Salmo 56

Oración de la mañana por la liberación
de los enemigos

«Y el que bajó es el mismo que ha subido a lo alto de los cielos para llenarlo todo» (Ef 4,9ss).

 

Presentación

Se trata de una súplica individual atribuida a David, cuando se refugió en la cueva de Engadi, cortó la orla del manto de Saúl e, intencionadamente, liberó al rey de una muerte cierta (cf. 1 Sm 22,1-3; 24,1-23). Sin embargo, es más probable que se trate de la oración de un perseguido que se refugia de noche en el templo pidiendo la salvación y, por la mañana, da gracias al Señor. El salmo se divide en dos partes, concluyendo ambas con un estribillo (vv. 6 y 12):

– vv. 1-6: súplica por la liberación de los enemigos;

vv. 7-12: acción de gracias porque se ha salvado del peligro.

La tradición patrística ha leído el salmo como un texto pascual y ha visto en él el despertar a la luz de Cristo resucitado y su paso victorioso de la muerte a la resurrección.

2Misericordia, Dios mío, misericordia,
que mi alma se refugia en ti;
me refugio a la sombra de tus alas
mientras pasa la calamidad.

3Invoco al Dios Altísimo,
al Dios que hace tanto por mí:
4desde el cielo me enviará la salvación,
confundirá a los que ansían matarme,
enviará su gracia y su lealtad.

5Estoy echado entre leones
devoradores de hombres;
sus dientes son lanzas y flechas,
su lengua es una espada afilada.

6Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.

7Han tendido una red a mis pasos
para que sucumbiera;
me han cavado delante una fosa,
pero han caído en ella.

8Mi corazón está firme, Dios mío,
mi corazón está firme.

Voy a cantar y a tocar:
9despierta, gloria mía;
despertad, cítara y arpa;
despertaré a la aurora.

10Te daré gracias ante los pueblos,
Señor; tocaré para ti ante las naciones:
11por tu bondad, que es más grande que los cielos;
por tu fidelidad, que alcanza a las nubes.

12Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Un orante israelita, calumniado por crueles enemigos, comparados con leones devoradores (v 5), escapa de una situación de extremo peligro refugiándose en el templo bajo la protección del Señor. A él le dirige un canto de lamentación con la confianza de que Dios, fiel y justo, vendrá en su ayuda y le liberará: «Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti; me refugio a la sombra de tus alas mientras pasa la calamidad» (v 2). Esta confiada invocación, dirigida a Dios por el fiel, se expresa con el símbolo de las alas divinas, signo de la protección espiritual de los querubines alados del arca de la alianza (cf. Sal 16,8; 35,8; 60,5; 62,8; 90,4), o sea, de la presencia de Dios junto al fiel en el templo de Jerusalén. Los enemigos que asedian al orante son comparados con leones hambrientos, «leones devoradores de hombres; sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada» (v 5). Por eso, el perseguido implora al Señor que intervenga y envíe a sus emisarios personales para salvarle: «Desde el cielo me enviará la salvación, confundirá a los que ansían matarme, enviará su gracia (hesed) y su lealtad (`emet)» (v 4).

La segunda parte del salmo expresa la espera del Señor como la luz de la mañana, tiempo propicio de la gracia divina, de la victoria de la luz sobre las tinieblas (cf. Ex 14,24; 2 Re 19,35; Is 17,14). La respuesta del Señor no tarda en mostrar su eficacia. En efecto, los perseguidores impíos caen en la misma fosa que cavaron para el justo (v 7). Una vez obtenida la respuesta positiva, el piadoso israelita, al ver en el Señor el sol que ilumina su vida, coge sus instrumentos musicales y le eleva un himno de acción de gracias (todá) como respuesta a su amor fiel: «Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad, cítara y arpa; despertaré a la aurora» (vv. 8-9). El canto del orante hace segura el alba de la salvación y éste constata, en su intimidad, la alegría de la liberación y de la salvación (v 11). El hombre, visitado por el poder de Dios, alaba al Señor de la alianza por su bondad y su fidelidad, y comprueba con alegría que su fuerza interior se mantiene firme y está apoyada en él, que gobierna toda la creación y la historia de los hombres.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Podemos pensar fácilmente que este salmo fue rezado por Jesús, como el salmo 21, mientras vivía los dos momentos de su misterio pascual: el de su pasión y el de su resurrección. También san Agustín, en unidad con la tradición patrística, escribe: «Este salmo se refiere a la pasión y se abre a la resurrección del Señor», momentos de dolor y de alegría a los que también están unidos los discípulos. En efecto, el Padre ha llevado a cabo a través del Hijo la salvación, que ha asumido un valor universal para toda la humanidad. Los Padres de la Iglesia ven, por otra parte, en la aurora una imagen de la Iglesia, que posee la luz que brilla en la oscuridad de las pruebas de la vida y que anuncia la llegada del sol que es Cristo resucitado: «Quién es ésta que surge como el alba, bella como la luna, esplendorosa como el sol?» (Cant 6,10).

También la Iglesia, al rezar este salmo en unión con Cristo, puede abarcar con una sola mirada todo el horizonte del Nuevo Testamento para expresar la vida cristiana en la tierra: «Si, verdaderamente, participamos en sus sufrimientos, participaremos también en su gloria» (Rom 8,17). Y la misericordia y la bondad del Señor, verdadero sol de justicia y de verdad, se han manifestado entre nosotros y Cristo ha venido a visitamos como «el sol que nace de lo alto» (Lc 1,78), en espera del alba de la resurrección. San Pablo exhorta de este modo a los cristianos de Colosas a fin de que contemplen la aparición de la luz como manifestación de Dios que pone fin a las tinieblas: «El poder glorioso de Dios os hará fuertes hasta el punto de que seáis capaces de soportarlo todo con paciencia y entereza, y llenos de alegría deis gracias al Padre, que os ha hecho dignos de compartir la herencia de los creyentes en la luz. El es quien nos arrancó del poder de las tinieblas y quien nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado, de quien nos viene la liberación y el perdón de los pecados» (Col 1,11-14; cf. 1 Pe 5,8-11).

Nosotros, los cristianos, pensando en el misterio pascual de Cristo, debemos reflexionar con este salmo y considerar también a Cristo presente y vivo entre nosotros, lleno de gracia y de verdad. El, con su resurrección, nos ha hecho pasar del miedo a la alegría, de las tinieblas a la luz verdadera, de la imploración a la alabanza. Del mismo modo que Cristo soportó con confianza los sufrimientos para poder sentarse a la derecha del Padre, así también el cristiano, iluminado por la luz de Cristo, resplandece en el mundo para que supere todo miedo y dolor, y sepa que está llamado a compartir un día su gloria en los cielos.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La Iglesia ha leído en las palabras del salmo una descripción de lo que acontece en toda experiencia humana que se abre al reconocimiento de la sabiduría de Dios. En efecto, Gregorio de Nisa exclama: «Me salvó haciendo sombra con la nube del Espíritu, y los que me habían golpeado quedaron humillados». Igualmente ocurre con el acontecimiento de la resurrección del Señor. Para comprender el mensaje evangélico de Cristo resucitado, vencedor de los enemigos y de la muerte, la única condición que se requiere es la fe: y precisamente la fe en Jesús resucitado por el Padre al alba de la Pascua y ahora Señor de la vida, sentado a su derecha. Si el acontecimiento de la resurrección marca la vida de la Iglesia de todos los tiempos y constituye su fundamento es porque debe ser comprendido no sólo a partir del dato histórico, sino, al mismo tiempo, en su vertiente inefable y misteriosa. En efecto, sólo cuando el camino de la historia se encuentra con el de la fe abre el Espíritu al hombre ciertos secretos invisibles a los ojos de la historia. Y entonces se hace comprensible el lenguaje de la fe sólo para el discípulo que ha llevado a cabo una transformación interior con la acogida del kerygma cristiano.

El evangelista Marcos expone bien el vínculo entre el acontecimiento de la muerte de Jesús y el de la tumba vacía, signo de la resurrección, cuando presenta a las mujeres que participan en los acontecimientos finales de la vida del Señor. Ellas no huyeron como los discípulos, sino que permanecieron con Jesús en virtud de su fidelidad personal. Es el amor fiel el que las impulsó al sepulcro «de buena mañana, al salir el sol» (Mc 15,2). Salen de su inacción para emprender un camino de vida: que se abre a Jesús crucificado y prepara para el encuentro con el Resucitado, signo del surgir del «sol de justicia», que disipa las tinieblas del hombre. Es una constante en la Biblia que, cuando el Dios vivo encuentra al hombre, la primera acción que realiza es enunciar una palabra que libera del miedo y una palabra de consuelo ante su presencia y grandeza, una palabra que prorrumpe en una voz de victoria y de consuelo. Con el anuncio de la resurrección de Jesús se pone en el centro la acción de Dios, y su intervención en la historia de la humanidad, precisamente cuando todo parecía acabado, marca la cima de su amor por cada hombre y da un sentido nuevo a cada vida. La resurrección de Jesucristo de entre los muertos no es sólo una idea, sino la victoria del amor en la cruz de Jesús, la victoria del amor de un Padre a cada uno de nosotros.

b) Para la oración

Omnipotente y eterno Dios, tú nos has mostrado, con la encarnación y la redención de tu Hijo, que tu gran bondad para con los hombres llega a los cielos y tu fidelidad al pacto de alianza supera las nubes. Por otra parte, invitaste a tu Hijo a que combatiera en el mundo el pecado y todas las fuerzas del mal que acechan el camino de la humanidad en su retorno a ti. Ayúdanos a acoger la liberación que nos has ofrecido y ten piedad de nosotros, tus hijos, que nos refugiamos a la sombra de tus alas divinas para cumplir tu voluntad en nuestra vida y seguir tu designio de amor. Haz que podamos observar realmente tu palabra, incluso en medio de las dificultades de la vida, y ser hermanos y hermanas de tu Hijo, Jesucristo, para poder alabarle y cantar himnos de acción de gracias a su nombre santo y bendito, junto con todos los salvados y alcanzar así los consuelos de tu gracia.

c) Para la contemplación

«Despierta, alma mía; despertad, cítara y arpa.» ¿Qué era este arpa? El cuerpo de Cristo que reposaba en el sepulcro era el arpa y la cítara. Los judíos lo habían roto, pero él habría de levantarse de nuevo para no ser roto nunca más, para difundir el canto de su confesión entre los pueblos y las gentes. «Despierta, alma mía; despertad, cítara y arpa»: es la voz del Padre. ¿Acaso no oía la invitación esta alma unida al Verbo como su esposa, unida a él por el beso eterno? La oía bien y respondía con alegría: «Me despertaré a la aurora».

¿Acaso hubo alguna vez una respuesta más gozosa? ¿Qué corazón hubo alguna vez más dispuesto? No por nada este mismo salmo dice, por boca de Cristo: «Mi corazón está dispuesto, Dios mío, mi corazón está dispuesto». Oh alegría de este corazón dispuesto, que se inclina a acoger el mandamiento divino, el mandamiento que dice: «¡Despiértate!». El corazón que está dispuesto responde: Me despertaré a la aurora. Pero ¿estaba dispuesto este corazón también para otra cosa? Sí, este corazón estaba preparado para obedecer y para morir: estaba más que dispuesto a ofrecer su cuerpo a los latigazos y sus mejillas a las bofetadas, a no apartar la cara de los insultos y de los salivazos, a soportarlo todo hasta la muerte y a la muerte de cruz. Este corazón que había estado dispuesto a obedecer al Padre cuando éste no lo dispensaba, sino que lo entregaba por nosotros, debía estar dispuesto también a responderle: «Me despertaré a la aurora» (Ruperto de Deutz, «Victoria Verbi Dei», en PL 169, cols. 1484ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme» (v 8).

e) Para la lectura espiritual

La muerte de cada hombre, su retorno a la tierra y la corrupción de su cuerpo expresan el principio mismo de la mortalidad, consecuencia directa e inevitable del pecado. Ahora bien, puesto que la humanidad de Cristo no era mortal, su muerte era voluntaria y, en consecuencia, era ya el comienzo de la victoria: «Con la muerte ha derrotado a la muerte». «Yo te he glorificado aquí en el mundo, cumpliendo la obra que me encomendaste. Ahora, pues, Padre, glorifícame con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera» (Jn 17,4ss), dice Cristo, solemnemente, en su oración sacerdotal. Es la realización de la kénosis y la entrada en la gloria eterna. El pecado ha sido clavado en la cruz y abatido el muro de separación (cf. Ef 2,14). Y el Padre responde ahora a la oración del Hijo, a su epiclesis final: «Le ha resucitado de los muertos y le ha glorificado» (1 Pe 1,20ss). Esteban el protomártir vio al Hijo del hombre glorificado, de pie a la derecha de Dios (Hch 7,55ss); el Padre ha glorificado al Hijo por medio del Espíritu Santo.

En el acto de la resurrección, Dios da al alma de Cristo el poder de despertar su cuerpo del sueño y reunirse ambos: «No era posible que la muerte le retuviera en su poder» (Hch 2,24). En efecto, por su total obediencia al Padre, obediencia al Amor que crucifica, Cristo -Amor crucificado- adquiere la deificación perfecta de su humanidad, puesta ahora en una inmortalidad actual. Está la participación del Verbo en el acto trinitario, pero está también la participación sinérgica y activa de su humanidad en la victoria sobre la muerte. Si Dios no puede salvar al hombre sin su colaboración, tampoco puede resucitarle sin su participación activa, sin el sudor de sangre y el fíat de Getsemaní [...]. La resurrección de Cristo es la victoria que suprime la muerte. Esta constituía, por tanto, un cambio ontológico: ahora el cuerpo espiritual de gloria podía reaparecer en este mundo sin estar atado a sus leyes; podía pasar a través de las puertas cerradas y desaparecer ante los ojos de los discípulos. Estas propiedades arquetípicas del cuerpo resucitado del Señor pueden sugerir la idea de que hoy el cuerpo resucitado pierde la fuerza negativa de la repulsión (hostilidad y solipsismo) que constituye la materialidad opaca, el volumen cerrado de los objetos en el espacio, y no conserva más que la fuerza positiva de la atracción (caridad), lo que suprime la resistencia, la impenetrabilidad, y permite pasar «a través», ser transparente, traspasador, abierto a todo y totalmente comunicante (P. N. Evdokimov, Teologia Bella belleza. L'arte dell'icona, Paoline, Roma 1981, pp. 294ss. Edición española: El arte del icono: teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid 1991).