Salmo 19

Oración por la victoria del Rey-Mesías
antes de la batalla

«Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Hch 2,21).

 

Presentación

Se trata de un salmo arcaico, como el siguiente (Sal 20), que recuerda una liturgia real, la vigilia de una batalla, para pedir a Dios la victoria. Los principales actores del salmo son el Señor y el rey, que emergen en el final, mientras que la asamblea del pueblo ocupa la escena, a la que dan vida los solistas y el pequeño coro. La estructura del canto es la siguiente:

- vv. 2-6: los sacerdotes reciben al rey, desde el altar, con un rito sacrificial de intercesión y la asamblea responde con una felicitación coral;

- vv. 7-9: los sacerdotes confirman la escucha de la oración por parte de Dios;

- v. 10: la reacción de alegría ante la oración escuchada.


2Que te escuche el Señor el día del peligro,
que te sostenga el nombre del Dios de Jacob;
3
que te envíe auxilio desde el santuario,
que te apoye desde el monte Sión.

4Que se acuerde de todas tus ofrendas,
que le agraden tus sacrificios;
5que cumpla el deseo de tu corazón,
que dé éxito a todos tus planes.

6Que podamos celebrar tu victoria
y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes;
que el Señor te conceda todo lo que le pides.

7Ahora reconozco que el Señor
da la victoria a su Ungido,
que lo ha escuchado desde su santo cielo,
con los prodigios de su mano victoriosa.

8Unos confían en sus carros,
otros en su caballería;
nosotros invocamos el nombre
del Señor, Dios nuestro.

9Ellos cayeron derribados,
nosotros nos mantenemos en pie.

10Señor, da la victoria al rey
y escúchanos cuando te invocamos.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

La ceremonia referida en el salmo comienza con un rito sacrificial de intercesión. En ella, los sacerdotes, situados ante el altar de los sacrificios, reciben al rey y formulan una oración de petición por él antes de la batalla: «Que te escuche el Señor el día del peligro, que te sostenga el nombre del Dios de Jacob» (v 2). Para el soberano era fundamental dirigirse a Dios en el templo e implorar su ayuda y su apoyo en un momento crítico para el reino, en el que acosaba la invasión enemiga y era preciso iniciar una campaña militar en defensa de la tierra y de la divinidad (v 3). Los sacerdotes, que reconocen la religiosidad del rey por los muchos sacrificios realizados y las ofrendas rituales presentadas en el pasado, rezan para que lo que ahora se ofrece sirva de propiciación para la victoria sobre el enemigo: «Que cumpla el deseo de tu corazón, que dé éxito a todos tus planes» (v 5). La asamblea del pueblo ratifica la oración de intercesión de los sacerdotes con una invocación de felicitación augural que manifiesta la certeza de la protección divina, hasta tal punto que los estandartes de las tribus ya ondean al viento como en la parada militar del triunfo obtenido: «Y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes» (v 6).

La segunda parte del salmo se refiere a la conclusión del sacrificio, al momento en el que el sacerdote confirma oficialmente de parte de Dios la acogida de la ofrenda y la escucha de la oración realizada. Se pronuncia el oráculo en favor del rey, y el Señor confirma la elección y la predilección por su consagrado: «Ahora reconozco que el Señor da la victoria a su Ungido, que lo ha escuchado desde su santo cielo, con los prodigios de su mano victoriosa» (v 7). La victoria anunciada por el sacerdote no será, por consiguiente, fruto de estrategias político-militares o de ardides humanos, sino que es confirmada por el mismo cielo y por Dios, que reina soberano en él. La escena final describe, a continuación, en primicia, al pueblo, fuerte y victorioso porque invoca el nombre del Señor, el nombre de aquel que es más fuerte que cualquier ejército, que los carros y caballos empleados en la batalla, mientras que el enemigo es humillado y cae ante el pueblo fiel. El pueblo recibe el anuncio del sacerdote con gritos de júbilo y reconocimiento (v 10).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Lo que favorece la relectura cristiana del salmo es, sobre todo, el término «ungido», en hebreo mesías (v 7), referido en sentido literal al rey «ungido» en tiempos de la composición del canto, pero en sentido espiritual se refiere al «Mesías» perfecto, Cristo, verdadero rey justo y glorioso, vencedor de todas las batallas contra el mal y contra el enemigo Satanás. Jesús es el Ungido de Dios, que lleva a su culminación el proyecto del rey divino y la salvación a todo el pueblo. El, con el magno combate desarrollado durante su vida terrena contra toda tentación procedente del enemigo, que amenazaba con desnaturalizar el proyecto del Padre, y, después, en el momento de la pasión con el sacrificio de la muerte en la cruz, consiguió la victoria definitiva con su resurrección, volviendo a reconciliar a la humanidad con Dios.

La relectura cristiana de este salmo, además de cristológica, puede ser también eclesiológica, en la medida en que puede transformarse en canto de victoria sobre el mal no sólo por Cristo, sino también por todo el pueblo y por cada creyente que vuelve a poner su confianza en el Señor a la hora de afrontar las distintas batallas de la vida y luchar contra los fuertes enemigos que le asaltan.

La invocación del nombre del Señor constituye para el cristiano no sólo una afirmación de fe, sino también el arma poderosa que nos procura la certeza de la victoria. El Señor nos ha asegurado que «cualquier cosa que pidáis en mi nombre os la concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13; 15,16). La salvación del mundo y de cada hombre está ciertamente en manos de Dios, mas para esa victoria se requiere asimismo nuestra colaboración humana.

San Agustín, al comentar este salmo, dice que si queremos que nuestra oración llegue a Dios debemos humillamos: «Te lo repito: ¿quieres acercarte a Dios? Humíllate. Humíllate en tu corazón, y Dios te ensalzará; vendrá a ti y se quedará contigo, en tu cámara secreta». En efecto, no saldremos vencedores sobre el mal, si no estamos en comunión de vida y de oración con el Señor y si no nos hacemos oyentes de su presencia y de su Palabra de vida en nuestra vida cotidiana.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La oración elevada a Dios en el salmo, por parte del rey y de su pueblo, nos recuerda la realizada por Jesús al final de su vida terrena, antes de volver al Padre. El llevo hasta el final su obra, glorificó a Dios viniendo a los hombres. Ahora, elevando su invocación al Padre, pide que su misión alcance su definitivo cumplimiento con su propia glorificación: «Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1).

Jesús empieza su oración invocando a Dios con el nombre de «Padre». Esta palabra, en los labios de Jesús, es la más sencilla y misteriosa. Es la relación justa para comprender la relación íntima entre una paternidad amorosa y una filiación obediente. Jesús es consciente de esta relación con Dios, y los cristianos tampoco debemos olvidarlo, a fin de participar en la oración de Jesús.

Jesús, al final de su misión reveladora, proclama que ha glorificado al Padre en la tierra, llevando a cabo enteramente la misión que le había confiado (Jn 17,4). Eso especifica que el cumplimiento de la misión de Jesús dio gloria al Padre en la tierra. En efecto, Cristo, durante toda su vida terrena, buscó exclusivamente cumplir la voluntad del Padre a través de una relación de obediencia total y de unidad («Mi sustento es hacer la voluntad del que me ha enviado hasta llevar a cabo su obra de salvación»: Jn 4,34).

Jesús no quiere, ciertamente, la gloria como recompensa por la misión que ha realizado, sino sólo llevar la revelación a la plenitud con su libre aceptación de la muerte en la cruz y volver de este modo al Padre con la modalidad de existencia que le espera. En efecto, el Verbo, al venir a nosotros, nos veló su gloria por la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana. Sólo la exaltación de Jesús en la cruz hará resplandecer la plenitud de la luz y de la gloria divinas en la naturaleza humana del Verbo. En este punto podemos comprender, por tanto, en qué consiste la «gloria» manifestada en Jesús a lo largo de su estancia en la tierra: es su unión con el Padre, al que revela y hace visible. Y ésta se deja captar también por nosotros a través de los «signos» que Jesús realiza y que la fe reconoce como las «obras» del Hijo. A nosotros nos corresponde tener ojos espirituales para captar las obras de Dios en Jesús y la victoria que consiguió con la cruz y la resurrección.

b) Para la oración

Padre santo, tú escuchaste a tu Hijo el día de su gran prueba, la del camino de la cruz, y no le faltaron ni tu ayuda ni tu apoyo; apóyanos también a nosotros en las tempestades de la vida, cuando el mal parece apagar la pequeña llama de nuestra fe y nos sentimos traqueteados por el viento de la tentación. Haz que podamos celebrar siempre la fuerza vencedora de tu diestra junto con tu Hijo, resucitado y vencedor de la muerte y del pecado, levantando los estandartes de la fe e invocando tu nombre santo y glorioso.

Tú que nos diste a tu Hijo como luz que ilumina el camino de los hombres, haz que con el recuerdo de su resurrección lo sigamos fielmente para alcanzar una profunda alegría en el corazón y poseerte después en la vida bienaventurada.

c) Para la contemplación

Las realidades del cielo, que trascienden ampliamente nuestra frágil naturaleza, escapan a la comprensión del intelecto humano. Sin embargo, por voluntad de Dios se vuelven accesibles en virtud de la múltiple e inmensa gracia que él efunde en los hombres por medio del ministerio de Jesucristo y la cooperación del Espíritu [...]. ¿Quién se atrevería a afirmar que el hombre puede conocer el pensamiento del Señor? Si nadie conoce los pensamientos de Dios, con excepción del Espíritu de Dios, es imposible que el hombre los conozca. Sin embargo, fíjate cómo esto se vuelve posible: «En cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios gratuitamente nos ha dado. Y de esto es de lo que hablamos no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu» (1 Cor 2,12ss) [...]

Es, efectivamente, necesario no sólo orar, sino orar como es debido y pedir lo que se debe. Aunque llegáramos a comprender lo que es preciso pedir en la oración, ese resultado sería insuficiente si no lo pidiéramos como se debe. Ahora bien, ¿de qué nos servirá orar como es debido si no sabemos lo que se debe pedir? Pedir lo que se debe tiene que ver con la materia de la oración, orar como se debe tiene que ver con la actitud del orante.

He aquí, por ejemplo, lo que se debe pedir en la oración: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y el resto se os dará por añadidura», las otras cosas de poca monta; pedid los bienes celestiales y los terrenos se os darán por añadidura (cf. Mt 6,33). «Orad por los que os persiguen» (Mt 5,44). «Pedid al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). «Y al orar, no os perdáis en palabras» (Mt 6,7) (Orígenes, «Sobre la oración», lss, en PG 11, cols. 415-418).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Nosotros invocamos el nombre del Señor, Dios nuestro» (v 8).

e) Para la lectura espiritual

El punto de partida teológico de los salmos se encuentra en los que expresan una serena resolución de los problemas de fe; ciertas cosas se encuentran establecidas más allá de cualquier duda, y por eso no se vive ni se cree bajo la opresión del ansia. Esta feliz solución de los problemas de la vida tiene lugar porque sabemos que se puede confiar en Dios, que Dios es digno de confianza y la comunidad ha decidido confiar en este Dios particular. La vida se vive como un espacio protegido; en ella no reina el caos, ni éste tiene audiencia en este mundo bien ordenado. Sabemos que actúan en el mundo algunas certezas fundamentales. Rige el nomos (orden) y no hay hasta ahora ningún indicio de anomía (caos). Naturalmente, estas certezas tienen detrás de sí mismas, desde el punto de vista de la experiencia de la vida, una conciencia previa de desorientación, en la medida en que esto forma parte de la experiencia humana.

La función de este tipo de salmos es teológica, esto es, de alabanza y de acción de gracias a Dios. Ahora bien, estos salmos tienen asimismo una importante función social. La de articular y mantener un «baldaquino sagrado» bajo el que la comunidad de fe pueda vivir su vida libre de ansia. Esto supone que la vida no es simplemente una tarea que debamos quitarnos de encima: la infinita construcción de un mundo en el que se pueda vivir gracias al esfuerzo y al ingenio humano; existe un dato en el que se puede confiar, un dato no garantizado por nadie más que por Dios. Esa realidad dada está aquí, delante de nosotros, está encima de nosotros, sigue existiendo más allá de nosotros y nos rodea por delante y por detrás. El discurso poético de los salmos es el mejor lenguaje que tenemos para expresar esta realidad dada, que no comienza en nosotros, sino que nos espera; experimentamos una coherencia que brinda un marco a nuestro vivir bien. Cada vez que usamos estos salmos continúan asegurándonos bajo este baldaquino de certeza, a pesar de todas las incongruencias de la vida.

Con todo, y de manera extraña, ésta es una parte del salterio que está descuidada en el uso que la Iglesia hace del mismo, cuando en la situación religiosa actual podría ser la parte del salterio más fructuosa. Vivimos, efectivamente, en una sociedad que tiende a negar y a encubrir la realidad, y estos salmos nos abren el camino hacia una sana libertad respecto a los prejuicios. Tal vez sea así también porque vivimos en una sociedad en la que la desorientación no es sólo personal, sino colectiva. El «baldaquino sagrado» se encuentra, evidentemente, en peligro y es preciso tratar ese riesgo como un problema religioso (W. Brueggeman, La spiritualitá dei salmi, Queriniana, Brescia 2004, pp. 40-43.84, passim).