Salmo 14

¿Quién es digno de habitar
en la casa del Señor?

«Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo» (Heb 12,22).

 

Presentación

Este breve salmo es una «liturgia de entrada» en el templo y tiene la finalidad de purificar al pueblo antes de la participación en una celebración litúrgica sacrificial. Delante del templo, antes de la entrada, se desarrolla un diálogo entre los sacerdotes y los peregrinos sobre las condiciones éticas necesarias para acceder a la casa de Dios (cf. Sal 24; Miq 6,6-8; Is 33,14-16).

La estructura del salmo, del tipo pregunta-respuesta, es la siguiente:

– v. 1: pregunta ritual de los sacerdotes para acceder al templo;

– vv. 2-5a: respuesta del pueblo con los once enunciados;

– v. 5b: final tranquilizador para el pueblo.


1Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?
2E1 que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
3y no calumnia con su lengua,
el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
4el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,
el que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
5el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El contenido del salmo replantea una praxis litúrgica de acceso al templo de Dios que incluía dos momentos: el peregrino, una vez llegado ante la casa de Dios, dirigía una pregunta oficial al personal sacerdotal que se encargaba de la custodia de las puertas del templo. En esta pregunta se empleaban dos términos hebreos característicos de la hospitalidad: «habitar» (recibir hospedaje) y «morar» (residir bajo la tienda): «¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?» (v. 1). Los sacerdotes respondían enumerando un código de vida ético-religioso dispuesto en once enunciados positivos y negativos que forman parte del pacto de alianza establecido entre Dios y el pueblo. Este elenco, que invitaba al fiel a realizar un examen de conciencia y subrayaba las normas ético-morales exigidas para entrar en comunión con Dios, estaba ilustrado ya en el Talmud de este modo: «David redujo los seiscientos trece mandamientos de la Torá a once». En realidad, esos principios eran igualmente actitudes vitales que el creyente debía practicar a lo largo de su vida diaria.

Las once normas (tres de orden general; tres de relaciones con el prójimo; tres de vida social, aunque iluminadas por Dios; dos para acceder a la liturgia) están relacionadas con el culto y la vida de comunión con Dios, cuyos requisitos son de orden moral: caminar sin culpa y llevar una vida íntegra (v. 2a); practicar la justicia en las relaciones humanas (v. 2b); hablar con lealtad siguiendo la verdad del propio corazón (v. 2c); no calumniar al prójimo con la lengua en los testimonios públicos (v. 3a); no procurar el mal a los semejantes (v. 3b); no cubrir de insultos y ofensas al vecino (v. 3c); considerar con desprecio al impío poniéndose de parte de Dios (v. 4a); honrar al que teme al Señor (v. 4b); no retractarse de lo jurado aun en daño propio (v. 5a); no prestar dinero a usura o con intereses (v. 5b); no aceptar soborno contra una persona inocente (v. 5c). El salmista invita en estos versículos a unir fe y vida, contemplación y trabajo cotidiano. Éste es el culto-vida que debe practicar el fiel para vivir en unidad con Dios y desarrollar unas relaciones sociales justas con el prójimo. El texto del salmo debe ser escrito en lo íntimo del corazón humano para vivirlo cada día, mientras nos encontremos en camino hacia la patria del cielo.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Si leemos el salmo en clave cristiana, podemos realizar una relectura eclesiológica viendo en la Iglesia el lugar donde puede entrar el fiel para vivir en comunión con Dios. En efecto, la Iglesia invita al cristiano a purificar su corazón y a establecer un contacto transparente y sin mancha con el Señor y con los hermanos antes de cualquier acción litúrgica. El que entra en la Iglesia participa de la santidad del Dios santo y de la justicia del Dios justo. Esto va dirigido a cada uno de nosotros. Dice el evangelio: «Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23ss); y aún: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). La sinceridad de espíritu y de culto para con Dios y los diferentes deberes sociales para con los hermanos son elementos insustituibles en la formación del verdadero seguidor de Jesús y en la promoción auténtica y estable del bien de la comunidad. No es difícil releer el salmo en el ámbito de la vida evangélica auténtica: «No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con juramento. Que vuestra palabra sea sí cuando es sí, y no cuando es no» (cf. Mt 5,33-37).

El salmo se presta asimismo a una lectura cristológica, como bien dice el apóstol Pedro en su carta: «Habéis sido llamados a comportaros así, pues también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. El no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca; injuriado, no devolvía las injurias; sufría sin amenazar, confiando en Dios, que juzga con justicia» (1 Pe 2,21-23). El fiel, siguiendo el ejemplo de Jesús, debe apartarse del que obra la iniquidad, al que Dios mismo ha rechazado. En un mundo dominado por el egoísmo y por la violencia, el fiel debe llevar una vida como Cristo, alineándose con el compromiso constructivo de aquel que teme al Señor. Cumpliendo estas condiciones, el cristiano puede subir al monte santo que es Cristo y ser incorporado con él a la vida del Espíritu.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

El salmo ofrece una indicación de vida espiritual luminosa para aquellos que intentan entrar en comunión con Dios: ser coherentes en la acción moral y social, practicar la unidad entre la fe y la vida. Lo que nos convierte en auténticos seguidores de Cristo es cumplir la voluntad del Padre, como hizo el mismo Jesús en su vida terrena. Sólo puede entrar en la casa de Dios el que actúa con justicia y se comporta con lealtad, el que es sincero al hablar y huye de toda doblez, el que no ofende ni ultraja a su hermano, el que es sincero y generoso con todos, el que presta dinero sin interés y no practica la usura para obtener beneficios. El cristiano que obra de este modo es el que entra en comunión con Dios y con los hermanos o, como dice el salmo, «el que así obra nunca fallará» (v 5). Afirmaba el gran filósofo Pascal: «No hay más que tres categorías de personas: unas que sirven a Dios, porque le han encontrado; otras que se dedican a buscarle, porque no le han encontrado; y otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Las primeras son razonables y felices; las últimas son locas y desgraciadas; las del medio desgraciadas, pero razonables» (Pensamientos, 257). No es difícil vernos en alguna de estas categorías. Con todo, creo que el auténtico buscador de Dios le encuentra en el mundo donde se relaciona con los hermanos, con la actitud sencilla y discreta que saca a la luz esas cualidades profundamente humanas.

El hombre que es capaz de inclinarse para apoyar a los últimos y a los débiles, aunque todavía no haya encontrado a Dios, antes o después le encontrará en el gesto de ayuda al otro, en el grito del que sufre. El hombre que busca a Dios es el que es capaz de levantar a otro y recorrer con él un buen trecho de la vida, como hizo el buen samaritano, que con un gesto de generosidad encontró la paz y la presencia de Dios en su semejante herido y abandonado. Nuestra aventura no termina cuando hemos encontrado la alegría, el amor; más aún, es precisamente entonces cuando comienza. El itinerario de fe del cristiano es, efectivamente, un viaje siempre nuevo porque está envuelto por la luz de lo divino.

b) Para la oración

Señor, has venido a plantar tu tienda entre nosotros y con tu muerte en la cruz nos has encaminado de nuevo al Padre a fin de hacernos vivir la comunión con él, y no como huéspedes, sino como verdaderos ciudadanos en la casa celestial junto contigo. Haz que mientras somos peregrinos en esta ciudad, que es pasajera, sepamos fijar nuestros ojos en la ciudad futura que nos espera. Concédenos prepararnos para esta meta con una fidelidad plena a tu Palabra de vida y con las manos dirigidas siempre con amor a los hermanos, especialmente a los necesitados de ayuda y solidaridad. Padre bueno, estamos convencidos de que ésta es la verdadera puerta que conduce a la vida y a tu morada, en la que nosotros queremos entrar siguiendo a tu Hijo, Jesús. El ha resucitado y está siempre presente entre nosotros.

c) Para la contemplación

El que peregrina hacia el Señor en el amor, aunque su morada sea visible aún aquí en la tierra, no se sustrae a la vida eterna, pero aparta su alma de las pasiones. Vive, pero ha crucificado su codicia y no dispone ya de su cuerpo, al que permite sólo lo estrictamente necesario, para no permitirle ocasiones de arruinarse.

¿Cómo puede tener necesidad todavía de fortaleza el que no yace en el mal, como si no estuviera ya aquí abajo, sino completamente con aquel que ama? ¿Cómo puede recurrir a la templanza, si ya no tiene necesidad de ella? En efecto, tener codicias tales que exijan la templanza para poder ser dominadas no es propio de quien es puro, sino de aquel a quien le agitan aún las turbaciones del ánimo. Se recurre a la fortaleza por el temor y la timidez. Es, efectivamente, inconveniente que el amigo de Dios, predestinado antes de la constitución del mundo para ser elevado a la sublime adopción de hijos, esté sometido a las pasiones y a los temores, ocupado por completo en dominar la turbación del ánimo.

De hecho, me atrevería a afirmar que así como uno está predestinado en virtud de las obras que realizará y de las obras que de ahí se seguirán, así, en cierto sentido, él mismo habrá predestinado para sí a aquel que ha amado, a través del conocimiento que ha tenido de él. Y no llega a conocer el futuro a través de hipótesis inciertas, como la mayor parte de los hombres han de conjeturar, sino que por el conocimiento de fe recibe como cosa cierta lo que para los otros es incierto y oscuro, y por la caridad le es ya presente lo que deberá venir. Ha creído, en efecto, por profecía y por experiencia, al Dios que no miente; por eso posee lo que ha creído y obtiene la promesa; puesto que el que ha prometido es digno de fe por ser la verdad, recibe a buen seguro el fin de la promesa mediante el conocimiento. Efectivamente, el que sabe que el estado en el que se encuentra le proporciona la segura comprensión de las cosas futuras, se dirige hacia el futuro con amor.

Por eso no deseará, ciertamente, conseguir las cosas de aquí abajo, convencido como está de que debe obtener las realidades que constituyen los auténticos bienes; deseará custodiar más bien aquella fe que satisface plenamente su deseo [...]. Esto es adorar a Dios mediante la verdadera santidad de las obras y del conocimiento (Clemente de Alejandría, «Stromata» VI, en PG 9, cols. 295ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? El que procede honradamente» (w. 1 ss).

e) Para la lectura espiritual

Los judíos fervientes subían cada año a Jerusalén -4a ciudad puesta sobre la montaña santa»– y reservaban la primera visita para el santuario, la «tienda» del Señor. Los judíos sabían muy bien que Dios habita en todas partes y no sólo en el templo. Pero aunque Dios esté en todas partes, siempre hace falta un lugar para la cita, es decir, un lugar donde podamos encontrarnos con él y con los compañeros de fe. Ese lugar es el templo de Jerusalén.

Un sacerdote detenía en el umbral del templo a los peregrinos y les preguntaba: ¿quién puede entrar en la casa de Dios? Y ésta era la respuesta: el que se comporta honestamente y actúa con justicia; el que es sincero y discreto en el hablar; el que no hace daño al hermano ni ultraja al prójimo; el que no frecuenta a los malvados y respeta a los honestos; el que mantiene –aun en daño propio– la palabra dada; el que no acepta dinero para favorecer injustamente a alguien. «El que así obra –concluye el salmo– nunca fallará.» Podríamos decir que el que obra de ese modo es un verdadero buscador de Dios. La búsqueda de Dios se desarrolla en el modo de relacionarnos con los hombres. Sorprende que la figura del creyente que esboza el salmo sea simplemente la figura de un hombre verdadero. No hay en su comportamiento nada particularmente sagrado, sofisticado o excepcional. Nada particularmente heroico. No se habla aquí de muchas oraciones, de sacrificios en el templo o de penitencias. Este hombre creyente está caracterizado simplemente por cualidades profundamente humanas. Ahora bien, precisamente aquí reside su grandeza.

Al leer este salmo viene al pensamiento –aunque, tal vez, no sin un poco de exageración– que la voluntad de Dios es que seamos verdaderamente hombres. Nos acontece algunas veces encontrar a alguien que se comporta de una manera que nos hace pensar: ¡es un hombre cabal! Me parece que no existe un elogio mayor (B. Maggioni, Davanti a Dio. 1 salmi 1-75, Vita e Pensiero, Milán 2001, pp. 5lss).