2° domingo
del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Samuel 3,3-10.19

 

En aquellos días, 3 Samuel estaba durmiendo en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. 4 El Señor llamó a Samuel:

Él respondió:

-Aquí estoy.

5 Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo:

Elí respondió:

Y Samuel fue a acostarse. 6 Pero el Señor lo llamó otra vez:

Samuel se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo:

Respondió Elí:

7 (Samuel no conocía todavía al Señor. No se le había revelado aún la Palabra del Señor.)

8 Por tercera vez llamó el Señor a Samuel:

Él se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo:

-Aquí estoy, porque me has llamado.

Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven, 9 y le dijo:

-Vete a acostarte y, si te llaman, dices: Habla, Señor, que tu siervo escucha.

Samuel fue y se acostó en su sitio.

10 Vino el Señor, se acercó y lo llamó como las otras veces:

Samuel respondió:

19 Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.


En los versículos que preceden al fragmento litúrgico de hoy se dice que la Palabra profética era rara en aquellos tiempos en Israel (1 Sm 3,1), pero el narrador añade asimismo que la «la lámpara de Dios todavía no se había apagado» (v. 2). El hecho de que ésta arda incesantemente en el templo significa que Dios, a pesar de todo, continúa velando sobre el pueblo de Israel y que su fidelidad a las promesas no ha desaparecido. Sobre esa presencia indefectible de Dios reposa la verdadera esperanza de Israel. En estos tiempos oscuros, la misericordia de Dios está preparando, en efecto, una etapa nueva para el pueblo, una etapa de la que la llamada de Samuel constituye un momento importante.

Mientras todos están durmiendo, la Palabra de Dios vigila y llama a un hombre para que se convierta en instrumento suyo. La vocación de Samuel configura la relación entre Dios y el llamado como una relación «pedagógica» de maestro a discípulo, semejante, por consiguiente, a la relación que se instaurará en el Nuevo Testamento entre Jesús y sus discípulos.

La pedagogía de Dios es admirable: procede por grados, permitiendo a Samuel, que todavía es muy joven, llegar a comprender la misión a la que YHWH le destina. En este camino que conduce al reconocimiento de la llamada del Señor, Samuel encuentra un guía en Elí. Éste muestra con el niño toda la prudencia requerida para la tarea; se comporta como un verdadero educador, como alguien capaz de intuir la naturaleza de la experiencia profunda por la que está pasando Samuel: «Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven» (v 8). Sin sustituirle, le ayuda a abrirse a la iniciativa de Dios. Nadie puede decidir por otro en lo que respecta a la vocación; por eso remite Elí al muchacho a la escucha dócil de la Palabra de Dios, y, de este modo, se abre el joven Samuel a la comprometedora misión profética: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v 9).

 

Segunda lectura: 1 Corintios 6,13c-15a.17-20

Hermanos: El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. 14 Dios, por su parte, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros con su poder.

15 ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? 17 El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. 18 Huid de la lujuria. Todo pecado cometido por el hombre queda fuera del cuerpo, pero el lujurioso peca contra su propio cuerpo. 19 ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no os pertenecéis a vosotros mismos. 20 Habéis sido comprados a buen precio; dad, pues, gloria a Dios con vuestro cuerpo.


En la comunidad de Corinto hay un grupo de cristianos que se consideran perfectos y maduros. Su presunción se expresa en dos direcciones opuestas en el plano operativo, aunque son convergentes por su aspiración profunda. Algunos proponen un ascetismo radical frente al sexo, proclamando la abstinencia sexual más absoluta e incondicionada (cf. 1 Cor 7). Otros optan, en cambio, por una sexualidad sin freno, en nombre de una pretendida irrelevancia de la misma respecto a la salvación que nos ha sido dada en Cristo. Pablo se dirige a estos últimos.

Los «libertarios» de Corinto -en conformidad con la jactanciosa idea de un «yo» espiritual que domina sobre todo- han tomado como manifiesto de su desarreglo el eslogan de la libertad cristiana: «Todo me es lícito» (v 12a). El apóstol no se opone -en la línea de principios- a la afirmación de la libertad cristiana, pero cambia en su raíz el sentido del manifiesto de los propios interlocutores, haciendo valer el criterio decisorio de lo que es ventajoso y constructivo, especialmente en el ámbito eclesial. Estos «libertarios» ostentan, en efecto, una libertad plena frente a las cosas de este mundo, ignorando, sin embargo, que su comportamiento debe ser coherente con el fundamento de la vida cristiana, con la redención que han recibido: «Habéis sido comprados a buen precio» (v. 20).

La segunda objeción toca más de cerca al sentido de la sexualidad. Pablo, contra todo dualismo griego -que contrapone el alma al cuerpo-, afirma la densidad y la seriedad humana del acto sexual, que implica a toda la persona y no sólo a la corporeidad (v 18). Más aún, el cuerpo está destinado a la resurrección y, en consecuencia, no puede ser para la lujuria, sino «para el Señor» (v. 13). Precisamente, la fe en la resurrección de Cristo y de toda la humanidad impulsa aquí a una elevadísima concepción de la corporeidad: a través de los gestos y de las relaciones con los otros se expresa y se potencia (o se contradice) la pertenencia del cristiano al Señor, algo que la resurrección final mostrará en plenitud.

Hay también, por último, otra razón: el cristiano se ha convertido, con la totalidad de su propia persona, enun miembro del cuerpo eclesial de Cristo y es templo del Espíritu (vv. 15.19). Y, por eso, está llamado a decidir si usa su propio cuerpo a la manera de la «carne», de modo lujurioso, o bien para vivir de modo concreto la relación con Cristo, con quien forma un solo «espíritu», o sea, una unión misteriosa realizada por el Espíritu (v 17).

 

Evangelio: Juan 1,35-42

35 Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. 36 De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo:

-Éste es el Cordero de Dios.

37 Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús. 38 Jesús se volvió y, viendo que le seguían, les preguntó:

39 Él les respondió:

Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde.

40 Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. 41 Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo:

-Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo). 42 Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo:


Juan sitúa la llamada de los primeros discípulos en el «tercer día» de la primera sección de su evangelio (Jn 1,19-2,11): la «semana inaugural» que culmina en las bodas de Caná. La organización del material narrativo en seis días remite al relato de la creación, con la aparición del hombre y de la mujer en el sexto día, y proclama de una manera implícita que la nueva misión de Jesús tiende a una nueva creación de la humanidad.

El encuentro entre Jesús y los discípulos tiene lugar a través de la presencia de un testigo, el Bautista. Este último es capaz de ir más allá de las apariencias, abriéndose a una mirada de fe que sabe reconocer el misterio que mora en Jesús, una mirada que comunica a dos de sus discípulos que estaban allí presentes: «Este es el Cordero de Dios» (v. 36).

¿Qué es lo que ha vislumbrado el Bautista en Jesús cuando le declara Cordero de Dios? El tema vuelve en la alusión al cordero pascual de Jn 19,36. En este hombre que está pasando reconoce, por tanto, el Bautista a aquel que derrama su propia sangre para hacer presente al Dios del Éxodo, al Dios de la renovación de la vida. Al oírle hablar así, los dos discípulos del Bautista siguieron a Jesús (v. 37), impulsados por una búsqueda que, sin embargo, debe acceder a una ulterior claridad. Esto tiene lugar cuando Jesús se vuelve y les pregunta: «Qué buscáis» (v. 38). Se trata de una pregunta que les plantea como consecuencia de haberlos «contemplado» (eso es lo que dice el texto griego al pie de la letra) en el acto de seguirle. El mismo Jesús se queda sorprendido y admirado del milagro del seguimiento. He aquí, por tanto, la justa petición del verdadero discípulo: «Rabí, ¿dónde vives?» (v. 38). Más que saber lo que enseña Jesús, es preciso estar con él allí donde mora. La morada de Jesús es su estar junto al Padre como Hijo amado. Ese es su secreto, y por la continuación del Evangelio se volverá evidente que convertirse en discípulo suyo significa entrar en la misma relación de amor que él mantiene con el Padre. Por eso les invita a «venir» y «ver», esto es, a tener experiencia de él y de la comunión con el Padre.

De los dos discípulos queda aquí uno anónimo, aunque muchos exégetas se inclinan por reconocer en él al discípulo amado, mientras que el otro es Andrés. Éste es el discípulo «positivo», la persona de la escucha, el paradigma del auténtico seguimiento que se encarga de dar testimonio de cuanto vivieron el día en el que se detuvieron junto a Jesús (v. 39). Andrés conduce, pues, a Jesús a su hermano Simón (v 42). El cambio del nombre de Simón por el de Cefas indica precisamente la profunda transformación de la persona gracias al amor de Jesús; sin embargo, Simón sigue, de momento, cerrado todavía a esa adhesión de fe que se llevará a cabo, trabajosamente, más tarde.


MEDITATIO

La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros discípulos acaecen, en efecto, como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel y todavía más el Bautista con sus dos discípulos.

Con todo, para llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado, por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él».

En este morar con él adquiere su vigor la contemplación y la escucha, el ponernos a su disposición con todas nuestras energías, como dijo Samuel, con la simplicidad de un niño: «Habla, que tu siervo escucha». Sólo permaneciendo con Jesús comprenderemos de verdad que hemos sido comprados a un precio elevado y nos hemos convertido en templo del Espíritu Santo.


ORATIO

Señor, tú me has comprado, verdaderamente, a un precio elevado; me has convertido en uno de los miembros de tu cuerpo y en templo del Espíritu Santo. Te bendigo por la grandeza de la llamada con la que me has obsequiado y porque tu Palabra orienta de continuo mi búsqueda hacia un verdadero encuentro contigo.

Pongo a tus pies todas las ambigüedades de mis expectativas y de mis proyectos, para que sea tu voz la que guíe mis pasos hacia ti. Ayúdame a detenerme junto a ti,a no temer el silencio de la contemplación, ese silencio que me permite experimentar de una manera profunda tu amistad. Haz que pueda conocerte no por lo que he oído de ti, sino por haberte encontrado de verdad, y que tu gracia me comprometa totalmente y renueve todas las fibras de mi ser, puesto que deseo morar contigo y permanecer en tu amor. Sólo así podré llegar a ser un testigo tuyo y regalar a mis hermanos y hermanas el precioso tesoro de la fe en ti.

Me reconozco fácilmente en Pedro, reacio a reconocerte como su Maestro y Señor, pero deseo llegar a ser cada vez más parecido al discípulo amado y encontrar en mi corazón la disponibilidad y el entusiasmo con los que Samuel respondió a tu llamada. Como él, también yo deseo poder responder: «Habla, que tu siervo escucha». Por eso, hoy, quiero abrir mi corazón a una renovada escucha de tu Palabra, oh Señor, para seguirte de manera concreta en las opciones que se me presenten en la vida.


CONTEMPLATIO

«Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a Jesús.» Los que poco antes habían recibido el talento, lo hacen fructificar de inmediato y lo ofrecen al Señor.

Estas almas, que están dispuestas a escuchar y aprender, no necesitan muchas palabras para ser instruidas, ni tampoco un prolongado período de años y meses para producir el fruto de la enseñanza. Al contrario, alcanzan la perfección desde el comienzo de su aprendizaje. «Da al sabio y se hará más sabio, instruye al justo y aumentará su ciencia» (Prov 9,9). Andrés, por tanto, salva a Pedro, su hermano, e indica, con pocas palabras, todo el gran misterio. Dice, en efecto: «Hemos encontrado al Mesías», o sea, «el tesoro escondido en el campo o la perla preciosa», según otra parábola del evangelio (cf. Mt 13,44ss).

Entonces Jesús le miró a los ojos, como conviene a Dios, que conoce «las mentes y los corazones» (Sal 7,10) y prevé la gran piedad que alcanzará aquel discípulo, la excelsa virtud y la perfección a las que será elevado [...] Después, no queriendo que siguiera llamándose Simón, y considerándolo ya en su potestad, con una homonimia le llamó Pedro, de «piedra», mostrando de manera anticipada que sobre él fundaría su Iglesia (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de Juan, II, 1, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Aquí estoy, porque me has llamado» (1 Sm 3,5).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Señor Jesús, te miro, y mis ojos están fijos en tus ojos. Tus ojos penetran el misterio eterno de o divino y ven la gloria de Dios. Y son los mismos ojos que vieron Simón, Andrés, Natanael y Leví [...]. Tus ojos, Señor, ven con una sola mirada el inagotable amor de Dios y la angustia, aparentemente sin fin, de los que han perdido la fe en este amor y son «como ovejas sin pastor».

Cuando miro en tus ojos me espantan, porque penetran como lenguas de fuego en lo más íntimo de mi ser, aunque también me consuelan, porque esas llamas son purificadoras y sonadoras. Tus ojos son muy severos, pero también muy amorosos; desenmascaran, pero protegen; penetran, pero acarician;son muy profundos, pero también muy íntimos; muy distantes, pero también invitadores.

Me voy dando cuenta poco a poco de que, más que «ver», deseo «ser visto»: ser visto por ti. Deseo permanecer solícito bajo tu morada y crecer fuerte y suave a tu vista. Señor, hazme ver lo que tú ves -el amor de Dios y el sufrimiento de la gente-, a fin de que mis ojos se vuelvan cada vez más como los tuyos, ojos que puedan sanar los corazones heridos (H. J. M. Nouwen, In cammino verso /'alba di un giorno nuovo, Brescia 1997, pp. 88ss).