Salmo 23

Abríos, puertas, al rey de la gloria
en el monte del Señor

«No vi templo alguno en la ciudad, pues el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son su templo» (Ap 21,22).

Presentación

Se trata de un salmo arcaico, y en él se distinguen tres temas, que reflejan tres minihimnos, reunidos para el uso litúrgico en el templo de Jerusalén:

– vv. 1-2: expresiones hímnicas de alabanza a Dios, creador del mundo y señor de la historia;

– vv. 3-6: fragmento catequético que enumera las exigencias ético-religiosas para tener acceso a Dios (cf. Sal 14);

– vv. 7-10: descripción de la entrada en el templo del Señor, rey de la gloria.

Los cristianos emplean este salmo en la liturgia del domingo de Ramos y también en la de la Ascensión, mientras que los judíos lo recitan el día de Año Nuevo.

1Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
2
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.

3-¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
4
-El hombre de manos inocentes,
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.

5Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.

6-Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

7¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.

8-¿Quién es ese Rey de la gloria?
-El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra.

9¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.

10-•Quién es ese Rey de la gloria?
7
EL Señor, Dios de los ejércitos.
El es el Rey de la gloria.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

A pesar de su brevedad, este salmo, considerado como una liturgia de entrada en el templo, se presenta complejo y rico en múltiples interpretaciones. El origen del salmo se puede reconstruir de este modo: los fieles, llegados al templo con ocasión del solemne traslado del arca santa al tabernáculo de Jerusalén, después de la conquista de la fortaleza jebusea por parte de David (cf. 2 Sm 6,1-16; Ex 40,21.34; 43,4; Sal 67,25ss), los fieles, decíamos, se detienen esperando su entrada y preguntan a los sacerdotes quién es digno de entrar en el santuario. Los sacerdotes responden enumerando un código de vida ético-religioso. A esta primera pregunta le sigue una segunda: ¿quién es el Rey de la gloria que reside en el templo? Y los sacerdotes responden: «El Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra» (v 8). El diálogo concluye con la apertura de las puertas del santuario y con la entrada del rey de la gloria seguido de los fieles, que celebran una liturgia de alabanza y de acción de gracias a Dios.

En la primera estrofa nos encontramos con expresiones hímnicas de alabanza a Dios que reflejan la cosmología oriental del tiempo y constituyen una breve profesión de fe en el Dios creador, que gobierna el cielo y la tierra, porque «él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos» (v 2). La segunda estrofa nos hace pasar del amplio y universal horizonte de la creación al restringido del «monte del Señor», que es el de la ciudad santa (v 3; cf. 1 Re 8,27).

Aquí se enumeran las tres claras condiciones que debe cumplir el hombre para entrar en comunión con Dios según la ética de la alianza: 1) «El hombre de manos inocentes y puro corazón» (v 4a), o sea, aquel que tiene toda su persona radicalmente abierta y disponible a Dios; 2) el «que no confía en los ídolos» (v. 4b), es decir, no establece pactos con ellos; 3) el que no «jura contra el prójimo en falso» (v. 4c), esto es, el que no perjudica a su prójimo con engaños. El que practica estos preceptos morales es agradable a Dios y busca su rostro con corazón sincero (v. 6). La tercera estrofa, por último, describe la entrada en el templo con la invitación lanzada en las puertas a dejar sitio al Señor, «al Rey de la gloria» (vv. 7 y 9), es decir, al rey de la kabod, presencia divina deslumbrante. El, cual rey victorioso en la guerra, toma posesión de su casa para ejercer su poder.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

A la luz del Nuevo Testamento hemos de leer el salmo teniendo presente el tema fundamental contenido en el texto: el camino del hombre que quiere entrar en comunión con el Señor. Ahora bien, para vivir en unidad y en comunión con Dios es preciso estar en regla, es decir, practicar el código de vida ético-religioso, que, para el cristiano, se resume en el espíritu del sermón de la montaña: «Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará. Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,6-8). Con esta condición, el cristiano puede pronunciar su alegre proclamación de fe en Dios, creador del universo y señor de la historia: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes» (v. 1). Bajo esta fe se hunden todos los ídolos del mundo y cualquier presunción ilusoria de poder y de gloria. San Pablo cita el v 1 del salmo en 1 Cor 10,26 cuando habla de las carnes inmoladas a los ídolos que han sido compradas en el mercado. Ante la perplejidad de los cristianos, afirma que «todo es lícito, pero no todo edifica» (1 Cor 10,23): es lícito comer las carnes ofrecidas a los ídolos con tal de que no sea motivo de escándalo, porque todo es del Señor y sólo a él debemos dar gloria.

En la segunda parte del salmo, que habla del «Rey de la gloria» (w. 7-10), es fácil ver la figura de Cristo, que encarna el papel del verdadero rey descrito en el evangelio de Juan, donde el evangelista subraya la realeza de Jesús ante Pilato y su elevación al trono de gloria, que es la cruz, con la inscripción «Jesús el Nazareno, rey de los judíos» (cf. Jn 12,13; 18,33-37; 19,19). Jesús es el Señor de la gloria, fuerte y valeroso en la batalla, tras vencer contra Satanás y derrotar el mal y el pecado (cf. 1 Cor 2,8; 15,25ss). Entra triunfante en Jerusalén, como rey mesiánico, para ser elevado a la cruz gloriosa, y, a continuación, entra por la puerta de los infiernos como vencedor de la muerte. La Iglesia canta, en efecto, en el triduo pascual el misterio de su kenosis y el de su fuerza victoriosa cuando contempla al Resucitado en el cielo de la divinidad, que asciende al Padre llevando consigo a la humanidad redimida y reconciliada con Dios.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

En una carta dirigida a Trajano y fechada en el año 103 d. C., el escritor latino Plinio el joven recuerda que el Sal 24 era reconocido como la oración de la liturgia cristiana de la aurora. Y, en realidad, el texto nos ayuda a reflexionar sobre el hecho de que nosotros, los cristianos, somos en esta tierra peregrinos que caminan hacia la casa del Padre, que necesitan encontrarle y vivir para siempre en comunión de vida con él. Más aún, en esta tierra somos ya nosotros mismos morada de Dios, como nos recuerda la carta a los Hebreos: «Y su casa somos nosotros, siempre que mantengamos la confianza y el júbilo que proporciona la esperanza» (Heb 3,6). Y podemos afirmar también con el evangelista Juan que en nosotros habita el amor del Padre si nos abrimos al amor a los hermanos: «Si nosotros nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su perfección» (1 Jn 4,12). Cristo, verdadero templo de Dios y Rey de la gloria por el poder de su resurrección, se hace presente a su comunidad en la acción litúrgica diaria y la Iglesia le espera para que venga en medio de su pueblo. Ahora bien, nos corresponde a los creyentes buscarle con un corazón sincero como los «limpios de corazón», a fin de ver ahora su velada manifestación, mientras esperamos contemplar en plenitud su rostro glorioso.

En la segunda parte del salmo, la Iglesia ve, en la entrada gloriosa del rey vencedor, que penetra en su morada, la venida de Jesús al mundo a través del misterio de su encarnación, a fin de llevar de nuevo a todos los hijos de Dios al Padre. En esta casa común donde reside Dios entrarán no los que hayan dicho «Señor, Señor», sino aquellos que en vida hayan cumplido su voluntad, viviendo con coherencia las verdaderas exigencias del Reino, que se resumen en la pureza de vida y en la transparencia del corazón dirigido a los hermanos con amor.

Éstos son los verdaderos adoradores que busca el Padre, todos los que le adoran «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23s). A nosotros nos corresponde abrirle las puertas a Cristo, a fin de que entre en nuestra vida, tome posesión de la misma y reine en ella como soberano. El lugar sagrado -entendido tanto en sentido material (el templo) como en sentido espiritual (el corazón y la interioridad humana)- es el espacio adonde Dios viene y entra sólo con ciertas condiciones. Al que se muestre dócil y humilde le abrirá las puertas de su Reino, donde fue el primero en entrar glorioso y donde también nosotros viviremos en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Han puesto su morada en el Reino de la vida eterna, haciéndose templo de la gloria para nosotros (cf. Ap 3,8).

b) Para la oración

Oh Dios, Señor del cielo y de la tierra, que has cimentado la tierra sobre los mares, concédenos tener unas manos inocentes y un corazón puro para acoger a Cristo, rey de la gloria, que está a punto de entrar en su templo de luz. Reanima la fe de tu Iglesia, para que pueda calmar su sed en las fuentes de tus aguas de vida. Purifica, además, nuestro corazón frágil e inéonstante de los ídolos del mundo y enciende en nosotros el fuego de tu amor, para que en nuestra peregrinación por esta tierra mantengamos fijos nuestros corazones hacia el santuario de Dios y, un día, podamos entrar y morar en él en comunión contigo. Y ahora, oh Señor, que constituiste a tu siervo Jesús Rey de la gloria, aleja de nosotros toda dificultad para subir a tu monte santo y abrir nuestro corazón a él, que viene y vendrá.

c) Para la contemplación

Los mismos ángeles se quedaron estupefactos ante el misterio. Cristo según la carne, al que poco antes encerraba una estrecha tumba, volvía a subir desde la estancia de los muertos a lo más alto de los cielos. Los ángeles vacilaron. El Señor volvía vencedor; entraba en su templo cargado de despojos desconocidos. Angeles y arcángeles le precedían, admirando el botín conquistado a la muerte. Sabían que nada corpóreo podía acceder a Dios y, sin embargo, veían el trofeo de la cruz sobre su hombro: era como si las puertas del cielo, que le habían visto salir, no fueran ya bastante grandes para volver a acogerle. Nunca había estado a la altura de su grandeza, mas para su entrada como vencedor hacía falta una vía más triunfal: verdaderamente, no hubieran perdido nada aniquilándose.

Las puertas eternas permanecen, pero se levantan: no es un hombre el que entra; es el mundo entero, en la persona del Redentor de todos. Al ver, pues, avanzar a Cristo, primer y único vencedor de la muerte, los ángeles ordenan a otros ángeles con un acento de estupor: «¡Alzad, príncipes, vuestras puertas; alzaos, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria!».

Ahora bien, entre los seres celestiales, algunos se habían quedado estupefactos, se maravillaban de este insólito cortejo y preguntaban: «¿Quién es este Rey de la gloria?». Otros que habían asistido a su resurrección o que ya la conocían, respondían: «¡Es el Señor de los ejércitos! El Señor poderoso en la guerra». Y, de nuevo, los ejércitos angélicos del cortejo triunfal respondían a coro: «¡Alzad, príncipes, vuestras puertas; alzaos, puertas eternas, y entrará el rey de la gloria!» (Ambrosio de Milán, «De vera fide» 4,1, en PL 16, 618ss).

D) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«¿Quién es ese Rey de la gloria? El Señor, héroe valeroso; el Señor, héroe de la guerra» (v 8).

E) Para la lectura espiritual

Cristo, el Cordero inmolado y resucitado, es «Rey de reyes y Señor de los señores» (Ap 19,16). Sin embargo, no fue en la tierra un rey según las categorías de este mundo (cf. Jn 18,36): reinó desde la cruz con la fuerza del amor. Paradójicamente, el re( Fue el siervo de sus «súbditos»: les lavó los pies (cf. Jn 13,4ss), dio la vida por ellos (cf. 1 Jn 3,16; Ef 5,2; Jn 15,13), quiso que las relaciones entre ellos estuvieran, a ejemplo suyo, marcadas por el amor (cf. Jn 13,34ss; 15,12.17) y por el servicio recíproco (cf. 13,14ss; Mt 20,25-28; Mc 10,42-45; Lc 22,24-27). Santa María también es reina, señora gloriosa, a causa de Cristo y al estilo de Cristo. El Concilio Vaticano II, confirmando una tradición que se remonta al siglo IV, ha ratificado con autoridad la doctrina sobre la realeza de María: ella, «acabado el curso de su vida terrena, fue asumida a la gloria celestial... y fue exaltada por el Señor como reina del universo, para que estuviera configurada plenamente con su Hijo».

En nuestro tiempo se observa una cierta resistencia a aplicar el título de «reina» a la bienaventurada Virgen: se considera que eso pertenece a una época histórica ya pasada; recuerda más -afirman algunos- a la «mariología de los privilegios que a la «mariología del servicio» [...]. Sin embargo, el título de «reina» se usa para indicar, de una manera casi oficial, la condición última de la Virgen, sentada junto al Hijo, el Rey de la gloria. El título de «señora» se usa con un tono y en un contexto más familiar: alude a su presencia, como patrona, en el lugar donde los fieles, puestos voluntariamente a su servicio, se comprometen en el seguimiento radical de Cristo (Siervos de María, Servi del Magnificat, II cantico della Vergine e la vita consacrata, Servitium, Roma 1995, pp. 66ss).