas para hacerlo agradable al mundo, tal como es, y apto para el ejercicio del poder, ¿qué queda de él? Sabéis que la racionabilidad, el sentido común, las virtudes naturales existían, ya antes de Cristo, y se encuentran también ahora en muchos que no son cristianos. ¿Qué es lo que Cristo nos ha traído de más? Precisamente, algunas cosas absurdas en apariencia. Nos ha dicho: amad la pobreza, amad a los humillados y a los ofendidos, amad a vuestros enemigos, no os preocupéis por el poder, por la carrera, por los honores; son cosas efímeras, indignas de almas inmortales...» (p. 244).

A causa de sus «absurdos», Jesús se ve o bien rechazado, o bien domesticado, o bien escarnecido. [El] prefirió el patíbulo de la cruz después de haber proclamado que quien quiera seguirle debe renegar de sí mismo y tomar su cruz. Pero los detentadores del sentido común y, sobre todo, los sacerdotes «cuentan con una experiencia secular en el arte de hacer la cruz inocua» (II seme sotto la neve, p. 159). Aliándose con el poder, han reducido el cristianismo a instrumento de estabilidad social, pese a que aquél se fundamenta en la injusticia. Todo eso es traicionar a Cristo. Sustituyendo la imagen de Jesús crucificado y agonizante por la del Jesús «clerical, resucitado triunfante», ha traicionado la Iglesia a su Señor. Afortunadamente para nosotros, no puede impedir «que, de vez en cuando, algunos cristianos sencillos tomen la cruz en serio y actúen como locos» (II seme sotto la neve, p.159), ofreciéndose, a cuantos quieran verlo, como auténticos testigos de Jesús (F. Castelli, Volti di Gesú nella Ietteratura moderna, Cinisello B. 1987).