Salmo 109,1-5.7

El Señor a mi Señor...

«Entonces se oyó esta voz venida del cielo: "Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo"» (Jn 12,28).

 

Presentación

Es el salmo mesiánico por excelencia, el más citado en el Nuevo Testamento y uno de los más importantes del salterio. Por lo que corresponde al género literario, se le sitúa entre los salmos reales, porque está dirigido, al parecer, a un rey de Jerusalén con ocasión de su entronización. Se trata de una composición arcaica muy usada y adaptada a lo largo de los siglos, por eso resulta difícil establecer correctamente su texto original. Está constituido por dos partes, de las que cada una lleva un oráculo dirigido a un rey guerrero, probablemente David.

1Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies».

2Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

3«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;

yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora».

4El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».

5El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

7En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El poema podría ser una composición destinada al uso litúrgico. Estuvo dirigido, en un primer momento, a un rey davídico, pero poco a poco fue asumiendo un color decididamente mesiánico. El primer oráculo, que tiene como objeto la realeza, se abre con una fórmula de entronización: «Siéntate a mi derecha...» (v 1). El rey está llamado, por consiguiente, a participar de una gran dignidad. Sin embargo, a diferencia de los monarcas orientales, a los que se consideraba de estirpe divina, se convierte en el lugarteniente visible de «el que habita en el cielo» (Sal 2,4). El Señor le promete asistirle en la defensa de su pueblo derrotando a todos sus enemigos, es decir, a los reinos injustos y a las fuerzas del mal, hasta ponerlos -siguiendo un uso conocido en el antiguo Oriente- como «estrado» de sus pies; allí se representaba o esculpía el rostro de los enemigos derrotados. El Señor concede también a su rey un gran poder: el cetro, signo de la soberanía.

El v. 3 se ha prestado a diferentes interpretaciones. La que tal vez corresponda mejor al contexto literario lee en él el compromiso del pueblo que, ante el ejército formado para la solemne parada de la entronización, promete lealtad al combatir por el rey y por la nación.

A este primer oráculo militar le sigue otro en el que el Señor le concede también al soberano la dignidad sacerdotal. Esta no se le confiere según el orden de Aarón, que implicaba la imposición de las manos (Lv 8-9; Éx 34), sino «según el rito de Melquisedec» (v 4), es decir, con una investidura que procede directamente de Dios.

Aunque con la dificultad de su interpretación, la segunda estrofa del salmo expresa una especie de marcha triunfal del rey-mesías, que recorre gloriosamente todo el mundo tomando fuerza de la benevolencia divina. El soberano que avanza con la cabeza alta de victoria en victoria -según la imagen del enigmático v. 7- se convierte cada vez más, a lo largo de los siglos, en figura del Mesías esperado, al que alude ampliamente el Nuevo Testamento.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Tal vez ningún texto del Primer Testamento atestigüe como éste la lenta evolución de su contenido para llegar a expresar la riqueza del misterio de Cristo. Tras nacer como salmo de entronización real, poco a poco sus acentos guerreros van asumiendo el significado de un canto dirigido a la suprema y pacífica victoria de nuestro Rey que, desde lo alto de una cruz, inaugura el «Reino de la verdad y la vida; el Reino de la santidad y la gracia; el Reino de la justicia, el amor y la paz» (prefacio de la misa de Cristo Rey).

También el v 3, que constituye un verdadero problema para los exégetas, ha pasado, desde el primitivo sentido militar, primero en la traducción de los Setenta y después en la Vulgata, a cantar de una manera sugestiva la filiación divina de Jesús por parte del Padre.

Es el mismo Cristo, por otra parte, quien lee en clave mesiánica este salmo durante su disputa con los fariseos (cf. Mt 22,41-45), aplicándoselo a sí mismo e inaugurando la interpretación cristiana del salmo. En el proceso judío (Mc 14,62) se funde también un versículo del salmo 109 con el pasaje de Dn 7,14 para indicar en Jesús, «Hijo de David», imputado ante el sanedrín, al «Hijo del hombre» del que habla el texto profético. Y en virtud de esta interpretación, considerada blasfema, se formula su condena a muerte.

La Iglesia primitiva (cf. Hch 2,34s) se sirve también del v 1 de este salmo para comprender el significado de la ascensión de Jesús al cielo, subrayando, más allá de su resurrección, «la elevación a la diestra de Dios», un tema entrañable asimismo para Juan y para los antiguos himnos cristológicos (Flp 2,6-11); 1 Tim 3,16).

Desde esta perspectiva se pone de relieve que Cristo resucitado es «Señor», Kyrios del universo, en cuanto que ha sido transferido a lo alto, se ha sentado «a la derecha» del Padre. Otras cartas apostólicas (1 Cor 15,22s; Ef 1,20-23; Heb 1,13; 10,12s) se detienen en la parte del versículo que dice: «Y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v 1), para ilustrar el tema de la redención total de todo el cosmos por parte de Cristo, vencedor supremo de la muerte.

Por otra parte, a Jesús se le considera en la carta a los Hebreos como sacerdote eterno «según el rito de Melquisedec» (v 4). Este es figura del sacerdocio perfecto y absoluto de Cristo, que ofrece pan y vino. De este modo, Jesús da plenitud de sentido a este salmo particularmente cristológico: Rey, Hijo de Dios, Sacerdote.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Así como un cristal refracta la luz descomponiéndola en colores, así también la liturgia dominical de las horas nos hace celebrar y contemplar en cada salmo el misterio de la resurrección de Cristo bajo múltiples aspectos. El Sal 109 abre las vísperas de modo solemne, como si nuestra mirada, sorprendida verdaderamente, abriera los cielos. Y como Esteban, también nosotros, en la fe, contemplamos a Jesús sentado a la derecha del Padre.

La resurrección ha inaugurado el último tiempo, que desemboca ahora en la eternidad. Cristo venció al pecado y a la muerte; se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18); sin embargo, el combate continúa, porque los enemigos que todavía deben serle sometidos están en nosotros, y nosotros sólo podemos entregarlos al Vencedor. Sí, el combate continúa, lo experimentamos cada día al ver que tenemos que hacer cuentas con el egoísmo, el orgullo y la superficialidad que con excesiva frecuencia guían nuestras decisiones. Ahora bien, si permanece en nosotros la tensión a Dios y seguimos estando unidos a Cristo, él mismo nos dará la fuerza para luchar a fin de resistir a los ataques del maligno. Así pues, mientras presentamos la oración vespertina, el sacrificio del atardecer, confiemos todo lo que somos y tenemos, incluso el pecado, a la mediación de Cristo, sacerdote eterno, misericordioso y fiel (cf. Heb 2,17) que Dios Padre nos ha dado.

Haciéndonos solidarios con toda la humanidad entregaremos a la divina misericordia no sólo nuestras culpas, sino también las de nuestros hermanos. Confiados en el perdón, restaurados en la fuente de la salvación, podremos reemprender el camino cotidiano siguiendo con un brío renovado a quien a través de la cruz nos guía a la gloria.

b) Para la oración

Como testigos del amor que salva, escuchamos, Padre, tu voz que proclama la victoria de Jesús sobre el pecado y sobre la muerte, su soberanía universal, su filiación eterna. Tú, que le has dado todo poder en el cielo y en la tierra, haz que libremos el buen combate de la fe a fin de extender su Reino en nosotros y a nuestro alrededor. Tú, que engendras inefablemente al Verbo en tu seno, regenéranos también cada día a nosotros en él para la vida filial. Tú, que nos lo has entregado como sumo sacerdote misericordioso y víctima de expiación por nuestros pecados, acoge la ofrenda de todo nuestro ser y purificalo de toda escoria de mal. Haz que caminemos por los senderos impracticables de la historia siguiendo a tu Cristo y tomando de él, fuente de la gracia, la fuerza para proceder seguros hasta la morada de luz donde tú nos esperas.

c) Para la contemplación

«En su camino beberá del torrente» (cf. v. 7). ¿Quién beberá del torrente por el camino? Es aquel de quien se ha dicho: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha "» (cf. v 1), aquel que ha oído que le decían: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (cf. v 4).

Consideremos antes que nada el camino, para considerar después el torrente. Se trata del camino de este siglo, sobre el que él caminó. Un torrente no está formado por aguas perennes, sino por aguas que proceden de borrascas, de aguaceros, de tempestades y huracanes. Los torrentes se encuentran siempre en las depresiones, en despeñaderos. Acogen en su seno aguas de distintas procedencias y avanzan agitados.

«En su camino beberá del torrente». ¿Queréis saber de qué modo ha bebido? El mismo ha dicho: «Mi alma está triste hasta la muerte» (cf. Mt 26,38). Nuestro Señor bebió del torrente de este siglo aguas que no tenían alegría. Tomó el cáliz y lo llenó del torrente de este mundo, pero no bebió en casa, sino por el camino, apresurándose para alcanzar otras metas. Así pues, por haber bebido el Señor del torrente y gustado la muerte, el Padre le exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo hombre.

«Por eso levantará la cabeza». Él estuvo siempre en lo alto, pero cuando dice: «Levantó la cabeza», levantó nuestra cabeza, la cabeza de nosotros, que yacíamos abajo, en tierra; levantó nuestra cabeza, la cabeza de nosotros, que, encorvados, no podíamos dirigir la mirada al cielo (Orígenes - Jerónimo, "Sul Salmo 109", 7, en Settantaquattro omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, 398-401, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo: «El Señor a tu derecha» (v. 5).

e) Para la lectura espiritual

Desde el momento en que el Verbo de Dios toma carne en el seno de María para ser el Salvador del mundo, posee en su humanidad la plenitud y la eficacia de las energías mediante las que Dios quiere restaurar todas las cosas y llevarlas a su santa comunión. La realidad de esta plena comunión y de esta restauración, efecto adecuado del poder real y sacerdotal de Cristo, es el Reino que debe instaurar y, después, ofrecer en homenaje al Padre (1 Cor 15,24-28). Este Reino, fruto perfecto de la actividad mesiánica, fue anunciado por los profetas y era el objeto de la esperanza de la expectativa de los judíos, incluidos los apóstoles antes de Pentecostés. Es característica a este respecto una anécdota contada por L. Sterns: se anunciaba a un rabino que había llegado el Mesías. El rabino se asomó a la ventana, miró y volvió haciendo un gesto negativo con la cabeza: «No», dijo, «no veo nada cambiado...».

Cuando Juan el Bautista y cuando el mismo Jesús anuncian su ministerio, proclaman que el Reino de Dios está cerca, que ha llegado. Sin embargo, también nosotros podríamos asomarnos a la ventana, mirar a la calle y constatar que nada ha cambiado: los hombres sufren y combaten como si el Reino de Dios no hubiera bajado a la tierra [...]. Jesucristo ha venido, ciertamente, y, con él, el principio de una renovación total, pero debe volver aún. En verdad, como los judíos, querríamos ver realizado un orden de cosas; sin embargo, es una persona la que ha venido. Querríamos poseer el Reino —si se me permite expresarme así—, pero ¡no hemos recibido más que al Rey! Es verdad que es poderoso y, por consiguiente, cantamos de él que lleva el imperio sobre sus hombros (cf. Is 9,5), pero no despliega al principio todo su poder, y debe ser Salvador por medio de la cruz, y no quiere forzar antes de tiempo nuestra libertad bajo la evidencia de su irresistible autoridad (Y. Congar, Le vie del Dio vivo, Brescia 1965, 134s; edición española: Los caminos del Dios vivo, Estela, Barcelona 21967).