Jeremías 31,10-14

Dios libera y reúne a su pueblo
en la alegría

«Jesús debía morir.. para reunir a los hijos de Dios, que andaban dispersos» (In 11,51ss).

 

Presentación

Este cántico, tomado del libro de Jeremías, ha sido construido siguiendo el esquema del juicio de Israel, juicio de las naciones, consolación de Jerusalén. Nuestro texto forma parte del libro de la consolación (Jr 30–31) y el capítulo 31 está considerado bajo el signo de la fórmula de la alianza: «Yo seré Dios para todas las tribus de Israel y ellas serán mi pueblo» (31,1).

El género literario del cántico es el de la profecía de la consolación: la restauración consistirá en la reunificación de las diferentes tribus y en la nueva alianza, que Dios escribirá en el corazón del hombre y no ya en tablas de piedra.

Ésta es la estructura del cántico:

– vv. 10-11: anuncio de la reunificación y de la custodia de Israel;

– v. 12: anuncio de la profecía sobre el retorno a Sión para celebrar al Señor en su templo;

– vv. 13:14: anuncio de una alegría común para el pueblo.

10Escuchad, pueblos, la Palabra del Señor,
anunciadla en las islas remotas:
11El que dispersó a Israel lo reunirá,
lo guardará como pastor a su rebaño,
12porque el Señor redimió a Jacob,
lo rescató de una mano más fuerte».

13Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión,
afluirán hacia los bienes del Señor:
hacia el trigo y el vino y el aceite,
y
los rebaños de ovejas y de vacas;
su alma será como un huerto regado
y no volverán a desfallecer.

13Entonces se alegrará la doncella en la danza,
gozarán los jóvenes y los viejos;
convertiré su tristeza en gozo,
los alegraré y aliviaré sus penas;
14alimentaré a los sacerdotes con enjundia
y mi pueblo se saciará de mis bienes.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

Hacia el año 620 a. C., el reino de los asirios pierde poder en Israel y Josías, rey de Judá, consigue anexionarse cierto territorio del reino del Norte que el año 722 a. C. había caído en manos enemigas. En este contexto aparece el oráculo del profeta Jeremías, que enciende la esperanza del final del exilio y lleva de nuevo la alegría porque el Señor, que antes había dispersado a su pueblo, ahora lo protege con la perspectiva de reunir los dos reinos.

El cántico comienza con la invitación dirigida a los pueblos cercanos para que anuncien por todas partes la alegre noticia de que Dios reúne al pueblo disperso por el pecado: «El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño» (v 10). Es significativo el empleo de la imagen del pastor-redentor, que salva y reúne a los dispersos (cf. Is 45,21ss). La unidad del pueblo tiene su fundamento en el Dios único y salvador. Dios asegura a su pueblo no sólo el retorno al templo de Jerusalén, sino también toda la riqueza de la tierra con sus bienes, como el trigo, el vino, el aceite, rebaños de ovejas y de vacas, símbolo de los bienes sobrenaturales.

La segunda parte del cántico (vv. 12-14) evoca de nuevo el retorno de los exiliados a la patria. Entonces, todos los fieles, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sacerdotes y fieles, vueltos a la prosperidad y al tranquilo trabajo cotidiano, podrán cantar las alabanzas del Señor «a la altura de Sión» (v 12a) y volverá la alegría al rostro del pueblo humillado. Pero será el Señor mismo quien transformará «su tristeza en gozo» (v 13). La alegría por la liberación después del tiempo de la prueba no será, pues, un simple cambio de una situación por otra, sino que ella misma será fruto de consolación por la visita del Señor, que ha vuelto benévolo en medio de su pueblo. La felicidad del encuentro y el cambio radical de vida en el pueblo son figura anticipada del éxodo pascual que el Nuevo Testamento ofrecerá a la humanidad con la pascua de resurrección de Cristo.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La frase del evangelio de Juan que hemos puesto antes del cántico: «Jesús debía morir... para reunir a los hijos de Dios, que andaban dispersos» (Jn 11,51 ss), introduce bien su lectura en clave cristiana. La invitación a la alegría propuesta por el texto bíblico da testimonio del amor fiel de Dios, recuerda el futuro que el Señor prepara, a pesar de las muchas fragilidades de los hombres, y que antes o después se cumplirá. Ahora bien, con la encarnación de Cristo, su muerte-resurrección y el don del Espíritu, este futuro ya se ha realizado. En efecto, con la venida de Jesús a nosotros, los pueblos han sido invitados no sólo a anunciar la buena nueva de la reunificación de Israel, sino que ellos mismos están llamados a formar parte de la Iglesia de Dios: «Ahora, en cambio, por Cristo Jesús y gracias a su muerte, los que antes estabais lejos, os habéis acercado» (Ef 2,13). Mediante la salvación traída por Cristo, el hombre nuevo, todos los creyentes forman un solo cuerpo, del que él es la cabeza y nosotros los miembros (cf. Ef 2,15). Desaparece toda diferencia de raza, de cultura y de clase social. En Cristo no sólo se ha llevado a cabo la reunificación del universo (cf. Col 1,20), sino también la unidad del pueblo judío y el pagano en el único pueblo de Dios: «Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la esperanza que encierra la vocación a la que habéis sido llamados; un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos» (Ef 4,4-6).

El cántico de Jeremías, releído hoy por la Iglesia, es una invitación a buscar el secreto de la verdadera alegría en el evangelio de Jesús y en la comunidad cristiana, que, con la realidad sacramental de que dispone, nos abre un camino de verdadero consuelo y realización personal mediante una vida comunitaria de entrega a Dios y a los hermanos.

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Jesús, en el marco de la última cena, reveló a los discípulos palabras de consuelo y de esperanza: «Yo os aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis, mientras que el mundo se sentirá satisfecho; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20). Las pruebas, afirma Jesús, se abatirán sobre la comunidad cristiana, especialmente cuando les sea arrebatado el esposo. Entonces experimentará con su muerte el llanto, la aflicción y el desconcierto, mientras que el mundo -término que reagrupa a todos los que se han coaligado contra Jesús- vivirá en medio de la alegría, pensando que ha extirpado el mal (cf. Hch 11,10). Estos serán, para la comunidad, momentos de duda, de oscuridad y de silencio de Dios. Sin embargo, la historia se tomará su revancha y, en esos momentos, la comunidad de los discípulos experimentará la alegría.

La alegría cristiana está soldada al dolor, pero desemboca en la vida nueva que es la pascua del Salvador. Los Padres de la Iglesia leyeron con frecuencia las palabras del Señor referentes a la resurrección como nacimiento del cristiano a una vida nueva en Cristo. San Agustín lo comenta de este modo: «El trabajo del parto es imagen de la tristeza; el parto, en cambio, de gozo [...]. En cuanto a las palabras: "Nadie os podrá arrebatar vuestra alegría", dado que Jesús mismo es su alegría, están en perfecta armonía con lo que dice el apóstol: "Una vez resucitado de los muertos, Cristo ya no muere más, y la muerte ya no tiene dominio sobre él"». El dolor por la oprobiosa muerte del Hijo de Dios se transformará en alegría el día de pascua, en aquella alegría sin fin que «nadie podrá arrebatar» a los discípulos, porque está arraigada en la fe de aquel que vive glorioso a la derecha de Dios.

El cristiano conoce bien por experiencia que no es posible evitar el dolor en la vida, pero el desenlace que da a sus penas no es la desesperación, sino la alegría plena y serena, porque su sufrimiento tiene una esperanza, su dolor está revestido de la luz del Resucitado. De este modo, el sufrimiento, algo que no es querido en sí mismo, está en el origen del nacimiento del nuevo Reino, pero anuncia siempre la novedad de Cristo, su victoria definitiva, el hombre nuevo.

b) Para la oración

Oh Dios de los pueblos y de las gentes, tú que amas a todos los hombres, nos enviaste a tu Hijo como salvador y profeta de las naciones, a fin de que la verdad de tu Palabra de vida resplandeciera en la creación y en la humanidad y fuera alimento para todos. Haz que los que confiesan tu nombre de Padre sean testigos valientes de tu Evangelio y todos los pueblos se reúnan bajo el signo de la unidad para cantar tus alabanzas en las alturas de Sión. Concédenos a todos nosotros, que formamos el pueblo de la nueva alianza, los signos de tu gracia y la fuerza de tu salvación, para que, formando un solo rebaño bajo un solo pastor, podamos saborear el trigo y el vino de tu Reino, primero aquí en la tierra y después en la patria del cielo.

Oh Señor Jesús, tú que con tu resurrección cambiaste nuestro luto en danzas y nos has hecho pregustar esa felicidad que el mundo no puede tener ni puede arrebatamos, haznos fuertes en la esperanza y en la muerte, a fin de que tu consuelo sea para nosotros fuente de vida espiritual y valor a la hora de consolar a los hermanos que se encuentran en el dolor y en la prueba.

c) Para la contemplación

Se nos ha aparecido el Señor Dios, como se lee en las Escrituras, y por obra suya el rebaño de los errantes, conquistado por la fe, fue llevado a la gracia. Era el esperado de las gentes y, por su mediación, Dios Padre atrajo a la luz de la verdad a aquellos que tenían el corazón y la inteligencia ofuscados por densas tinieblas. Nos lo ha hecho conocer con pocas palabras: «Yo, el Señor, te llamé según mi plan salvador; te tomé de la mano, te formé e hice de ti alianza del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, sacar de la cárcel a los cautivos y del calabozo a los que habitan las tinieblas» (Is 42,6ss). Nuestro Señor Jesucristo fue puesto, en efecto, por Dios Padre como alianza con los israelitas, que son su estirpe según la carne; y también por medio de un profeta renovó Dios la promesa cuando dijo: «Vienen días, oráculo del Señor, en que yo sellaré con el pueblo de Israel y con el pueblo de Judá una alianza nueva. No como la alianza que sellé con sus antepasados» (Jr 31,3lss).

Moisés, por voluntad divina, hubo de llevar a cabo la tarea de guía como sombra y tipo, comportándose como suplicante; pero Cristo, como Hijo y Señor, se convierte en el realizador de la nueva alianza; digo «nueva» porque trae la novedad de una vida santa, porque transforma al hombre y, mediante la vida evangélica, lo hace nuevo y verdadero adorador. En efecto, «Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en Espíritu y verdad» (Jn 4,24). Por eso fue puesto como mediador del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos a los cielos y romper las cadenas de los prisioneros. Satanás, jefe y guía de los malvados, había entenebrecido el corazón de las gentes: «Habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado ni le han dado gracias, sino que han puesto sus pensamientos en cosas sin valor y se ha oscurecido su insensato corazón. Alardeando de sabios, se han hecho necios y han trocado la gloria del Dios incorruptible por representaciones de hombres corruptibles e incluso de aves, de cuadrúpedos y de reptiles» (Rom 1,21-23). Sin embargo, Cristo, luz verdadera, ha surgido para nosotros como estrella inteligible de la mañana y como sol de justicia: ha irradiado el esplendor del verdadero conocimiento de Dios, disipando las tinieblas del error diabólico que habían envuelto a los habitantes de la tierra, y ha liberado de la cárcel a los que eran retenidos como prisioneros por las inevitables cadenas de sus delitos (Cirilo de Alejandría, «Comentario sobre el profeta Isaías», IV, 1, en PG 70, cols. 858ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas» (v. 13).

e) Para la lectura espiritual

La alegría, que fue la pequeña vistosidad del pagano, es el gigantesco secreto del cristiano. [...] La inmensa figura que llena los evangelios se eleva por este aspecto, como en cualquier otro, por encima de todos los pensadores que se creyeron grandes. Su páthos fue natural, casi causal. Los estoicos, antiguos y modernos tuvieron a orgullo esconder sus lágrimas. El no las escondió nunca. Las mostró claramente en su rostro abierto a todo espectáculo cotidiano, como cuando vio de lejos a su ciudad natal. Con todo, escondió algo. Los solemnes superhombres, los diplomáticos imperiales, se sienten orgullosos de retener su cólera. El no retuvo nunca la suya. Derribó los puestos de los mercaderes por los escalones del templo y preguntó a los hombres cómo esperaban huir de la condena del infierno. También él retuvo algo.

Lo digo con reverencia: había en esta irruptora personalidad un aspecto que podríamos considerar como reservado. Había algo que escondió a todos los hombres cuando fue a orar en el monte: algo que cubrió constantemente con un brusco silencio o con un impetuoso aislamiento. Se trataba de algo demasiado grande para que Dios lo mostrara a nosotros cuando caminaba por la tierra, y yo he imaginado algunas veces que fue su alegría (G. K. Chesterton, L'Ortodossia, Morcelliana, Brescia 1939. Edición española: Ortodoxia, Planeta, Barcelona 1962).