Apocalipsis 19,1-2.5-7

¡Aleluya!
Han llegado las bodas del Cordero

«Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24).

 

Presentación

Tras la caída de la gran ciudad de Babilonia, símbolo de toda corrupción y de todo mal (Ap 18), se entona un cántico de júbilo. De él ha elegido la liturgia algunos versículos en los que se entrelazan la memoria de las grandes obras de Dios y la invitación a la alabanza.

El himno de exultación abarca cielo y tierra, para culminar en la alegría de las bodas eternas del Cordero, símbolo de la soberanía de Dios acogida por la libertad del hombre.

1Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
2porque sus juicios son verdaderos y justos.

5Aleluya.
Alabad al Señor, sus siervos todos,
los que le teméis, pequeños y grandes.

66Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
7alegrémonos y gocemos y démosle gracias.

6Aleluya.
Llegó la boda del Cordero,
su esposa se ha embellecido.


1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Prorrumpe la alegría en el cielo a causa de la victoria de Dios, que manifiesta la justicia de sus juicios aniquilando Babilonia. La ciudad es figura de la Roma imperial, culpable del asesinato de los testigos de Cristo y de la destrucción de la tierra. Según algunas interpretaciones exegéticas, referir a Dios «la salvación y la gloria y el poder» tenía entonces un claro significado antiidolátrico y político. En efecto, el emperador romano se adornaba con los títulos de dios, salvador y benefactor, y se le anunciaba como un «señor justo y generoso» cuyo reino traía la paz y la felicidad. Usando los mismos términos empleados a propósito del César, el coro celestial afirma que el único reino verdadero es el de Dios. De hecho, el régimen colonialista de Roma-Babilonia equivalía a sumisión, robos, saqueos, mientras que el «poder» de Dios invita a la fiesta y a la alabanza. Todos los que temen al Señor, «pequeños y grandes», están llamados a participar ya en la tierra de esa alegría, comparada a una gran fiesta nupcial. La imagen de las bodas, empleada ya desde el Antiguo Testamento para expresar la relación de amor entre Dios y su pueblo, expresa en el evangelio y en la tradición apostólica el vínculo que une a Cristo con la Iglesia.

Si al comienzo del cántico las aclamaciones van dirigidas a los justos juicios de Dios por la condena de la ciudad-prostituta, ahora es una gran muchedumbre la que entona el canto que celebra las bodas entre el Cordero y su esposa. Es Dios quien las hace posibles («Llegó la boda»: la construcción original va en pasiva divina). El Cordero destruye el mundo corrupto y transforma la humanidad (la mujer que se convierte de prostituta en esposa), haciéndola capaz de una auténtica comunión con Dios (las bodas). Encontramos trazado aquí el camino del cristiano que realiza la experiencia de la presencia de Dios (la gloria), poderoso (fuerza) y que trabaja por el bien (salvación); le reconoce y le alaba por sus intervenciones en la historia (juicios), verdaderas y justas. Estas intervenciones llevan a cabo, en efecto, un juicio de condena contra los corruptos, mas para los que temen a Dios son camino hacia una comunión cada vez más plena (las bodas). El itinerario propuesto para la pascua semanal culmina, pues, con la celebración escatológica de la unión total de Dios con todas sus criaturas.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Al final de la jornada, una luz sin ocaso ilumina el tiempo transcurrido y el que tenemos delante: es la perspectiva final o, bien, la victoria plena de Dios, su Reino, la perenne comunión con Cristo de todos los redimidos que forman la Iglesia esposa. Esta luz irradia desde el Resucitado y nos infunde una nueva esperanza: el mal será vencido para siempre y «Babilonia», símbolo de sus seducciones, será precipitada. Al mismo tiempo, la luz que hemos entrevisto nos compromete a tender con decisión hacia la meta, a fin de apresurar el cumplimiento del designio del Señor: el vestido nupcial de la esposa consiste, en efecto, en las obras justas de los santos (v. 8; cf. 2 Pe 3,llss). Mientras aquí abajo anticipamos en la fe el aleluya de la victoria definitiva, podemos contar con la intercesión de muchos hermanos nuestros, conocidos y desconocidos, que ya han entrado a formar parte de la muchedumbre de los salvados. La Iglesia es inmensamente más extensa que sus confines visibles; la liturgia que celebramos en la tierra está unida al coro innumerable de los siervos de Dios, pequeños y grandes, que le alaban en los cielos (vv. 5ss). El Cordero inmolado y viviente -Cristo crucificado y resucitado- los ha rescatado uno a uno, redimiendo la historia. Verdaderamente, «la salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos» (v. 2). También nosotros, por tanto, hemos de cobrar nuevo vigor: celebrando el misterio pascual en la liturgia y en la vida, procedamos de Pascua en Pascua, de domingo en domingo, hasta el día eterno, cuando con todos los elegidos cantaremos exultantes el perenne aleluya para gloria de Dios.

b) Para la oración

¡Aleluya! Es el canto del que ya ha visto en ti, oh Dios, el cumplimiento del tiempo y de la historia, y nosotros, peregrinos en la fe, nos unimos a este inmenso coro, impulsados a la fiesta nupcial. ¡Aleluya! Sí, Señor, todo lo que has establecido es verdadero, es justo y nos da la salvación, y nosotros, que queremos servirte siguiendo a tu Hijo, cantamos: ¡aleluya! En los corazones se extiende tu Reino, aunque la lucha todavía es tremenda. Tú sabes hasta cuándo... Pero un día -tu día- vendrás en gloria: ¡aleluya! Entonces brillará la luz sin ocaso y la alegría sin fin. Te damos gracias porque ya nos haces pregustar desde ahora la fiesta: ¡aleluya! Sí, aleluya, cantamos al Amor que ha vencido a la muerte, que ha vencido todas nuestras reservas, todo miedo o rechazo, y nos quiere unidos para siempre en el seno del Padre. ¡Oh Iglesia-esposa, canta a tu Señor: aleluya!

c) Para la contemplación

El alma enamorada, al constatar que no puede apagar el deseo de alabar a su Amado mientras vive entre las miserias de este mundo, y al saber que las alabanzas que se tributan en el cielo a la divina bondad se cantan con un aire inmensamente más admirable, dice: «Qué felicidad escuchar la melodía de la bienaventurada eternidad, en la que, mediante un dulcísimo encuentro de voces distintas y de tonos diferentes [...], se oye resonar desde todas partes eternamente el aleluya». Voces comparables, por la potencia, a los truenos, a las trombas, al fragor de las olas del mar agitado, pero voces también que, por su gran dulzura y suavidad, se comparan a la melodía del arpa [..j, voces que se conciertan todas al proclamar el alegre canto pascual: «Aleluya, alabad a Dios, amén, alabad a Dios». En efecto, debes saber, Teótimo, que del trono divino sale una voz que no deja de proclamar a los felices habitantes de la gloriosa Jerusalén celestial: «Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes»; a lo que todo aquel innumerable ejército de santos, los coros de los ángeles y los coros de los hombres, todos a la vez, responden cantando con todas sus fuerzas: «Aleluya, alabad a Dios». La complacencia baja desde el trono al corazón, y la benevolencia sube del corazón al trono. ¡Cuán amable es aquel templo en el que todo resuena a alabanza! (Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, V, 10).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido» (v. 7).

e) Para la lectura espiritual

La alegría es la actitud cristiana que manifiesta la fe en la resurrección de Cristo, vencedor del mal y de la muerte. Ella nos hace salir de nosotros mismos para hacernos saborear la alegría del mundo invisible de los santos reunidos en torno al Resucitado. Nuestra vida escondida con Cristo en Dios suscita y mantiene nuestra alegría. La alegría cristiana es también escatológica: está inflamada por la perspectiva del retorno glorioso de Cristo, que nos resucitará y nos tomará consigo para siempre. Esta alegría expulsa las preocupaciones de nuestro corazón y nos atrae a la oración. El testimonio discreto y sencillo de la alegría es una señal sorprendente de la presencia de Cristo, que es nuestra vida nuestra alegría, en nosotros. Esta alegría, incluso en medio de los sufrimientos y de las dificultades, es una prueba de la victoria de Cristo resucitado en nosotros e induce a los hombres a glorificar a Dios. Ahora bien, la alegría cristiana no es fácil: es el fruto de la batalla de la fe contra las potencias del mal, que, apoderándose de nuestra alma herida, desearían ponernos siempre tristes. Hay días en los que el hombre, angustiado y desventurado, desea, sobre todo, esconderse y llorar por sí mismo. Sin embargo, la alegría de Cristo está ahí, en la persona de un hermano o de un amigo, y vela y viene a arrancarnos de la soledad y de la inquietud, para conducirnos a la fiesta del Reino de Dios, donde canta y se alegra la comunidad de los santos. La alegría cristiana es también una comunión con todos los hombres, comunión en sus esperanzas, en su felicidad, en sus fiestas. Se maravilla ante la creación y ante todas las bellezas de la vida humana, y manifiesta así que Cristo es plenamente hombre con todos los hombres. Se ha comparado la comunión del Reino de Dios con un gran banquete de bodas (M. Thurian, Una sola ferie, Piemme, Casale Monferrato [Al] 1992, pp. 153-155).