1 Samuel 2,1-10

Mi corazón exulta en el Señor

«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46s).

 

Presentación

Este fragmento, conocido como «Cántico de Ana», es un himno afín al género de los salmos reales; se considera, en efecto, que pudo haber sido compuesto para la victoria de un rey. El texto es posterior a la época de los acontecimientos narrados, pero habría sido insertado al principio del primer libro de Samuel, porque se habla en él de la estéril que se volvió fecunda por gracia de Dios (v. 5) y porque será precisamente el hijo inesperado de Ana, Samuel, el que introduzca en Israel la realeza como forma de gobierno (v. 10b). Es significativo de la espiritualidad bíblica que este canto de victoria se haya atribuido a una mujer humilde. Se trata de una opción que corresponde a las decisiones de Dios: ¿cómo no recordar el Magníficat, que retorna formalmente nuestro cántico?

1Mi corazón se regocija por el Señor,
mi poder se exalta por Dios;
mi boca se ríe de mis enemigos,
porque gozo con tu salvación.

2No hay santo como el Señor,
no hay roca como nuestro Dios.

3No multipliquéis discursos altivos,
no echéis por la boca arrogancias,
porque el Señor es un Dios que sabe;
él es quien pesa las acciones.

4Se rompen los arcos de los valientes,
mientras los cobardes se ciñen de valor;
5los hartos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan;
la mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos queda baldía.

6El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
7da la pobreza y la riqueza,
humilla y enaltece.

8Él levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para hacer que se siente entre príncipes
y herede un trono de gloria,
pues del Señor son los pilares de la tierra
y sobre ellos afianzó el orbe.

9Él guarda los pasos de sus amigos,
mientras los malvados perecen en las tinieblas,
porque el hombre no triunfa por su fuerza.

10El Señor desbarata a sus contrarios,
el Altísimo truena desde el cielo,
el Señor juzga hasta el confín de la tierra.
El da fuerza a su Rey,
exalta el poder de su Ungido.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

Se reúnen aquí una victoria militar y una maternidad de gracia: ambas son, en efecto, don de Dios. Quien reconoce su propia impotencia humana y confía en el Señor no queda decepcionado: gracias a él conocerá la exultación del corazón, recobrará la fuerza y la dignidad (el v. 1b dice al pie de la letra: «Mi cuerno», signo de poder y de orgullo), porque Dios defenderá su causa con autoridad. La gratitud por el beneficio recibido se dilata en una progresiva glorificación de Dios; los vv. 2s la enuncian; los vv. 4-8a la desarrollan en los acontecimientos de la historia; los vv 8b-10 ensanchan ulteriormente el horizonte hasta la escatología. El Dios santo es el fundamento seguro y el baluarte de defensa (v 2). El es el omnisciente y lo realiza todo con rectitud (v. 3b): por eso el vuelco de las suertes no es casual ni arbitrario, sino querido por Dios y destinado a quebrar la arrogancia y a honrar la humildad (vv 4-8a). Si bien las situaciones cambian y se alternan en el tiempo, este designio divino permanece, en cambio, estable para siempre: las imágenes del v 8b nos abren una perspectiva de eternidad. Dios es el Juez justo y omnipotente de toda la tierra: ésta es la exultante conclusión de fe que el pobre de YHWH -aunque fuera un rey- puede extraer de su propia experiencia de gracia (vv. 9s).

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Celebramos al Señor con este cántico escuchando la voz del Rey-Mesías victorioso, Jesucristo, y convirtiéndonos en voz de la estéril convertida en fecunda por gracia, la Iglesia. De ellos aprendemos que la exultación florece en el terreno de la pobreza de espíritu, de la plena confianza en Dios y en sus justos designios. También María, Madre de Cristo y de la Iglesia, hizo suyo este cántico y contempló, en el largo discurrir de los siglos, la acción de Dios encerrada ya por completo en su seno virginal. Por eso puede exaltar su cumplimiento como si lo viera ya realizado. Del mismo modo, la Iglesia, considerando en la fe la historia del pasado, reconoce la mano de Dios en los acontecimientos alternos de la humanidad. De ahí que pueda y deba proclamar el desenlace final de la historia: si bien en este mundo no vemos con excesiva frecuencia a los pobres puestos de nuevo en pie, a los infelices consolados, a los «muertos» vivificados, debemos saber, no obstante, que es Dios quien rige las suertes definitivas de la humanidad, y sus obras son rectas: lo que él ha iniciado lo llevará a término. Él vela el camino de los justos en el tiempo y los conduce a una meta de luz -a pesar de todo- hasta que llegue el día último y eterno, cuando Cristo (en hebreo, messia) aniquile a todos sus adversarios, entregue el Reino al Padre y Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,24-28).

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

¡Bienaventurados en verdad los pobres de espíritu! A ellos se les ha concedido reconocer, ya desde ahora, la realeza de Dios y participar en ella. Tampoco a nosotros nos faltan las ocasiones para experimentar nuestra inadecuación, nuestras incapacidades, nuestros límites: con frecuencia es precisamente en su desoladora frontera donde el Señor nos espera. Aquí no nos pide -por ser enormemente imposible- que demos pasos heroicos adelante, sino el gesto humilde y confiado de arrodillarnos, de confiarnos en sus manos. Entonces él hará florecer este cántico en nuestros labios.

Tal vez haya entre nosotros «reyes»: gente dotada de competencia, de responsabilidad, de posibilidades económicas y que, sin embargo, se encuentra en dificultades a la hora de la «batalla». Tal vez haya entre nosotros muchos «estériles»: personas que ven transcurrir sus días sin tener ya esperanzas de un futuro constructivo, dinámico. Con todo, sea cual sea nuestra situación, hoy se ha abierto ante nosotros la puerta de la confianza en el Señor, y ella nos introduce en una alegría inesperada.

Cuando Dios viene a colmar nuestra indigencia interior y a levantarnos de nuestra humillación, entonces comprendemos que él no cesa de actuar misericordiosamente en el corazón de los hombres, en el surco de la historia. Y llegará un día en el que su obra será manifiesta a todos. Será verdaderamente miserable el que, ahogado en lo superfluo, haya ignorado lo Esencial y, persiguiendo su gloria en este mundo, haya perdido la vida que no pasa. Benditas, por tanto, las mil situaciones que, echándonos en la impotencia, nos impulsan entre los brazos del Omnipotente. Y benditos también nosotros si, hechos pobres de corazón, somos capaces de ser solidarios con los pobres de la tierra, convirtiéndonos en instrumentos del designio divino de salvación para todos.

b) Para la oración

Oh Dios, mi exultación, tú me has levantado interviniendo en mi favor, y ahora puedo caminar con la cabeza alta por la vida. Nadie es como tú, Señor, apoyo inamovible y defensa inexpugnable. Son muchos los que levantan la voz y se creen dueños del mundo. Aun siendo yo sólo un pobre de la tierra, quisiera gritarles: «¡Atentos! El Señor lo sabe todo y actúa siempre con rectitud: basta un instante, y todo cambia...». Dios da la vuelta en un momento a las suertes y abate a los prepotentes, porque -desde siempre y para siempre- eligió a los que no cuentan nada y preparó a los pobres un puesto de honor en su Reino. No, no prevalecerán los arrogantes en su proyecto. El vendrá en su día a juzgar la tierra hasta los últimos confines: bienaventurado el que, desde ahora, le confía su propia vida.

c) Para la contemplación

«Se rompen los arcos de los fuertes, mientras los débiles se ciñen de valor». El término «vigor» se refiere al poder del Espíritu Santo, en cuanto que los elegidos, al recibirlo, se vuelven fuertes contra todas las adversidades de este mundo. ¿Quiénes sino los apóstoles deben ser considerados débiles? En efecto, en la hora en la que fue arrestado el Señor está escrito que todos, abandonándolo, huyeron. ¿Acaso no era débil Pedro cuando fue presa del miedo al preguntarle la portera y renegó del Redentor? Sí, el arco de los fuertes se ha roto, porque el Redentor, vencida la muerte, había resucitado; y, sin embargo, los apóstoles, todavía débiles, con las puertas cerradas, tenían miedo de los fuertes ahora derrotados. Ahora bien, apenas les revistió el vigor, qué bello es verlos fortalecidos.

El Espíritu Santo descendió, con un fragor imprevisto, sobre ellos y transformó su debilidad en el poder de una maravillosa caridad. Revestidos ahora de vigor, los que no se avergonzaban de huir frente a las amenazas de los perseguidores comenzaron a predicar abiertamente a Cristo. El vigor del Espíritu venció el temor, superó los terrores, las amenazas y las torturas, y a quienes revistió al bajar sobre ellos los adornó con las insignias de una audacia maravillosa para el combate espiritual, hasta tal punto que en medio de los latigazos, de las torturas y de los ultrajes no sólo no temieron, sino que exultaron (Gregorio Magno, Comentario al primer libro de los Reyes, I, 97).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Porque el Señor es un Dios que sabe; él es quien pesa las acciones» (v 3c).

e) Para la lectura espiritual

Podemos afirmar que con la palabra «pobreza» se define la actitud fundamental del cristiano. El pobre, despojo de sí mismo y de sus intereses personales, es el que está más predispuesto a otorgar a Dios una colaboración incondicionada. Y donde hay mayor «pobreza», también son mayores las esperanzas de que Dios ha de triunfar. Si queremos ir a la raíz de esta misteriosa, paradójica y, a pesar de ello, siempre actual táctica divina, debemos recurrir al apóstol de los gentiles. El nos advierte que Dios, al recurrir a tales medios, menos eficientes desde el punto de vista humano o incluso menos adecuados y escasos -lo débil, lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es»—, se propone resaltar al máximo su omnipotencia y humillar del modo más duro el orgullo humano, su enemigo irreducible. Realizar grandes cosas con grandes medios es algo que puede hacer todo el mundo; realizarlas con medios ínfimos es algo que sólo puede hacer él. Aquellos a los que llama para colaborar en sus designios —y colaborar es también la simple aceptación de un beneficio que nos conceda— deben, antes que nada, creer en él, en la bondad de su obra y en su capacidad para llevarla a cabo. Es evidente, por tanto, que, en estas condiciones, sólo el «pobre» es capaz de colaborar con Dios, sin inmiscuirse en sus planes y renunciando, de una manera incondicional, a sus propios puntos de vista. El, que no tiene ningún credo personal, ningún prestigio personal o derecho que salva-guardar, también es capaz de prestarse, sin reservas y sin peligro de apropiaciones indebidas, a cualquier obra para la que Dios quiera llamarle.

Más aún. El que se considera ya sabio y saciado con su propia ciencia —el frágil tesoro que le mantiene alejado de la categoría de los pobres— no necesita otra cosa, aunque se trate de un bien superior, o de Dios mismo. El mensaje de la salvación, el Evangelio de la cruz, es demasiado paradójico para que un hombre de bien, razonable, una «persona sensata», pueda aceptarlo de una manera incondicional. Según el Evangelio, no se nace pobre, sino se llega a serlo, y pagando el precio de renuncias inauditas. Cuanto más elevado es el servicio al que Dios nos destina, tanto más profundo debe ser el abandono de la criatura (O. da Spinetoli, Maria nella Bibbia, Bolonia 1988, 106-108).