Salmo 50

Ten piedad de mí, Señor,
en tu misericordia

«De este modo os renováis espiritualmente y os revestís del hombre nuevo» (Ef 4,23ss).

 

Presentación

El Miserere es el salmo penitencial y de lamentación individual más famoso y familiar del salterio. Es un texto que se debe rezar más con lágrimas que con palabras. Brotó del ánimo de David —aunque no en su forma actual, que refleja la teología posterior del siglo VI a. C.— cuando tomó conciencia de su propio pecado (cf. 2 Sm 11,1—12,13).

En su súplica alega un atormentador deseo de purificación interior, sin preocuparse de insultar a los enemigos o de la liberación de los males físicos. Están subrayados los tres momentos típicos del que experimenta el drama del pecado: la toma de conciencia de la triste situación personal de pecado; la imploración de la liberación de tal esclavitud; la conclusión cargada de esperanza: intervención de Dios y promesa de compromisos.

Debemos notar el uso de los verbos en el salmo: prevalece el modo indicativo en la confesión y en la acción de gracias, y el modo imperativo en la súplica. La estructura literaria del salmo podemos determinarla de este modo:

— vv. 3-4: invocación inicial de purificación por el pecado reconocido;

— vv. 5-8: confesión de la culpa y reconocimiento de la justicia de Dios;

— vv. 9-14: oración del fiel para implorar el espíritu de Dios; - vv. 15:19: conclusión con votos de agradecimiento;

— vv. 20-21: añadido litúrgico del tiempo del exilio sobre los sacrificios de justicia y la reconstrucción de los muros de Jerusalén como signo del perdón de Dios, obtenido por el arrepentimiento de todo el pueblo.

3Misericordia, Dios mío;
por tu bondad, por tu inmensa compasión,
borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti sólo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.

7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
8Te gusta un corazón sincero
y en mi interior me inculcas sabiduría.

9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
10
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu )justicia.
17Señor, me abrirás los labios
y mi boca proclamará tu alabanza.

18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado
tú no lo desprecias.

20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos;
sobre tu altar se inmolarán novillos.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El orante dirige a Dios, presente en el templo, una acongojada e implorante oración de perdón, apelando a la misericordia del Señor y reconociendo sus propias culpas: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (vv. 3-5).

La súplica se abre con una doble urgencia: frenar la ira de Dios e implorar la misericordia divina. El pecador declara que es responsable de su pecado y se siente aplastado y mortificado por esta triste realidad. Debe notarse que los términos hebreos empleados son diferentes y describen las distintas dimensiones del pecado. Hay una triple progresión destinada a señalar el pecado: pesha' (rebelión), hawón (maldad, desviación tortuosa), hatta' (error, errar el blanco). Hay también una triple designación para el perdón: mahá (borrar), cabas (lavar), tahar (purificar).

El pecador reconoce lo que está mal ante Dios (v 6a), admite su culpabilidad y confiesa que sólo la justicia de Dios, es decir, su amor misericordioso, puede liberarle (v 6b). Pasando revista a su vida, observa que está cubierta de pecado desde su nacimiento (v. 7) y que sólo Dios, con su acción interior, ha conseguido hacerle tomar conciencia de su estado de pecador (v. 8).

A la confesión sincera elevada por el orante a Dios, que siempre se muestra compasivo con el pecador, le sigue la súplica confiada en favor de la liberación de la culpa: «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (vv. 9-12).

Es la oración de un hombre arrepentido que desea ser liberado del pecado, obtener la alegría de vivir. Quiere que se realice en su vida una nueva creación, un «corazón puro» y una renovación interior. Eso le permitirá volver a encontrar la comunión con Dios, experimentar la salvación, volver al estado de inocencia y estar disponible al servicio de un culto agradable al Señor (vv. 13ss).

Con el perdón de Dios resurge el hombre entero: el cuerpo y el espíritu rotos recuperan una nueva existencia y la plena disponibilidad convertida en voto de un servicio de iluminación dirigido también hacia los hermanos alejados (v 15). Entonces, liberado del fruto del pecado, podrá cantar sin fin la bondad y la ternura divina (v 16ss) y ofrecer a su Señor el sacrificio de su corazón reconciliado (vv 18ss).

El salmo concluye con el canto de fe de toda la asamblea, que se une a la acción de gracias del hombre renovado en su corazón (vv. 20ss).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

No es difícil releer el Miserere vinculándolo, primero, con las grandes profecías de Ez 36 y Jr 31, que hablan de la alianza nueva que Dios establecerá con la humanidad, infundiéndole el don del Espíritu y el de la ley escrita en el corazón del hombre (cf. Rom 7,1-8,16), y aplicándolo, después, a la enseñanza de Jesús, que nos reconcilió con su sangre con el Padre. La invitación apremiante de todo el anuncio de Cristo fue: «Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

En el fondo, se puede rezar este salmo recorriendo la vida humana de Jesús, que cargó coi nuestro pecado, haciendo morir en nosotros el hombre viejo y renacer la vida, pidiendo perdón a Dios por los pecados e invocando su misericordia. El cristiano, en efecto, se libera del pecado no gracias a sus fuerzas, sino únicamente confiando en el poder de Cristo, modelo de cada hombre nuevo, y reconociéndose pecador: «Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos purificará de toda culpa» (1 Jn 1,9).

Cuando el hombre confiesa su propia pobreza y miseria espiritual, la justicia salvífica de Dios está dispuesta siempre a renovarle interiormente, infundiéndole con la Palabra de Jesús una vida nueva y con el don del Espíritu un corazón puro y capaz de amar. Afirmaba Orígenes: «Así como Dios dispuso para el cuerpo los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, preparó también medicinas para el alma con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. [...] Dios otorgó asimismo otra actividad médica de la que es médico el Salvador, el cual dice de sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos ". El era el médico por excelencia, capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad».

El cristiano, con el final del salmo, invoca la experiencia siempre nueva del perdón de Dios también para su Iglesia, que repite esta oración cada viernes, al comienzo de la cuaresma y en las celebraciones penitenciales, reconociéndose necesitada constantemente de conversión.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La existencia cristiana es una realidad dinámica que deviene; es un camino de fe en el que el creyente se siente peregrino en el mundo y, a causa de su fragilidad humana, experimenta asimismo la necesidad de una continua conversión y de un perdón renovado. El discípulo de Jesús puede caer en el pecado, pero el que confiesa sus pecados y se reconoce pecador recupera la vida del espíritu y camina hacia Dios. No es la presunción o la ilusión de tener la conciencia tranquila o de ser un hombre justo lo que salva, sino sólo el humilde y confiado recurso a la misericordia de Dios: «Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,9).

El hecho de que el evangelio subraye que el cristiano puede sucumbir al mal nos estimula a cada uno de nosotros a tomar en consideración seriamente el pecado, a fin de vigilar y mantenerlo alejado. Ahora bien, dado que el pecado y el rechazo del Señor son realidades posibles y bastante frecuentes, debemos apoyar nuestra existencia no en nuestras solas fuerzas, sino en el poder de Cristo, que «como abogado ante el Padre» (1 Jn 2,1) intercede en nuestro favor y nos purifica de todo pecado. Con todo, si la raíz mala del pecado se encuentra en el rechazo radical de Cristo, la victoria sobre el pecado se encuentra sólo en un camino continuo de fe y en vivir como hijos de Dios.

Los cristianos, para derrotar al pecado y al mal, debemos permanecer unidos a Cristo y dejar que la Palabra de Dios, interiorizada y vivida, obre en nosotros como una «semilla» divina. El verdadero discípulo del Señor se encuentra, en efecto, en la esfera de Dios y, bajo la acción del Espíritu Santo, se conserva exento del mal y vive en estado de continua reconciliación con Dios y con los hermanos. Este camino in crescendo, por medio de la Palabra interiorizada, hará de cada comunidad cristiana un pueblo santo, un pueblo sin pecado, cuyo fruto es la purificación interior, la victoria sobre el pecado e incluso la impecabilidad del cristiano, debida al hecho de que los hijos de Dios alcanzan el don escatológico de la impecabilidad del propio Cristo, mantenida por la inhabitación recíproca entre el creyente y Jesús.

Si el pecado es cierre a la verdad de Cristo y repliegue sobre nosotros mismos, se puede decir sin más que el corazón de la ética cristiana se encuentra en el amor a Dios y al hermano. Todo gira en torno al centro que es la caridad. El amor cristiano es apertura, intercambio, reciprocidad gratuita, entrega total a los otros. Esto construye nuestra comunidad de fe, en oposición al odio, que es lo que la destruye. El amor cristiano, que tiene su fundamento y su modelo en el amor de Cristo, nos permite pasar cada día de la muerte a la vida, dando a todos esperanza y alegría.

b) Para la oración

«Gracias, Dios mío, por habernos dado esta divina oración del Miserere [...] que es precisamente nuestra oración cotidiana [...]. Es la oración humana, cotidiana, por excelencia, la que hace subir al hombre a Dios de una manera absolutamente natural. Expresa nuestras culpas, nuestros pecados, nuestras miserias, y pide todo aquello que necesitamos, la gracia, el Espíritu Santo; expresa nuestras aspiraciones y nos hace subir gradualmente desde el fondo de nuestra miseria a la alabanza a Dios y a su trono. Recitemos a menudo este salmo, hagámoslo a menudo el tema de nuestras oraciones. En él se encierra la sustancia de todas nuestras oraciones: adoración, amor, ofrenda, acción de gracias, arrepentimiento, petición. Parte de la consideración de nosotros mismos y de la observación de nuestros pecados, y desde ahí se eleva a la contemplación de Dios, pasando por el prójimo y orando por la conversión de todos los hombres» (Charles de Foucauld).

Gracias, Padre Santo, por tu gran misericordia, que tantas veces hemos experimentado en nuestra vida después de la realidad del pecado y del vacío que se creó en nuestra vida espiritual. Hemos pasado muchas veces por la experiencia de no ser dignos de llamarnos hijos tuyos, pero tú nos acoges como al hijo pródigo en tus brazos paternos y nos llevas a tu casa de alegría y de fiesta. Tú que escrutas nuestros corazones renuévanos en el corazón con la fuerza del Espíritu Santo, a fin de que podamos gritar a todos la bondad y la ternura que alimentas por cada uno de nosotros.

c) Para la contemplación

David habla por todos los hombres. Un hombre fuerte, que ha sido herido, siente que se le acerca la muerte y yace desnudo cubierto de heridas sangrantes. En esta situación, invoca con todas sus fuerzas la llegada del médico. La herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce a tu Médico! Muéstrale las llagas de tus culpas. Y puesto que a él no se le esconden nuestros secretos pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón. Muévele a compasión con tus lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga tus suspiros, que tu dolor llegue hasta él de modo que, al fin, pueda decirte: «El Señor ha perdonado tu pecado» (2 Sm 12,13). Clama con David: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión» (v 1). Lo cual equivale a decir: Muero a causa de una herida atroz y ningún médico puede curarme, salvo Aquel que es omnipotente. Para él, ningún mal es incurable y, con una sola palabra, restaura la salud. Desesperaría a causa de mi herida si no pusiera mi esperanza en el Omnipotente. Señor Jesús, dígnate acercarte a mí, movido por tu misericordia. He partido de Jerusalén hacia Jericó, del cielo a la tierra, de la vida a la enfermedad: he caído en manos de los ángeles de las tinieblas, que me han despojado del vestido de la gracia y me han abandonado medio muerto, cubierto de llagas. No me niegues la esperanza de curarme: por la desesperación se agravarán las heridas de mis pecados si tú no las curas. Úngeme con el óleo del perdón y el vino de la compunción. Y si quieres montarme sobre tu propia cabalgadura, habrás ayudado, ciertamente, a un pobre. Tú que sobrellevas nuestros pecados, que has pagado por nosotros la deuda, si me conduces a la posada de tu Iglesia, alimentándome con tu cuerpo y con tu sangre, me curarás. Mientras permanezco en esta carne corruptible, necesito que me guardes. Escúchame, ¡oh Buen Samaritano!, escúchame, que estoy desnudo y herido, gimiendo y llamándote con el grito de David: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión» (Gregorio Magno, «In septem psalmos poenitentiales expositio», en PL 79).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Por tu inmensa compasión, borra mi culpa» (v 3).

e) Para la lectura espiritual

El tema del Miserere no es el pecado del hombre, sino el pecado del hombre en el marco de la misericordia de Dios. En los primeros versículos -junto a las tres palabras clásicas que expresan el pecado- se leen también las tres palabras clásicas que expresan la misericordia: «Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa» (v. 3). Así pues, bondad, compasión, misericordia. Estas tres palabras, con todo, no traducen bien el significado de los términos hebreos. La primera palabra (hanan) indica el gesto del que baja la mirada hacia un súbdito. Su nota esencial es la gratuidad y la discreción señorial, que no hace pesar el gesto que realiza ni hace bajar la mirada de quien lo recibe. La segunda palabra (ragamin) evoca el seno materno y alude a ese sentimiento rico de emotividad, de obstinación, de ternura, que es precisamente el amor materno. Se podría traducir por «ternura apasionada», como se lee en un pasaje de Isaías (49,15): «¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no tiene compasión del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». El tercer vocablo es el más rico (hesed). Indica la conducta que se debe mantener entre personas unidas por un vínculo, y podríamos traducirla por «solidaridad fiel» o, mejor, por «solidaridad obstinada». La fidelidad de Dios exige, a buen seguro, la correspondiente fidelidad del hombre. Sin embargo, también es verdad que la fidelidad de Dios resiste aunque el hombre no mantenga la suya.

El pecado del hombre es obstinado, pero igualmente obstinada es la misericordia de Dios, y la última palabra es la suya. El hombre bíblico experimenta ambas cosas conjuntamente, en este conjuntamente encuentra al mismo tiempo el coraje de la verdad y la serenidad del perdón. El que no ve la misericordia corre el riesgo de caer en la angustia del pecado, y la angustia paraliza. El que no ve la seriedad del pecado vive en la mentira. Las palabras de Jesús a los pecadores expresan siempre ambas cosas: «Vete y no peques más» (Jn 8,1 1). «No peques más» indica la seriedad de la culpa, y «vete» expresa el perdón. Primero el perdón; después, la advertencia (B. Maggioni, Davanti a Dio. 1 salmi 1-75, Vita e Pensiero, Milán 2001, pp. 162ss).