Salmo 141

Señor, tú eres mi refugio


«Y empezó a sentir miedo y angustia... Y decía: "¡Abba, Padre!... ¡aleja de mí este cáliz!"» (Mc 14,33.36).

 

Presentación

Salmo de lamentación individual. En él el aspecto mesiánico referido a Cristo toma el lugar del hecho episódico originario. Para los estudiosos, sigue siendo incierta la atribución del salmo a David, cuando se refugió en una gruta para escapar de la ira de Saúl, que le buscaba para matarle (cf. 1 Sm 22,1; 24). El tiempo de composición, en cambio, podemos fijarlo en el período postexílico. El texto se compone de dos estrofas y una introducción:

– vv. 2-3: precede un anuncio de súplica al Señor;

– vv. 4-5: la primera estrofa expone la triste situación de persecución y abandono en la que se encuentra el orante;

– vv. 6-8: la segunda estrofa, de carácter más positivo, expresa el afligido grito de confianza en el Señor, con la suplica de liberación y el agradecimiento.


2A voz en grito clamo al Señor,
a voz en grito suplico al Señor;
3 desahogo ante él mis afanes,
expongo ante él mi angustia,
4 mientras me va faltando el aliento.

Pero tú conoces mis senderos,
y que en el camino por donde avanzo
me han escondido una trampa.

5 'Mira a la derecha, fíjate:
nadie me hace caso;
no tengo adónde huir,
nadie mira por mi vida.

6A ti grito, Señor;
te digo: «Tú eres mi refugio
y mi lote en el país de la vida».

7 Atiende a mis clamores,
que estoy agotado;
líbrame de mis perseguidores,
que son más fuertes que yo.

8 Sácame de la prisión
y daré gracias a tu nombre:
me rodearán los justos
cuando me brindes tu favor.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmo es una oración de lamento hecha por un hombre perseguido y abandonado por la triste suerte que se ceba con su vida. El orante, aunque probado por hechos dolorosos y por un opresor sentido de abandono, tiene fuerza suficiente para levantar su mirada al Señor, hacia el que abre su ánimo, lleno de amargura y desconsuelo, consciente de que Dios conoce la suerte que le espera y puede acudir en su ayuda.

El comienzo del salmo nos presenta el anuncio de la súplica al Señor (vv. 2ss), que es un grito de ayuda lanzado por el orante. Este desahoga su dolor y su pena dirigiéndose a quien lo conoce y lo puede todo.

Estamos ante la oración de un fiel que quiere creer a pesar de todo: creer en la justicia de Dios y en su bondad, aun cuando las apariencias parecen contradecirle.

La primera estrofa del salmo expresa la confianza del orante en Dios, al que expone las trampas que sus enemigos han colocado en su camino (v 4). Todos sus antiguos amigos le han traicionado y abandonado hasta no reconocerle (v. 5). La soledad y el abandono son ahora sus únicos confidentes.

La segunda estrofa, en cambio, nos ofrece la rendija de la esperanza que el hombre vuelve a poner en Dios para que venga en su ayuda y le haga salir de la triste situación en que vive como prisionero (v 6). Reconoce su debilidad y pobreza frente a los que son más fuertes que él (v 7). El único deseo del orante es dar gracias al Señor y a todos los que aman la justicia (v. 8). Incluso en esa situación de extrema angustia encuentra un espacio de luz para pedir a Dios el sabor de la misericordia y de la justicia, así como para experimentar pronto el día en que su soledad quedará rota por una muchedumbre de amigos.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Los Padres de la Iglesia releyeron siempre este salmo en clave cristológica, aplicándolo al misterio de soledad y de angustia que sufrió Jesús en la hora de su pasión. San Hilario ve en este salmo una profecía del misterio pascual de Jesús: «Todo lo que el salmo describe se cumplió en el Señor durante su pasión». En efecto, él experimentó sufrimientos y humillaciones, sin evasiones ni fugas, siempre disponible a la voluntad del Padre. En Getsemaní, en los diferentes tribunales en los que compareció ante Anás y Caifás, ante Pilato y, finalmente, en la cruz, se encontró solo, sin un rostro amigo que le defendiera. Entonces hizo suya la soledad y el abandono por parte de todos, hasta por parte del Padre (cf. Mt 26,36-46.56; 27,11-26.46 y passim): era la moneda que se debía pagar para reparar las soledades del hombre, que había huido voluntariamente lejos de Dios con el pecado.

Ahora bien, Jesús, justo perseguido y probado por el dolor, en su angustia mortal elevó un grito de súplica al Padre por nosotros, convirtiéndose en voz de la angustia de todos los hombres, especialmente de los alejados y los pecadores, prisioneros de su mismo mal. Cristo entró con su muerte en la cárcel humana, hizo suyo el destino del hombre y con su resurrección arrancó al hombre de aquella cárcel y volvió a dar a todos la vida de comunión con Dios. El, confiando en el Padre, liberó así al hombre de su soledad y de su extravío, y le condujo de nuevo a la tierra de los vivos, donde todos los justos constituyen su corona y dan gracias en su nombre.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

En su diario, El oficio de vivir, Cesare Pavese escribe: «La máxima desventura es la soledad, tan es así que el supremo consuelo, la religión, consiste en encontrar una compañía que no engaña, Dios». Caer en la soledad es un mal mortal que nos priva de la relación con Dios y con los otros. El hombre experimenta la soledad y el silencio, lejos de Dios y de los hermanos, con el repliegue sobre sí mismo y especialmente con el pecado. También Jesús experimentó en su pasión la soledad y el abandono misterioso de Dios y de sus discípulos (cf. Mt 26,49.56; Mc 14,41.50; Lc 22,48; Jn 16,5). Después, en la cruz, en el momento más trágico de su vida, experimentó el silencio del Padre, una experiencia que le acercó a nosotros y le hizo plenamente hermano nuestro (cf. Mt 27,46). Con todo, no cedió nunca a la tentación, y se sometió a la voluntad del Padre (cf. Mt 26,39.42; Mc 14,36.39; Lc 22,42): en efecto, hecho «perfecto mediante el sufrimiento», nos «ha conducido a la salvación» (Heb 2,10.18).

El cristiano, a ejemplo de Cristo, es alguien consciente de no estar nunca solo, porque Dios, incluso cuando se esconde, está presente y se encuentra en la raíz de su ser. Esta certeza debe acompañarnos; especialmente, cuando la mordedura de la soledad nos atenace y seamos presa del desconsuelo. En efecto, el sufrimiento, aceptado en la fe, nos afina en el espíritu sin plegarnos a ningún compromiso, nos hace participar en los sufrimientos de Cristo (cf. 1 Pe 4,13; Mc 5,11 ss; Rom 5,3-5) y nos conduce de nuevo a Dios. Jesús nos ha liberado de nuestra soledad entregándonos el Espíritu consolador. A él nos dirigimos, como refugio nuestro, a fin de encontrar la verdadera libertad y la certeza de la alegría.

b) Para la oración

Señor, tú eres nuestro refugio y nuestra fuerza cuando nos asaltan los sufrimientos y las pruebas de la vida. Sin ti no podemos hacer nada ni encontrar remedio a nuestras penas. Tú, que en el huerto de Getsemaní tocaste por nosotros el agujero negro de la soledad y de la angustia, escucha el grito que elevamos en nuestra pobreza y debilidad. Tú, que experimentaste el camino de la cruz, sembrado de insidias y dolores, extiende tu mano benévola cuando la noche del sufrimiento y de la soledad nos sorprenda en la vida. Refuerza en nosotros la esperanza de que nos rescatarás de la oscuridad de las tinieblas y nos confortarás en nuestro aislamiento, a fin de que nuestro espíritu no se debilite a lo largo del camino. Tú, que pasaste de la muerte a la vida, conduce a tu pueblo a la tierra de los vivos, donde junto con todos los justos formaremos tu corona, gozaremos de su heredad y contemplaremos el rostro del Padre, fuente de toda gracia.

c) Para la contemplación

Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.

Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz, y bendijo tanto a los presentes como a los ausentes. Después mandó que se le trajera el libro de los evangelios y suplicó que le fuera leído aquel pasaje del evangelio de san Juan que comienza así: «Antes de la fiesta de Pascua». A continuación, entonó el salmo 141.

Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado.

Uno de sus hermanos y discípulos, Jacobo de Asís, vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo (Buenaventura, Vita di san Francesco, Cittá Nuova, Roma 1981, pp. 174ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, tú eres mi refugio» (v. 6).

e) Para la lectura espiritual

La angustia es, con frecuencia, la compañera del hombre: la angustia de la culpa, de la soledad, de la maldad que sentimos a nuestro alrededor; la angustia que, a veces, se encuentra dentro de nosotros sin motivo aparente. El antiguo israelita, que confiesa su angustia, es el espejo del hombre de siempre.

Con todo, en su modo de vivir la angustia hay algo que le distingue. En primer lugar, el hecho de que reza. El salmista no tiene la angustia dentro de sí, sino que la grita a su Dios. Con Dios se puede ser sincero, no hay que tener vergüenza ni pudor. Frente a otros es preciso esconder en ocasiones nuestra propia angustia; frente a Dios, no. El comprende también la angustia que otros no comprenden y no se burla de nosotros, aunque otros lo hagan a menudo. Sí, porque Dios sabe que la angustia -por cualquier motivo que sea- es siempre en realidad señal de una profunda insatisfacción y de una profunda nostalgia: la insatisfacción de todo lo que tenemos, incluso de las cosas más bellas, porque estamos hechos para Dios, no para las cosas. Es la nostalgia de Dios lo que nos inquieta. Sólo los distraídos no lo advierten (B. Baggioni, Davanti a Dio. 1 salmi 1-75, Vita e Pensiero, Milán 2001, p. 82).