10° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 3,9-15

Después de que Adán hubiera comido del árbol, 9 el Señor Dios llamó al hombre diciendo:

-¿Dónde estás? El hombre respondió:

10 -Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo.

11 El Señor Dios replicó:

-¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?

12 Respondió el hombre:

-La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí.

13 Entonces el Señor Dios dijo a la mujer:

 -¿Qué es lo que has hecho?

Y ella respondió:

-La serpiente me engañó, y comí.

14 Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente:

Por haber hecho eso,
serás maldita entre todos los animales
y entre todas las bestias del campo.
Te arrastrarás sobre tu vientre
y comerás polvo todos los días de tu vida.
15
Pondré enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje y el suyo;
él te herirá en la cabeza,
pero tú sólo herirás su talón.


¿Quién es el hombre? La visión religiosa de los «comienzos» lo presenta ya como un ser «dividido», en sí mismo y fuera de sí, respecto al otro-mujer y al Otro Dios. Su historia aparece desde los orígenes como historia de engaño y de hostilidad. Y aquí aparece tratada de nuevo la condición de «pecado» en la que cada persona se encuentra desde su nacimiento y que marca su experiencia de la vida. Frente a la llamada de Dios («¿Dónde estás?), surge en el hombre el miedo («Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y...»), la debilidad («estaba desnudo»), que le lleva a esconderse de los ojos del Señor («me escondí»). El desconcierto producido entre el hombre y la mujer por el pecado es evidente: ambos se acusan recíprocamente, descargan la responsabilidad de sus propias acciones en el otro.

La presencia misteriosa del «tentador» (satanás, el adversario), de «aquel que divide» (diábolos), en la historia de los hombres y de cada persona es, para el texto del Génesis, una experiencia real y constante: de nuestra historia forma parte un misterio de iniquidad; sin embargo, la lectura bíblica no concluye en el pesimismo trágico o en la desesperación, sino en una visión abierta a la esperanza: las palabras pronunciadas por Dios, que condenan el mal y dejan entrever que a este mal se le «herirá en la cabeza», a pesar de su continua asechanza, provocan al hombre a la confesión, o sea, al reconocimiento simultáneo del «poder» de Dios y del propio «pecado». Ésta es la premisa necesaria para pedir y acoger el perdón que salva.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 4,13-5,1

Hermanos: 13 Pero como tenemos aquel mismo espíritu de fe del que dice la Escritura: Creí y por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos, 14 sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros. 15 Porque todo esto es para vuestro bien, para que la gracia, difundida abundantemente en muchos, haga crecer la acción de gracias para gloria de Dios.

16 Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición fisica se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. 17 Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria; 18 a nosotros, que hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.

5,1 Sabemos, en efecto, que aunque se desmorone esta tienda que nos sirve de morada terrenal, tenemos una casa hecha por Dios, una morada eterna en los cielos, que no ha sido construida por mano de hombres.


Pablo prosigue y ahonda en esta lectura el desarrollo del motivo por el que quien se pone a seguir a Jesucristo acepta con alegría la lógica de la cruz: Cristo nos salva a través de su muerte.

La victoria sobre el mal es, para el cristiano, una obra exclusiva de Dios: el hombre, por sí solo, sería herido inevitablemente por el misterio de iniquidad que marca su historia. Es el amor de Dios Padre el único que está en condiciones de «destruir con su muerte [Cristo] al que tenía poder para matar, es decir, al diablo» (Heb 2,14). La lectura recuerda desde el comienzo el centro de la fe y de la esperanza de los cristianos: «Sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros» (v 14). ¿Cómo no pensar aquí en la certeza que el apóstol Juan pretende transmitir de manera vigorosa en su evangelio cuando, al describir el momento en el que el mal parece llevar las de ganar, es decir, en el momento de la muerte de Jesús, afirma que precisamente en ese momento «el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera» (Jn 12,31)?

La presente lectura comunica esta confiada certeza a todos los creyentes: aunque nuestro hombre exterior, o sea, nuestra condición física, frágil y provisional, «se vaya deteriorando» inevitablemente, el «interior» se puede renovar de día en día; sin embargo, es preciso no fijar la mirada en las «cosas que se ven», sino orientarla hacia «las que no se ven», que «son eternas». En efecto, la asimilación a Cristo nos hace esperar recibir «una casa hecha por Dios, una morada eterna en los cielos, que no ha sido construida por mano de hombres».

 

Evangelio: Marcos 3,20-35

En aquel tiempo, 20 volvió a casa y de nuevo se reunió tanta gente que no podían ni comer. 21 Sus parientes, al enterarse, fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado.

22 Los maestros de la Ley que habían bajado de Jerusalén decían:

-Tiene dentro a Belzebú.

Y añadían:

-Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios.

23 Jesús los llamó y les propuso estas comparaciones:

-¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? 24 Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. 25 Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no puede subsistir. 26 Si Satanás se ha rebelado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, sino que está llegando a su fin. 27 Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear su ajuar si primero no ata al fuerte; sólo entonces podrá saquear su casa.

28 Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan, 29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno.

30 Decía esto porque le acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.

31 Llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, le mandaron llamar. 32 La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron:

-¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.

33 Jesús les respondió:

-¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?

34 Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió:

-Éstos son mi madre y mis hermanos. 35 El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.


Cristo, ¿quién eres? El evangelio cuenta la vida de Jesús como una lucha continua contra el mal que tiende a dominar al hombre. El «Hijo del hombre» se encuentra frente a frente con el poder destructor del mal, al que contrapone la promesa y la experiencia del Reino de Dios, que ha llegado a nosotros con él.

El motivo central del evangelio de hoy es, precisamente, la pregunta sobre quién es Jesús para el hombre. La primera parte del texto se concentra en la negación de los que se oponen a reconocer en Jesús la presencia de Dios. La acusación de ser un «endemoniado» («Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios»: v 22) provoca una respuesta reveladora por parte de Jesús: el poder del mal está en dividir, en disgregar, mientras que toda la vida y las acciones de Jesús manifiestan la fuerza sanadora de Dios. Jesús revela esta «verdad» religiosa dice el texto «en parábolas», o sea, a través de gestos y signos confiados a la libre acogida, a una decisión a favor o en contra de él. Esa es la razón de que la acogida o el rechazo de Jesús resulten determinantes para la lucha contra el poder del mal sobre los hombres. Éste es asimismo el sentido de esta enigmática afirmación del evangelio: «Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno».

El rechazo a ver en Jesús el signo de Dios presente entre nosotros constituye asimismo la clave de la respuesta a la pregunta con la que termina el evangelio de hoy: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Mirando a los que estaban junto a él, Jesús respondió de una manera espontánea y provocadora al mismo tiempo: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».


MEDITATIO

¿Es posible esperar una victoria sobre el mal? ¿Es posible, sobre todo, esperar una victoria sobre el inmenso sufrimiento causado por los hombres con sus acciones injustas? El cristiano da una respuesta positiva a estas preguntas, y no porque disponga de respuestas «racionales» al problema del mal -que es y sigue siendo algo carente de sentido- o de recetas fáciles para eliminarlo, sino porque puede referirse como modelo a Cristo y a su respuesta: sólo es posible vencer al mal contraponiéndole el bien. Dicho con otras palabras: el poder destructor del mal puede ser vencido sustituyéndolo por el «Reino de Dios». Quien en Jesús y a través de Jesús haya reconocido en acción la fuerza del amor de Dios a los hombres será también capaz de disponer de ánimo abierto, de sentir pasión por el hombre y de realizar obras -tal vez pequeñas en apariencia- que dejan entrever, no obstante, la posibilidad de una tierra más justa.

El anuncio del Reino de Dios, que implica una conversión por parte del hombre, hace aflorar toda la dimensión interpersonal de la vida cristiana: hoy se usa con frecuencia la palabra reconciliación, y, en efecto, ésta es la realidad misteriosa que constituye la Iglesia. La historia de los hombres se presenta por doquier como historia de rupturas, de clausuras, como negación de la comunión y, por ende, como ausencia de salvación. Y en su esfuerzo por encontrar sentido a su propia vida, cada uno de nosotros se debate con esta tentación, y las relaciones que construye están marcadas frecuentemente por el odio, por la violencia, por las divisiones.

Ahora bien, referirse a Jesús de Nazaret como «salvador», como alguien que revela el sentido último de la vida humana, implica que el hombre creyente encuentre en él la fuerza para salir de este misterio del mal. Muchos textos del Nuevo Testamento presentan a Jesús como alguien que ha sido invitado por Dios para reconciliar, para establecer la paz. Aceptar a Jesús en nuestra propia vida (eso es, en definitiva, lo que quiere decir creer) significa asimismo aceptar su acción reconciliadora: así se convierte Jesús no sólo en palabra reveladora de sentido, sino en Dios con nosotros, que une a los hombres entre ellos y con el Padre.


ORATIO

Desde lo hondo gritamos a ti, oh Padre: escucha nuestra voz. Si consideras nuestras culpas, ¿quién podrá esperar la salvación? No nos escondas tu rostro, sino manifiéstanos tu misericordia.

Líbranos del egoísmo, del odio y de la violencia. Haz que nuestro corazón no se endurezca, sino que se abra a la palabra liberadora y a la acción reconciliadora de tu Cristo. Haz que él venga entre nosotros como el agua que lava y apaga la sed, que purifica y da vida.

Danos tu Espíritu, que renueva la faz de la tierra: que haga de nosotros personas libres y capaces de liberar a los otros, que reavive en nosotros el recuerdo de tu amor perenne, a fin de que alimente nuestra fe y nuestra esperanza, hasta el día en que podamos verte en tu gloria.


CONTEMPLATIO

Después de que el hombre fuera corregido inicialmente de muchos modos a causa de sus muchos pecados, que habían crecido desde la raíz del mal por diferentes causas y en diferentes circunstancias; después de que fuera amonestado por la Palabra de Dios, por la ley, por los profetas, por los beneficios, por las amenazas, por los golpes, por el diluvio, por los incendios, por las guerras, por las victorias, por las derrotas, por los signos enviados desde el cielo, por el aire, por la tierra, por el mar, por los trastornos imprevistos de hombres, ciudades y pueblos (y el fin de todo esto era extirpar el mal con todos estos signos), al final fue menester recurrir a un remedio más eficaz para sus enfermedades, que eran cada vez más graves: homicidios, adulterios, perjurios, pederastia, idolatría, que es el peor y el primero de todos los males, y por el que no se adora al Creador, sino a la criatura (cf. Rom 1,25). Puesto que estos vicios necesitaban un remedio más eficaz, lo obtuvieron. Este remedio fue el mismo Logos de Dios, el que era antes de los siglos, el invisible, incomprensible, incorpóreo, el Principio que procede del principio, la luz que procede de la luz (cf Jn 8,1), la fuente de la vida (cf Jn 1,4) y de la inmortalidad, la impronta (cf. Heb 1,3) de la belleza del arquetipo, el sello inmutable (cf. Jn 6,27), la imagen inmóvil, el término y la Palabra del Padre (Gregorio Nacianceno, Sobre la Pascua, 45,9).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El Señor es mi roca y mi fortaleza, mi libertador» (cf. Sal 18,3).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El ser humano puede llegar a ser y se hace, de hecho, culpable. Esta es una convicción cristiana fundamental de fe. La encontramos expresada de manera clara o implícita en todos los escritos de la Biblia. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). La convicción de la posibilidad de la realidad de la culpa humana no brota sólo de la revelación divina de la antigua y de la nueva alianza. Se basa asimismo en la experiencia humana cotidiana, en cuyo interior conocemos nuestro fracaso personal, la libertad, la responsabilidad y la culpa [...].

La libertad es una realidad que se nos da en virtud de que el hombre es persona, aunque no es plenamente comprensible de un modo analítico. La libertad podemos experimentarla, pero no comprenderla. De este carácter incomprensible participa asimismo la culpa, en cuanto abuso de la libertad. En el fondo, no es posible explicar ni las decisiones libres ni el fracaso culpable. Sólo es posible explicar los procesos que pueden estar motivados y pueden ser esclarecidos sobre la base de la regularidad, en cuanto desarrollos necesarios. La libertad o, mejor aún, la libertad de elección atestigua en realidad precisamente lo contrario de la regularidad y de la necesidad.

En la esencial incapacidad en que nos encontramos de «llevar las bridas» de nuestras propias decisiones libres y de nuestra propia culpabilidad, de comprender del todo y de demostrarlas de una manera convincente, ahí precisamente, en esa incapacidad, es donde se fundamenta la posibilidad de negarlas. Si queremos escapar del peligro que supone semejante desconocimiento de nosotros mismos, debemos mantenernos abiertos al testimonio de la revelación y a la experiencia de nosotros mismos que aparece en la conciencia (D. Grothues, Schuld und Vergebung, Múnich 1972, pp. 7ss; existe trad. italiana: Amare il prossimo, Brescia 1991, pp. 139ss).