Salmo 26,1-6 (I); 7-14 (II)

Confianza en Dios en los peligros
a través de la oración humilde
y pobre del orante perseguido

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8,31).

 

Presentación

Este salmo de confianza en Dios, es rezado por el orante en el templo en tres situaciones de vida diferentes: momentos bélicos, abandono familiar, agresiones sociales. El título hebreo lo atribuye a David, perseguido por Saúl y antes de ser ungido rey en Hebrón, aunque para los especialistas hay que considerarlo como de la época exílica o postexílica. En el uso litúrgico, este salmo resuena el viernes y el sábado santo, por habérselo apropiado Cristo, varón de dolores, pero confiado en el Padre. Dos líneas espirituales determinan la composición unitaria del texto, con dos partes distintas y paralelas:

– vv. 1-6: sentido de confianza orientada a la alabanza en el Señor, a pesar del peligro;

– vv. 7-13: sentido de confianza que se convierte en oración ante las pruebas de la vida;

– v.14: oráculo sacerdotal como conclusión de la acción litúrgica.

  1. 1El Señor es mi luz y mi salvación,
    ¿a quién temeré?
    El Señor es la defensa de mi vida,
    ¿quién me hará temblar?

    2Cuando me asaltan los malvados
    para devorar mi carne,
    ellos, enemigos y adversarios,
    tropiezan y caen.

    3Si un ejército acampa contra mí,
    mi corazón no tiembla;
    si me declaran la guerra,
    me siento tranquilo.

    4Una cosa pido al Señor,
    eso buscaré:
    habitar en la casa del Señor
    por los días de mi vida;
    gozar de la dulzura del Señor,
    contemplando su templo.

    5Él me protegerá en su tienda
    el día del peligro;
    me esconderá en lo escondido de su morada,
    me alzará sobre la roca;
    6
    y así levantaré la cabeza
    sobre el enemigo que me cerca;
    en su tienda sacrificaré
    sacrificios de aclamación:
    cantaré y tocaré para el Señor.
     

  2. 7Escúchame, Señor, que te llamo;
    ten piedad, respóndeme.

    8Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».

    Tu rostro buscaré, Señor,
    9
    no me escondas tu rostro.
    No rechaces con ira a tu siervo,
    que tú eres mi auxilio;
    no me deseches, no me abandones,
    Dios de mi salvación.

10Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.

11Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.

12No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos
que respiran violencia.

13Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.

14Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El primer cuadro del salmo traza el rostro de Dios con dos símbolos, que son la expresión de la fe y de la confianza del orante: el Señor es luz y salvación. Dios es luz por ser principio de la creación y revelador de la vida; Dios es salvación por ser defensa y fuerza del fiel (v 1). Las dificultades de la vida y las asechanzas del mal no hacen doblarse al fiel, que permanece firme gracias a su confianza en Dios. Más aún, aunque tuviera ante él un ejército enemigo preparado para la lucha y aunque estuviera en medio de la batalla, su ánimo permanecería firme y sin perder la seguridad: «Me siento tranquilo» (v 3). En esta situación sólo el templo sigue siendo el lugar de la tranquilidad y de la paz, porque es el lugar de la presencia de Dios: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor» (v 4). Para el salmista, Dios es la «roca» estable sobre la que él, incluso en los días de la desventura y de la prueba, puede construir su vida, fundamentar todas sus seguridades, llevar a cabo una experiencia íntima y personal de Dios y de su acción salvífica, ofreciendo sacrificios de acción de gracias al Altísimo con cantos de alegría (vv. 5ss; cf. Sal 17,1 ss).

En el segundo cuadro del salmo, el orante, ya en el templo, desahoga su corazón con una profesión de fe en forma de súplica, en la que interpela directamente al Omnipotente: «Escúchame, Señor, que te llamo; ten piedad, respóndeme» (v 7). La oración se vuelve ahora súplica, que implora ayuda y protección en la seguridad de que el orante, convertido en «siervo», será escuchado, ayudado y guiado por Dios. Apoyado en esta seguridad, el salmista pronuncia, con expresiones altamente humanas, su profesión de confianza en Dios: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10; cf. Is 49,15). Ahora bien, el creyente no agota su diálogo con Dios reduciéndolo al espacio sagrado del templo, sino que se abre asimismo a la vida concreta, por donde camina con rectitud y seguridad.

La conclusión del salmo la lleva a cabo el sacerdote con un oráculo de confianza dirigido al orante para que no tema, sino que permanezca firme, esperando en la fidelidad y en la asistencia del Señor (v 14; cf. Sal 30,25).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este salmo, releído en clave espiritual, se convierte para el cristiano en profesión de fe en el Señor porque ha sido su fuerza y su salvación con ocasión del bautismo y en la iniciación de su vida cristiana. Una vez entrado, efectivamente, en el espacio vital de la Iglesia, «verdadera morada de Dios con los hombres» (Ap 21,33), experimentó la comunión y la intimidad con Dios y la belleza de la unidad con los hermanos en la fe. Y todavía ahora, a pesar de las tribulaciones y las diferentes pruebas de la vida, el cristiano experimenta la cercanía del Señor, que es su fuerza y su apoyo. También el apóstol Pablo nos recuerda en la segunda carta a los Corintios que, precisamente en las dificultades de la vida cristiana, nos ha sido enviado como consolador el Espíritu Santo, que nos ha dado el Padre por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 2 Cor 1,3-5). Toda la Iglesia, por tanto, hace suyo este salmo para expresar su confianza en el Señor resucitado, incluso cuando las pruebas y las dificultades del mar agitado de nuestro tiempo parecen hacer vacilar la barca donde se encuentran los discípulos de Jesús muertos de miedo y donde el mismo Señor reposa tranquilo. Sólo la invocación implorada y confiada, así como la certeza de la presencia de Cristo entre los suyos como luz, salvación y defensa, pueden tranquilizar el presente de la vida y permiten esperar un futuro mejor.

En el segundo díptico del salmo podemos ver en el orante la figura de Cristo, que sufre durante la pasión, e invoca y suplica al Padre: «No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (v 9; cf. Sal 21,2). Jesús, asediado por sus enemigos, confía en el Padre. Se entrega a la condena y a la cruz por la humanidad y asume su grito de liberación para presentarlo al Padre: «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente» (Heb 5,7). En Getsemaní tuvo lugar la hora de la extrema debilidad del Hijo de Dios, porque llegó hasta el fondo de nuestra debilidad para salvarnos y llevarnos de nuevo al Padre. Sin embargo, en la vida de Cristo, los dolores son siempre expresión de confianza y de esperanza, porque está convencido de que el Padre le glorificará con la victoria sobre la muerte y con el triunfo de la resurrección. Él, el primero de los resucitados, en efecto, entró en la casa del Padre y, tras él, todos los creyentes están llamados a entrar en la misma morada para contemplar el rostro de Dios y gozar de la alegría de la patria celestial como recompensa por una vida vivida en la fe y en el amor.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La oración del salmista se vuelve para nosotros la oración de Jesús al final de su vida. Jesús llevó a su cumplimiento la obra que el Padre le había asignado y glorificó a Dios con su obediencia. Ahora, al final de su vida, elevando su oración al Padre, le pide que su misión llegue a su cumplimiento definitivo con su propia glorificación: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que él te glorifique» (Jn 17,1). Jesús empieza su plegaria antes de su pasión, llamando a Dios con el nombre de «Padre». En los labios de Jesús aparece la palabra más simple y misteriosa. Es la relación apropiada para comprender la verdadera relación íntima entre una paternidad amorosa y una filiación obediente. Jesús es consciente de esta relación con Dios, y nosotros, los creyentes, no debemos olvidarla, a fin de participar en la oración de Jesús.

La «hora» de su vida, para el Hijo de Dios, es el momento histórico-salvífico en el que converge toda su vida, el momento en el que Cristo es glorificado, pasando a través de la pasión, muerte y resurrección. Es el momento de la obediencia extrema del Hijo al Padre, modelo de vida para cada uno de nosotros. Es el momento en el que el Padre manifiesta su amor total al mundo y glorifica al Hijo en la cruz para que todos le glorifiquen. La gloria que espera el Hijo es la victoria sobre el mundo que le condena al madero; es el reconocimiento de que el amor de Dios le acompaña siempre en la hora de los acontecimientos finales. De hecho, mediante la aniquilación del Hijo se manifiesta con mayor esplendor la gloria, porque ésta no es el premio de la cruz; es la cruz misma.

Jesús ha recibido todo poder del Padre. Éste ha puesto todo en sus manos (cf. Jn 3,35; 5,19-23; 13,3). Este don del amor del Padre, fruto asimismo de la obediencia hasta la muerte del Hijo, consiste no sólo en el cuidado que el buen pastor dispensa a su rebaño (cf. Jn 10,18), sino también en el poder de darnos la vida eterna a nosotros, a los que el Padre le ha dado y se han adherido a él. Así pues, al término de su misión de revelador, Jesús profesa que ha glorificado al Padre en la tierra, llevando a su cumplimiento en su integridad la misión que el Padre le había confiado. En efecto, Cristo buscó siempre cumplir la voluntad del Padre a través de una relación total de obediencia y de unidad: «Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado llevar a cabo su obra» (Jn 4,34).

Pero pide también ser glorificado él mismo. Con todo, no quiere la gloria como recompensa por la misión que ha realizado, sino sólo para hacer llegar a su plenitud la revelación con su libre aceptación de la muerte en la cruz y volver así al Padre con la forma de existencia que le corresponde. Ahora comprendemos en qué consiste la gloria que apareció en Jesús: es su unión con el Padre lo que él revela y hace visible, y lo que nuestra fe reconoce como obras del Hijo y del que busca su imitación (cf. Jn 5,20-36).

b) Para la oración

Padre santo, tú eres, en Cristo, la luz y la salvación de todos los hombres, tú eres la Palabra de vida que nos has hecho brillar los ojos a nosotros, los creyentes, con la vida de tu Hijo, Jesús. Concédenos a todos nosotros pasar de las tinieblas a tu luz espléndida para que podamos glorificarte con las buenas obras de nuestra vida de seguimiento tras los pasos de tu Hijo. Tú enviaste antes a los profetas y, en la plenitud de los tiempos, nos entregaste a Jesús, que vino entre nosotros como liberador y ejemplo de vida. Su presencia molestaba a muchos, porque exigía autenticidad en el comportamiento y coherencia con tu Evangelio. Por eso, en vez de recibirle, decidieron matarle colgándole en la cruz. Entonces, en tu bondad con nosotros, confiaste tu viña y tu rebaño a otro pueblo, a tu Iglesia. Concédenos habitar siempre en tu casa para saborear tu dulzura, participar en la fiesta de su resurrección, dar un fruto que dure en el tiempo y elevar cantos de gloria en honor de nuestro hermano y salvador.

c) Para la contemplación

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Dichoso el que así hablaba, porque sabía cómo y de dónde procedía su luz y quién era el que lo iluminaba. El veía la luz; no esa que muere al atardecer, sino aquella otra que no vieron ojos humanos. Las almas iluminadas por esta luz no caen en el pecado, no tropiezan en el mal.

Decía el Señor: Caminad mientras tenéis luz. Con estas palabras se refería a aquella luz que es él mismo, ya que dice: Yo he venido al mundo como luz, para que los que ven no vean y los ciegos reciban la luz. El Señor, por tanto, es nuestra luz, es el sol de justicia que irradia sobre su Iglesia católica, extendida por doquier. A él se refería proféticamente el salmista cuando decía: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El hombre interior, así iluminado, no vacila; sigue recto su camino y todo lo soporta. El que contempla de lejos su patria definitiva aguanta en las adversidades, y no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante, y su humildad lo hace paciente. Esta luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, el Hijo, revelándose a sí mismo, la da a los que lo temen, la infunde a quien quiere y cuando quiere.

El que vivía en tiniebla y en sombra de muerte, en la tiniebla del mal y en la sombra del pecado, cuando nace en él la luz, se espanta de sí mismo y sale de su estado, se arrepiente, se avergüenza de sus faltas y dice: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Grande es, hermanos, la salvación que se nos ofrece. Ella no teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento. Por esto, debemos exclamar plenamente convencidos no sólo con la boca, sino también con el corazón: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Si es él quien ilumina y quien salva, ¿a quién temeré? Vengan las tinieblas del engaño: el Señor es mi luz. Podrán venir, pero sin ningún resultado, pues, aunque ataquen nuestro corazón, no lo vencerán. Venga la ceguera de los malos deseos: el Señor es mi luz. El es, por tanto, nuestra fuerza, el que se da a nosotros, y nosotros a él. Acudid al médico mientras podéis, no sea que después queráis y no podáis (Juan Mediocre de Nápoles, «Sermón 7», en PLS 4, cols. 785ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (v 1).

e) Para la lectura espiritual

La vida de fe no puede prescindir de la oración. Ahora bien, en una existencia secular, en el mundo, parece que la oración es, al mismo tiempo, indispensable y difícil. Las vidas consagradas a Dios son vidas que oran, sean quienes sean, estén donde estén; su oración es, al mismo tiempo, un don de Dios y una conquista. Una vida secular privada de oración no pertenece a Dios.

Ahora bien, así como es necesario encontrar las modalidades de los consejos evangélicos en las condiciones de la vida secular, también lo es que en estas mismas condiciones se encuentren las modalidades de la oración y de sus auxilios casi indispensables: el silencio, el recogimiento, el sentido litúrgico. Creer intensamente que Dios existe, que es el Dios vivo y verdadero, y que ama, de tal modo que podemos darle nuestra vida, debe comportar, con un mínimo de lógica, la necesidad de hacer silencio, de configurarnos en la intención o en la acción con lo que él ha prescrito para adorarle.

La oración conserva, en efecto, a través de todos los estados de vida, algo que es siempre lo mismo: la relación entre un hombre y su Dios, y esa relación es amor. Sin embargo, para todos los que han sido llamados —sea cual sea la modalidad de la llamada— a entregarse a Dios, la oración será siempre, poco o mucho, un sacrificio. Tiene en común con el celibato querido, la pobreza querida, la obediencia querida, el aspecto sacrificial: es un conjunto. Por ese motivo debe tener para sí el tiempo que le pertenece de manera exclusiva. Sin este tiempo, el tiempo restante quedará vacío o quedará como si estuviera desprendido de Dios. No debe ser un tiempo superfluo: lo tomamos del tiempo útil para darle una mayor utilidad (M. Delbrél, Comunitá secondo il vangelo, Morcelliana, Brescia 1976, pp. 162ss. Edición española: Comunidades según el evangelio, PPC, Madrid 1998).