Salmo 41

Mi alma tiene sed de Dios

«El que beba del agua que yo quiero darle nunca más volverá a tener sed» Un 4,14).

 

Presentación

Este salmo, bien compuesto en su forma literaria y penetrado de una nostalgia vehemente, es, probablemente, la voz de un levita o de un sacerdote exiliado lejos del templo de Jerusalén, tal vez en la parte montañosa de Judea, en la zona de las fuentes del Jordán. El ritmo es el quebrado de la cribó o «lamentación», que expresa bien el tono afligido de la súplica individual. Esta –con un procedimiento habitual en Israel– desde oración de un individuo pasa a ser después imploración de toda la comunidad judía, probada y escarnecida en sus miembros obligados a habitar en medio de las naciones idólatras.

El salmo forma una composición unitaria con el siguiente, al que está ligado por la identidad de la situación y del estribillo; además, el canto siguiente –que examinaremos más adelante—no lleva título. Limitándonos, pues, al Sal 41, podemos dividirlo en una primera escena referida al pasado (vv. 2-5), seguida del v. 6, que hace de estribillo. La segunda escena alude a la historia presente del orante (vv. 7-1 1). El v. 12 repite el estribillo. La única gran presencia invocada en el salmo es el nombre de Dios, que se repite en total 22 veces, tantas como letras tiene el alfabeto hebreo.

2Como busca la cierva corrientes de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío;
3tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?

4Las lágrimas son mi pan
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
«¿Dónde está tu Dios?».

5Recuerdo otros tiempos
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo,
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza,
en el bullicio de la fiesta.

6¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

7Cuando mi alma se acongoja,
te recuerdo
desde el Jordán y el Hermón
y el Monte Menor.

8Una sima grita a otra sima
con voz de cascadas:
tus torrentes y tus olas
me han arrollado.

9De día el Señor
me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza
del Dios de mi vida.

10Diré a Dios: «Roca mía,
¿por qué me olvidas?
Por qué voy andando, sombrío,
hostigado por mi enemigo?».

11Se me rompen los huesos
por las burlas del adversario;
todo el día me preguntan:
«¿Dónde está tu Dios?».

12¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Este salmo es el único de todo el salterio que comienza con una comparación: como la cierva sedienta brama ante un torrente seco tras una larga y afanosa búsqueda, así el salmista, que se encuentra lejos de Jerusalén, expresa su lamento compuesto de nostalgia, desolación, deseo de Dios y de su templo, único lugar en el que pensaba que podía «ver» su rostro. En la presente desolación aflora vivo el recuerdo del pasado feliz, que, sin embargo, lejos de aliviar el dolor, lo hace más agudo. El orante se encuentra con el pensamiento entre la muchedumbre festiva que avanza cantando de alegría por presentarse al encuentro con Dios.

Ahora, sin embargo, está obligado a alimentarse no de sacrificios de comunión, sino de lágrimas, signo de miseria y de dolor, mientras que sus adversarios le insultan poniendo en duda la existencia de un Dios tan silente. Esas burlas aumentan la sensación de la ausencia de Dios, aunque al mismo tiempo -paradójicamente-hacen más incontestable su existencia: su silencio suscita, en efecto, una nostalgia que no puede ser apagada por nada.

El primer estribillo (v. 6) es un impulso de esperanza en el que el orante, dialogando con su propia alma, intenta superar la tentación del desánimo. Sigue un nuevo lamento por la situación presente (w. 7-11): el agua invocada y deseada en la primera parte como elemento vital aparece, pero asume también un valor negativo; el agua entendida como caos y destrucción es el abismo de muerte vertido en el original hebreo con un efecto onomatopéyico que evoca el rumor ensordecedor de las grandes cascadas. Con todo, el salmista es fiel a Dios, que, de día, le envuelve con su amor y al que, de noche, dirige su canto; aunque se siente olvidado por él como un muerto, no desiste. Continúa esperando, aun en medio de sus enemigos, que, en vano, intentan hacer que se hunda en su realidad más profunda (v 11). La escena, en efecto, concluye con la repetición del estribillo (cf. v 6), que suena ahora más fuerte, más convencido. En realidad, el canto no tiene aquí su epílogo, sino que continúa en el Sal 42, que constituye, estructuralmente, su última parte.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El Hijo de Dios, asumiendo plenamente la naturaleza humana, experimentó en algunos momentos de su existencia terrena los sentimientos que expresa este salmo. Los evangelios dan testimonio de ello. Jesús experimentó la tristeza del exilio que marcó su infancia y, todavía más, la lejanía de la verdadera casa del Padre, un Padre desconocido también por la gente religiosa de su época (cf. Jn 2,13-22). Llegó a decir en Getsemaní: «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mt 26,38), e incluso, como atestigua el cuarto evangelista: «Me encuentro profundamente abatido, pero ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, sálvame de lo que se me viene encima en esta hora? De ningún modo, porque he venido precisamente para aceptar esta hora» (Jn 12,27). Jesús bebió también hasta el fondo el cáliz del sarcasmo cuando, en la cruz, las voces de los allí presentes se reían de él ante el aparente abandono del Padre.

Por consiguiente, con él, con Cristo, es con quien podemos rezar este salmo, aunque nuestra sed de Dios puede ser ampliamente saciada en él, porque él mismo es la fuente de agua viva: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba»; más aún: «De lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,37s). El creyente recibe, en efecto, el don del Espíritu, el Espíritu que Jesús ha derramado en nuestros corazones tras haber compartido hasta la angustia nuestra sed: «Después, Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que también se cumpliese la Escritura, exclamó: "Tengo sed"» (Jn 19,28). Por consiguiente -como atestigua el libro del Apocalipsis-, cada uno puede obtener gratuitamente en él y de él el agua de la vida (cf. Ap 22,7) prometida a la samaritana (cf. Jn 4,3-42).

Este salmo, tan rico e inmediato en su simbolismo, se empleó desde los orígenes de la Iglesia para describir el anhelo de los catecúmenos por las aguas bautismales, las cuales, sin embargo, abren al cristiano a un deseo todavía más profundo. Por tanto, el salmo se presta, asimismo, a dar voz al alma de los difuntos, que esperan ser admitidos en la nueva Jerusalén, la ciudad de Dios en la que todos juntos podremos saciarnos y calmar nuestra sed en las fuentes de la vida.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

A los cristianos no nos resulta hoy difícil rezar este estupendo salmo. ¿Acaso no nos sentimos todos nosotros, como el salmista, con el corazón afligido, exiliados en medio de gente que con los hechos, si no con las palabras, nos repite: «¿Dónde está tu Dios? Ni siquiera sabemos si existe: ha desaparecido sin añoranza de nuestro horizonte. ¿De qué sirve creer? ¿Por qué os obstináis en seguir unidos a él? ¿No os sentís un tanto anacrónicos?».

Este sarcasmo sutil intenta penetrar en el corazón del creyente. Hasta el recuerdo de la alegría experimentada en liturgias más corales y participadas -tal vez tesoro genuino de una infancia lejana- se muta en sufrimiento; al encontrarnos solos, cada vez más solos, es preciso tener el coraje de seguir creyendo y esperando.

Hasta las múltiples formas de religiosidad que se van multiplicando suenan sardónicas. Aclaman a un dios distinto al que nosotros amamos, a un dios que está al alcance de la mano, que hace felices y satisfechos a sus seguidores, un dios del «todo y enseguida», que asegura el éxito y satisface toda ambición. No es así el Dios del que tenemos una sed que no se puede extinguir, el Dios vivo y verdadero, el totalmente Otro.

Nuestro Dios quiere darle al hombre una salvación no efímera; no anula la fatiga del camino, sino que da esperanza, se hace próximo. Envió a Jesús, su Hijo, a la tierra de exilio, exiliado con los exiliados, a apoyar nuestro canto, a asegurarnos de que en él ha sido vencida toda separación, a asegurarnos de que en él, una vez ascendido al cielo con su cuerpo de carne, templo santo e inmaculado, nuestra humanidad está ya sumergida en la gloria eterna. Así, en efecto, hemos sido pensados siempre por el Padre: «para alabanza de su gloria», exultantes en la contemplación de su rostro de luz, que podremos contemplar sin velos tras la noche y la purificación de la prueba.

b) Para la oración

Señor, todo mi ser te anhela, te desea con una fuerza de la que ni yo mismo me creía capaz. Querría ver tu rostro, contemplarte, por fin, a ti, el Dios de la vida, a quien he consagrado toda mi existencia. Me siento doblemente exiliado. Estoy en medio de gente que te ignora y ni siquiera se imagina de lejos lo dulce que es pensar en ti, en las fiestas en tu honor, en las santas convocaciones en las que nos reuníamos para cantarte. Pero sé que debo esperar; estoy llamado a hacerlo por todos, incluso por los que se ríen de mí y dicen: «¿Dónde está tu Dios?».

Perdóname, Señor. Hay momentos en los que este sentimiento de exilio se me hace insoportable. ¿Por qué tú también añades pena a mi pena y no te haces sentir, dejándome en la prueba? Este silencio tuyo se hace todavía más duro de soportar. Sé que un abismo excavado por el pecado, por mi pecado, me separa de ti. Sin embargo, sé, Dios mío, que has enviado a Jesús, tu Hijo amado, a colmar con su amor toda lejanía. En él encontrará paz la sed de ti que me devora, y en él, mi Salvador, no tendrá fin tu alabanza. Acógeme y no dejes decepcionada mi esperanza.

c) Para la contemplación

«Mi alma tiene sed de ti, Señor». El salmista no ha dicho: «Mi alma ama al Dios vivo». Para mostrar su propio afecto ha invocado a la sed, que indica tanto el ardor como la perpetuidad del amor. Como el hombre no sufre por falta de agua sólo un día, o dos o tres, sino durante toda la vida -porque así es nuestra naturaleza-, así el bienaventurado salmista y todos los santos no experimentan la nostalgia de Dios sólo un día, o dos o tres -lo cual no sería extraordinario-, sino que continuamente, cada día, perseveran en ese sentimiento religioso. Entre tanto, crece su amor.

Así pues, cuando dice: «Mi alma tiene sed de ti», quiere mostrarte de qué modo se puede amar a Dios. Y lo manifiesta con más claridad diciendo que tiene sed «del Dios vivo», como para preguntar: «¿Por qué os perdéis en las realidades materiales? ¿Por qué deseáis la gloria mundana? ¿Por qué perseguís el placer? Nada de todo eso permanece para siempre. Incierta es su posesión, inestable su goce, veloz su cambio; Dios, en cambio, vive y permanece para siempre».

No admiremos, por tanto, las cosas presentes, sino las futuras; más aún, mantengamos fija la mirada en las realidades futuras para no dejarnos asir por las presentes. Si pensáramos continuamente en el Reino de los Cielos, en la inmortalidad, en la vida que no acaba y que estamos llamados a vivir junto con los ángeles, en la vida libre de todo dolor, en la vida donde en vez de las lágrimas, de la muerte, de la fatiga, de la vejez, de la enfermedad, de la pobreza, de la calumnia y del pecado reinan la paz, la mansedumbre, el amor, la alegría, la gloria, el honor, el esplendor, y tantos y tantos otros bienes semejantes, ¿cómo no diríamos también nosotros con el profeta: «¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (v 3) (san Juan Crisóstomo, Expositio in Psalmum XLI, 6s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
"Salud de mi rostro, Dios mío"»
(v 6b).

e) Para la lectura espiritual

Debemos hacer lo que es justo hacer, pero no debemos detener el deseo de nuestro corazón únicamente en el objeto de nuestras acciones. Es indispensable que volvamos a centrar nuestro corazón en su deseo más profundo, para encontrar al que nos desea, a aquel que nos ama.

Ahora bien, esta búsqueda tiene un nombre, tanto en los salmos como en el Nuevo Testamento: se llama espera. Esperar a Dios no significa ponerse en un estado de ánimo pasivo o ser presa del nerviosismo, como cuando estamos atrapados en un atasco, sino que es la actitud de un corazón que se abre para acoger a aquel que nos está buscando. Pensemos en los seres a los que queremos, en nuestros amigos. Cuando les esperamos, nuestro corazón se abre como un espacio de acogida que toma la forma de aquel o aquella al que estamos esperando.

La oración, que es la vida del corazón, la oración sencilla, es en primer lugar espera, cuya fuerza de atracción crece con el deseo de aquel que nos ama. Intentemos comprender bien esta espera (es decir, el tender hacia, el estar atentos a...); no significa pedir a alguien cualquier cosa, sino desear a la persona: Jesús, el único que es carne de nuestra carne, el «Dios-con-nosotros». A través de este movimiento de un corazón humilde y confiado, nos ponemos en sus manos.

Para vivir la espera es preciso que nos tomemos tiempo. Tomarse tiempo para ofrecérselo a él, para que él pueda darse a nosotros y para que nosotros podamos llegar a ser suyos. Esta es la espera. «Yo te pertenezco. Sin saber cómo, te pertenezco». En esto consiste todo. Hay una expresión muy bella en Isaías: «En él he puesto mi esperanza» (Is 8,17). No sólo debemos desear a Jesús, sino poner en él nuestra espera. Esperarlo y encontrarlo en la fe. La maravilla es que Jesús sale siempre al encuentro de los que le desean, no sólo al final de nuestro paso por esta tierra -somos viajeros de paso-, sino desde ahora, hoy, en todo instante. «¡Sí, ven, Señor Jesús!» (J. Corbon, La gioia del Padre, Magnano [Bi] 1997, 82s).