Salmo 35
Maldad del pecado y bondad del Señor

«El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida» (In 8,12).

 

Presentación

Este salmo, un texto poético que emplea varios géneros literarios, puede ser considerado una meditación sapiencia) o la súplica de un orante que, acusado injustamente, se dirige con confianza a Dios. La estructura del texto permite señalar tres partes:

– vv. 2-5: trágica situación de un malvado endurecido en el pecado;

– vv. 6-10: exaltación de las cualidades de Dios: bondad, fidelidad, justicia;

– vv. 11-13: súplica dirigida a la justicia divina.

El salmo nos presenta el contraste que se da entre la triste situación psicológica y moral del malvado y la eficaz meditación sobre la bondad del Señor, a la que se vincula el creyente, que se vuelve, a continuación, orante en la súplica.

 

2El malvado escucha en su interior
un oráculo del pecado:
«No tengo miedo a Dios,
ni en su presencia».

3Porque se hace la ilusión de que su culpa
no será descubierta ni aborrecida.

4Las palabras de su boca
son maldad y traición,
renuncia a ser sensato
y a obrar bien;
5acostado medita el crimen,
se obstina en el mal camino,
no rechaza la maldad.

6Señor, tu misericordia llega al cielo,
tu fidelidad hasta las nubes;
7tu justicia, hasta las altas cordilleras;
tus sentencias son como el océano inmenso.

Tú socorres a hombres y animales,
8¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!
Los humanos se acogen a la sombra de tus alas,
9
se nutren de lo sabroso de tu casa,
les das a beber del torrente de tus delicias,
10
porque en ti está la fuente viva
y tu luz nos hace ver la luz.

11Prolonga tu misericordia con los que te reconocen;
tu justicia, con los rectos de corazón;
12
que no me pisotee el pie del soberbio,
que no me eche fuera la mano del malvado.

13Han fracasado los malhechores;
derribados, no se pueden levantar.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El contraste entre la primera parte del salmo y la segunda es evidente: primero triunfa el malvado con la maldad de su pecado, después se exalta la justicia divina, que es fidelidad amorosa de Dios respecto al orante.

El cuadro típico del malvado se nos presenta en los primeros versículos (vv. 2-5) y está descrito a partir de su interioridad, donde anida el pecado. Según la visión bíblica, el hombre está habitado o bien por Dios, con su bondad, o bien por el espíritu del maligno, con su corrupción: «El malvado escucha en su interior un oráculo del pecado: "No tengo miedo a Dios, ni en su presencia"» (v 2). El malvado es alguien que no tiene su fundamento en la Palabra de Dios, lleva una vida desordenada según la lógica del mundo y se engaña al interpretar su propia vida con criterios de maldad.

El espacio otorgado al mal en el corazón del pecador le lisonjea, le hace perder la sabiduría y no le permite actuar según las reglas del bien. Hasta de noche es víctima del pecado el malvado, que hunde sus raíces en los caminos del mal: «Se obstina en el mal camino, no rechaza la maldad» (v. 5).

La experiencia del justo es completamente distinta. Confia en el Señor y él le sostiene. Su vida es una relación y un diálogo sereno y alegre con Dios, cuya misericordia llega al cielo y cuya fidelidad alcanza las nubes (v. 6). Las cualidades de Dios -hesed (gracia), sedaqá (fidelidad), mishpat (justicia), emuná (juicios)-son exaltadas por sus dimensiones cósmicas.

Estas cualidades divinas se ejercen en beneficio de los hombres mediante una acción salvífica, como si el Dios-Creador estuviera obligado a cumplir unos deberes de justicia respecto a sus criaturas en virtud de la alianza cósmica establecida con toda la creación (cf. Gn 8,15-22).

Los justos, que son fieles a Dios, experimentan su amor preveniente como un torrente vital que les sostiene, reciben su don, que es la salvación («luz») y la vida misma (v. 10). De aquí toma su impulso la alabanza del orante, que concluye con una plegaria para obtener de Dios la gracia de liberar a sus fieles de las manos de los prepotentes (vv. 11 ss) y la certeza de que a los malvados les espera una suerte que les llevará a la ruina para siempre (v. 13).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El mejor modo de leer el salmo en clave cristiana nos lo proporciona la lectura de la palabra de Jesús en el evangelio de Juan: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). El cristiano, a fin de evitar el pecado y encontrar el camino de la vida, está invitado a mirar la luz que viene de Cristo y a fijar su mirada en él, el único que puede venir en ayuda del hombre ante la tentación y la prueba del maligno.

El pecado asedia siempre al hombre, que tiende al mal, como afirma san Pablo en la carta a los Romanos respecto al condicionamiento del pecado: «Todos están bajo el dominio del pecado» (Rom 3,9). La enseñanza de la vida disoluta del pecador, que pone su propio yo como ley de conducta, está bien representada en el Nuevo Testamento. El que ha cerrado su propio corazón a Dios y actúa en las tinieblas es el hombre que está ciego desde el punto de vista espiritual, anda a tientas, sin saber por dónde va el camino de la vida. Hay, en efecto, dos modos de situarse ante el mal y el pecado y, por consiguiente, de plantear la propia existencia. Para los malvados, la vida es algo estático, cuyo centro sigue siendo el mismo hombre y sus ideas; el justo, por el contrario, es aquel que concibe la existencia como un camino: se considera siempre en camino y nunca se siente ante Dios como alguien que ha llegado, sino como alguien que tiene continuamente necesidad de perdón y de reconciliación.

Con la segunda parte del salmo rezó, ciertamente, Cristo hecho hombre, sabiendo que era el amor de Dios por los hombres (cf. Jn 3,16) expresado con los símbolos de la vida, de la luz, del agua y del alimento (cf. Jn 1,14; 4,14; 9,5; 12,36). Por otra parte, Jesús no es sólo el amor visible del Padre, sino que él mismo manifestó su amor incondicionado por cada hombre, especialmente por el pecador, con su palabra de perdón, con su vida entregada en el sacrificio de la cruz y en el eucarístico (cf. Jn 13,1; 6,57), que se abre en plenitud al banquete escatológico: «Dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero» (Ap 19,9).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La frase de Jesús «yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12a) afirma que él es la revelación de Dios que trae la luz, la vida y la salvación (cf. Is 42,6ss; 49,6; Sab 18,3ss). Jesús es la gran luz surgida no sólo para el pueblo de Israel, sino para toda la humanidad (cf. 4,42). El es el camino y la verdad, es decir, la seguridad del camino que debemos recordar, el guía del viaje, la posibilidad de acceder a Dios: «Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí» (Jn 14,6).

Él ilumina y vence las tinieblas del mundo dando vida a los hombres. Por consiguiente, también es la vida, es decir, la meta del camino, el premio y el objeto del viaje y de la existencia humana, el que rescata nuestro ser del naufragio de la muerte y del absurdo. El es la autoafirmación del amor vivo del Padre, que, en la persona del Verbo hecho carne, manifiesta al hombre la verdad de que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Pero inmediatamente después añade Jesús: «El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12b).

A fin de evitar las tinieblas y poseer la luz de la vida, el discípulo de Jesús debe caminar detrás de él. La invitación de Jesús a todo hombre presupone una elección personal. El es la lámpara que ilumina el camino, sustrae al hombre del influjo del mal y le permite volver a encontrar el sentido de la vida. Reflexionando bien, la fórmula autorreveladora tiene una doble función: cristológica y soteriológica. Sirve para manifestar la identidad de Jesús y su modo de ser respecto al Padre, pero también para iluminar el sentido específico de su misión en relación con los hombres, para poner de manifiesto su ser para el hombre. Jesús es, en efecto, en su realidad divina y humana, luz, porque, como verdadero Dios y como verdadero hombre, es para la humanidad el reflejo terreno de este Padre, cuyo rostro nos revela. Jesús sustrae así a Dios a su misterio y sumerge al hombre en la luz de Dios, haciéndole salir de su miserable existencia. Hagamos nuestra la afirmación de Gregorio Nacianceno: «A la luz del Espíritu Santo vemos y anunciamos la luz que es Cristo, el cual procede de la luz que es el Padre».

b) Para la oración

Con nuestras solas fuerzas, Señor, no somos capaces de seguirte y experimentar tu bondad. Concédenos compañeros de fe que nos permitan, con el testimonio de su vida cristiana, caminar hacia la reconciliación y el perdón que tú ofreces a todos los hombres, a pesar de nuestra parálisis.

Te damos gracias, oh Dios, Padre nuestro, por tu Hijo, Jesucristo: en él todas las promesas se han convertido en un «sí» y gracias a él podemos responder nosotros con nuestro «amén» a tu llamada, que nos invita a la libertad. Haz que seamos capaces de dejar todo lo que es secundario en la vida para unirnos a él en lo que es esencial y duradero, y para caminar siguiéndole en el pueblo que él reúne para la salvación de la humanidad.

c) Para la contemplación

«Ha meditado la iniquidad en su lecho.» ¿Por qué ha dicho «en su lecho»? «Ha dicho el injusto para pecar dentro de sí»; lo que antes ha dicho con las palabras dentro de sí, lo ha dicho ahora con las palabras en su lecho. Nuestro lecho es nuestro corazón: ahí es donde padecemos el tumulto de la mala conciencia y ahí es donde reposamos, cuando nuestra conciencia es buena. Quien ama el lecho de su corazón, realice en él algo bueno. Ahí está el lecho donde el Señor Jesucristo nos ordena orar: «Entra en tu aposento y cierra la puerta».

¿Qué significa «cierra la puerta»? No esperar de Dios cosas exteriores, sino las que corresponden al interior, «y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo dará». ¿Quién es el que no cierra su puerta? El que pide a Dios, como cosa de gran valor y a la que dedica todas sus oraciones, obtener los bienes de este mundo. Entonces tu puerta está abierta, la gente te ve rezar.

¿Qué significa cerrar la puerta? Significa pedir a Dios lo que sólo él puede darte de algún modo. ¿Y qué es eso por lo que cierras la puerta y rezas? «Lo que el ojo no ha visto, ni la oreja ha oído, ni ha subido al corazón del hombre». Y probablemente no ha subido a tu mismo lecho, es decir, a tu corazón. Mas Dios sabe lo que te dará. ¿Y cuándo sucederá? Cuando el Señor se revele, cuando aparezca como juez. ¿Qué hay, en efecto, más claro que lo que dará a los que estén a su derecha?

«Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34) (Agustín de Hipona, Esposizioni sui salmi, 35, 5, Cittá Nuova, Roma 1967, p. 719. Existe edición española en la BAC).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«En ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz» (v 10).

e) Para la lectura espiritual

Existe, pues, una operación más radical que se ha de realizar en relación con el pecado; sólo quien realiza esta operación hace verdaderamente la Pascua; y esta operación consiste en «romper definitivamente con el pecado 1 Pe 4,1), consiste en «destruir el cuerpo mismo del pecado» (Rom 6,6).

Quiero explicarme con un ejemplo o, más bien, contar una pequeña experiencia. Estaba recitando yo solo aquel salmo que dice: Señor tú me sondeas y me conoces... De lejos penetras mis pensamientos... todas mis sendas te son familiares (Sal 139,1 ss). Cuando, de repente, sentí como si me hubiera trasladado con el pensamiento al lugar donde está Dios y me escrutara a mí mismo con sus ojos. En mi mente surgió nítidamente la imagen de una estalagmita, es decir, una de esas columnas que se forman en el fondo de ciertas grutas debido a la caída de gotas de agua calcárea desde el techo de la misma gruta.

Al mismo tiempo, tuve la explicación de esta insólita imagen. Mis pecados actuales, en el curso de los años, habían ido cayendo en el fondo de mi corazón como si se tratara de gotas de agua calcárea. Cada una de ellas fue depositando un poco de su componente «calizo», es decir, un poco de opacidad, de endurecimiento y resistencia a Dios, e iba formando una masa con lo anterior. Lo más gordo resbalaba de vez en cuando, gracias a las confesiones, las eucaristías y la oración. Pero cada vez se quedaba algo que no se «disolvía», y esto porque el arrepentimiento y la contrición no siempre eran totales y absolutos. Y así mi estalagmita creció como una «columna infame» dentro de mí; se había convertido en una gran piedra que me hacía más pesado y obstaculizaba todos mis movimientos espirituales, como si estuviera «enyesado» en el espíritu. Este es, precisamente, ese «cuerpo del pecado» del que hablaba san Pablo, esa «levadura vieja» que, al no eliminarla, introduce un elemento de corrupción en todas nuestras acciones, obstaculizando el camino hacia la santidad.

¿Qué podemos hacer en este estado? No podemos quitar esa estalagmita solamente con nuestra voluntad, porque ella está precisamente en nuestra voluntad. Es nuestro viejo «yo»; es nuestro amor propio; es, literalmente, nuestro «corazón de piedra» (Ez 11,19). Tan sólo nos queda la imploración. Implorar al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, para que quite también nuestro pecado (R. Cantalamessa, Los misterios de Cristo en la vida de la Iglesia. El Misterio pascual, Edicep, Valencia 1996, pp. 104-105).