Efesios 1,3-10

Dios nos ha bendecido en Cristo

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (In 3,16).

 

Presentación

El cántico retorna la magna bendición (euloghía) con la que se abre la carta a los Efesios (1,3-14). Esta comienza con una fórmula solemne de bendición que se desarrolla en los versículos siguientes y se puede dividir en tres partes. Se bendice a Dios porque nos ha elegido (tema de la elección realizada por el Padre), porque nos ha agraciado (redención llevada a cabo por Cristo), porque nos ha dado a conocer su voluntad (iluminación gracias al Espíritu). En los vv. 11-14 –no recogidos en la perícopa litúrgica– se declara la universalidad de esa bendición: no se dirige sólo a los judíos, sino a todos los pueblos.

3Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

4Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.

5Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
6para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

7Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

8El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
9dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
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cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

En la lectura de este cántico se impone una nota de inmediato: el sujeto de todos los verbos que se suceden en él y casi se persiguen es siempre Dios. Toda iniciativa es suya: el creyente lo reconoce y le da las gracias por ello. Al verse colmado de tanto bien de una manera gratuita, mira a Dios con ojos nuevos y le llama con un nombre nuevo: ya no es sólo el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, sino el «Padre de nuestro Señor Jesucristo», en quien todo tiene su origen y en el que todo será recapitulado. En él, también nosotros encontramos a Dios como Padre; gracias a él ha descendido la bendición de Dios sobre nosotros, miembros vivos de su Cuerpo, su Iglesia. Esa bendición es espiritual, o sea, dada en Jesús en virtud del Espíritu Santo, y total: ya no nos falta nada para estar en plena comunión con Dios.

Pablo quiere ayudar así a los cristianos -y a las comunidades que forman- a comprender con mayor profundidad el inmenso don recibido con el bautismo: éste es la puerta de acceso al «misterio» divino, un término entrañable a la apocalíptica judía con el que se indica el designio divino de salvación universal. Nosotros, en cuanto bendecidos, vivimos ya desde ahora en los cielos, estamos en Cristo, bajo su señorío y omnipotente protección. Y esto no ha acontecido en un momento particular del tiempo, sino desde siempre; según la bondad del Padre, nosotros no fuimos nunca más que en Cristo, amados y queridos en él desde la eternidad.

Esa «elección» divina tiene una «finalidad»: Dios nos eligió para que fuésemos «santos e irreprochables ante él», bajo su mirada. Dios nos quiere santos según su santidad, no según un concepto de santidad que podamos tener nosotros o según lo que la mentalidad del mundo se espera. Santidad significa adherirse a la voluntad de Dios según el modelo ofrecido por Jesús; más aún, significa vivir en él como hijos en el Hijo. Es liberación de nuestro destino de pecado y, por consiguiente, la posibilidad de vivir en el orden del amor.

La vida de los bautizados, cuando son fieles a su bautismo, es en sí misma alabanza y gloria de la gracia de Dios, o sea, un testimonio de que han sido colmados de la benevolencia de Dios y gozan del mismo amor que el Padre alimenta por su Hijo único, el Elegido, en el que todos hemos sido elegidos no en virtud de mérito alguno, sino por pura gracia.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

El cántico de la carta a los Efesios que la liturgia nos propone en la plegaria de alabanza vespertina es una de las grandes páginas del Nuevo Testamento en las que se puede encontrar el brío y la belleza de la vocación cristiana. Si la jornada, con sus acontecimientos alternos, nos lleva a ocuparnos de muchas y variadas realidades, la Iglesia nos lleva de la mano, maternalmente, y nos invita a levantar la mirada a través de esta maravillosa ventana abierta sobre el misterio de Cristo, en el que se recapitulan todas las cosas de la tierra y del cielo. Nos invita a bendecir al Dios que conocemos como el Padre, del que Jesús -el Hijo amado- vino a revelar su rostro dulcísimo y su corazón misericordioso.

Él nos ha destinado, en efecto, a cada uno y a cada una de nosotros, pensados y elegidos «antes de crear el mundo», para ser «santos e irreprochables ante él por el amor», hijos en el Unigénito, que quiso ser el Primogénito de muchos hermanos. Qué distinto cariz toman las vicisitudes cotidianas si el corazón se detiene a contemplar el misterio inefable contenido en estas palabras, que acompasaron la vida de los santos colmándoles de una alegría purísima aun en medio de tantas pruebas. Pensemos en la joven carmelita Isabel de la Trinidad, que encontró en la expresión «para alabanza y gloria de su gracia» la clave interpretativa de su existencia cristiana transfigurada en la ofrenda generosa de sí misma al amor. Cada uno de nosotros ha recibido una plenitud de gracia, sabiduría e inteligencia para conocer el misterio de Dios manifestado en Jesús; ha recibido el tesoro. Nos corresponde a nosotros «vender» todo, cada día, para saborear su inefable esplendor. Ciertamente, se trata de hacer sitio al asombro, al silencio, a la contemplación, pero ¿acaso no es ésta la única vía para ser penetrados en verdad por el misterio de Dios y convertirnos así en sus testigos en medio de los hermanos?

b) Para la oración

Benditos seas, Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te dignaste pensarnos desde la eternidad con una vocación tan alta: quieres que seamos santos e irreprochables ante ti por el amor. Revístenos tú con tu Espíritu bueno de los sentimientos de Jesús, tu Hijo, a fin de que vivamos para alabanza y gloria de la santísima Trinidad. Acrecienta en nosotros el asombro y la gratitud por habernos admitido a conocer el misterio de tu voluntad, que tiene en Jesús su principio y su consumación. No somos dignos de un don tan grande mientras millones de hombres no te conocen. Ten piedad de nosotros y haz que respondamos con la generosidad de los santos a esta sublime y bellísima llamada.

c) Para la contemplación

Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo; que no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte... hasta morir. Pero siento mi impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas la impotencias, quiero fijarme siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh, mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.

Oh, Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí, a fin de que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más que al Bienamado en el que has puesto tus complacencias.

Oh, mis «Tres», mi Todo, mi Felicidad, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo de tu grandeza (Isabel de la Trinidad, Elevación a la santísima Trinidad).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (v 3).

e) Para la lectura espiritual

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales» (Ef 1,1). Creo que aquí se dice algo de extraordinaria importancia para nosotros y para todos; aquí se afirma que la realidad llamada «vida del hombre» ni se olvida ni mucho menos se maldice, sino que es bendecida. Esta bendición es tan relevante y fuerte que toda criatura humana puede estar segura de que no hay fuerzas del mal suficientes -aunque estén presentes realmente- para cancelarla. No faltan personas que piensan: «Vaya, Dios se ha olvidado de mí», y otras que dicen: «Vaya, mi vida está dominada por el maligno». Pues bien, este primer versículo nos revela que nadie puede pensar de sí mismo: «Estoy perdido»; no, tú has sido bendecido.

En consecuencia, agradezco a san Pablo que haya acumulado el término «bendito» en un solo versículo, a fin de que la afirmación que brota de él ilumine la existencia humana y cambie su horizonte. Con todo, podemos preguntarnos justamente: «•Quién nos ha bendecido?». Y san Pablo responde: «Bendecidos por Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo». Si nos quedáramos en decir «Dios», podría tratarse también de un Ser lejano, que podría ser asimismo indiferente. ¿Qué somos nosotros para decir que debería ser diferente? Dios es Dios, es Absoluto. Pero en este versículo se determina de un modo decisivo quién es Dios y cómo es Dios: es el Padre «de nuestro Señor Jesucristo», que, en consecuencia, se convierte en el lugar viviente a través del cual queda bendecida nuestra vida. Jesucristo, el Hijo, fue enviado al mundo precisamente para que esta bendición aparezca e incida en la condición del hombre; en él tenemos la redención por medio de su sangre, no mediante palabras.

En Cristo, el Padre «nos eligió antes de la creación del mundo». Eso significa que en el punto de partida de lo que hace bendita nuestra vida humana no estamos nosotros: son inútiles nuestras capacidades y ni siquiera encuentra sitio nuestro empeño. Nosotros no estamos en condiciones de hacer bendita la vida del hombre, incluso podríamos quererlo, pero es algo que está por encima de nuestras posibilidades; sin embargo, para nuestra fortuna, la bendición sobre nuestra vida depende de la gracia, del don; es fruto de la gratuidad y de la libertad del Padre, que nos ama (R. Corti, Testimoni della grazia di Dio. Ritiro spirituale, Rho [Mi] 2000).