Apocalipsis 15,3-4

Himno de adoración y de alabanza al Señor

Si siendo enemigos Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, nos salvará para hacernos partícipes de su vida» (Rom 5,10).

 

Presentación

Este himno de alabanza y de victoria, probablemente un canto litúrgico empleado en las comunidades joáneas, se compone de varias citas tomadas del Antiguo Testamento y especialmente del salterio. El autor relaciona este himno con el cántico de Moisés (cf. Ex 15): del mismo modo que los judíos en tiempos del éxodo, tras haber atravesado el mar Rojo, cantan el himno de Moisés como acción de gracias, así también los justos del Apocalipsis elevan a Dios su «cántico de Moisés y del Cordero» (v. 3) mientras atraviesan el mar de las pruebas de la vida. El movimiento literario del himno de aclamación se desarrolla de este modo:

v. 3: paso de las obras a su creador, el Dios santo;

— v. 4: paso del Dios santo a la manifestación de sus justos juicios.

 

3Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente;
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!

4 Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú sólo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.

 

1. El texto leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El himno, acompañado por citaras, lo cantan los elegidos, es decir, los justos de todos los tiempos, que están de pie y seguros como el Cordero sobre el mar de cristal (v 2). Este mar, cortante y gélido hasta el punto de parecer como el cristal, es símbolo del mal, de la Bestia que se vestía de cordero, que ha sido desenmascarada y vencida.

Estos elegidos son los vencedores que no se han plegado a las fuerzas del mal y a la idolatría, sino que han luchado permaneciendo fieles a Cristo el Señor. Celebran no sólo la victoria y la fidelidad, sino, mejor aún, las «grandes y maravillosas» obras del Dios omnipotente (v. 3a), porque su designio de salvación y de gobierno sobre la humanidad y sobre la historia se ha manifestado vencedor, y el Señor se ha confirmado como «Rey de los siglos» (v. 3b). La doxología o himno de gloria cantado a Dios es una verdadera oración que contiene alabanzas, acción de gracias, bendición, celebración, testimonio de fe en el Señor, que es salvación por la veracidad de su modo de proceder en la historia.

El v. 4 se abre con una pregunta retórica sobre el temor del Señor y sobre la gloria de su nombre: «¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?», que subraya la fe de Israel. El temor es la presencia trascendente de Dios que el hombre experimenta al considerar su pequeñez, y la gloria de su nombre es el homenaje del hombre ante la persona de Dios, cuyo nombre alcanza al Señor mismo en su santidad. Dios quiere ser reconocido como santo, ser tratado como el único verdadero Señor, a fin de manifestar por medio de los hombres su propia santidad.

Y, sin embargo, este Dios inaccesible colma el gran espacio que le separa de su criatura: él es «el Santo de Israel», fuerza y sostén del pueblo, al que se ha unido con obras de salvación y con el pacto de alianza y de fidelidad (cf. Is 10,20; 17,7; 41,14-20). Este reconocimiento, sin embargo, no se limita sólo a Israel, sino que se extiende a todos los pueblos, que, en actitud reverente de adoración, reconocerán al Señor: «Vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, porque tus juicios se hicieron manifiestos» (v. 4).

 

2. El texto leído en el hoy

a) Para la meditación

El concepto de «juicio» aparece articulado en los evangelios de distintos modos. La predicación de Jesús en los sinópticos se refiere con frecuencia al juicio final, en el que todos los hombres rendirán cuentas de sus obras a Dios. El evangelio de Juan, sin embargo, desarrolla el tema insistiendo en la realización del juicio en la historia personal de cada hombre. No se ve aquí en el juicio una realidad escatológica, como ocurre en los sinópticos (cf. Mt 25,31-46), sino una realidad anticipada, actual, que se realiza en la confrontación que los hombres tienen con Cristo durante la vida. Más aún, no es Dios quien realiza el juicio, sino el hombre mismo a través de su actitud de acogida o rechazo de Jesús.

De ahí deriva el carácter dramático del cuarto evangelio. Juan presenta la vida humana de Jesús como un largo proceso que entablan los hombres contra él. Este proceso se desarrolla ante personajes-testigos y es fruto de una progresiva revelación de Cristo, constituida por acontecimientos y palabras.

El proceso, que concluye con una clara división (krima) de los hombres en dos bandos -creyentes y no creyentes- y con un juicio de condena (krisis), tiene que ver no sólo con los jefes de los judíos del tiempo de Jesús, sino con todos los hombres de todas las épocas de la historia, que deben resolver en su intimidad el mismo drama: acoger o no a la persona de Jesús, optar por la vida o por la muerte, decidirse por la luz o las tinieblas.

Con todo, la condena del incrédulo no es definitiva; más aún, el mensaje joáneo pretende impulsar a la fe al hombre que no cree; ésta es la única posibilidad que excluye de la condena y de la no vida. Sin embargo, todo, la vida o la muerte, está en manos de los hombres y no de Dios (cf. Jn 12,47ss). El hombre sigue siendo el único juez de sí mismo a lo largo de su vida.

b) Para la oración

Te damos gracias, Señor, Dios nuestro y Padre bueno, porque en tu Hijo, Jesús, que vino a perdonar nuestros pecados, no a juzgar, sino a salvar a la humanidad, han encontrado su plena realización todas tus promesas. En él y a través de él hemos sido salvados, hechos hijos tuyos y herederos de tu misma herencia de gloria. Oh Dios, tú que eres santo en tu nombre y eres justo y misericordioso desde siempre y para siempre, ayúdanos a ser siempre fieles a la libertad que Jesús nos ganó con su sangre. Haz que con nuestra vida nos convirtamos en testigos de tu amor y de tu misericordia, a fin de que todas las gentes te reconozcan como único Señor y, junto con ellos, podamos cantar nuestro «sí», nuestro «amén», con el himno de adoración y alabanza a tu gloria.

c) Para la contemplación

Debemos explicar quién es el que se está acercando y por qué motivos bajó del cielo hasta nosotros. «He aquí», exclama el evangelista, «el cordero de Dios» que el profeta Isaías nos predijo diciendo: «Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7). En un tiempo lo prefiguró la ley de Moisés. Pero entonces salvaba en parte, no derramaba su misericordia sobre todos: era tipo y figura. Ahora, sin embargo, el Cordero, prefigurado en un tiempo simbólicamente, es llevado como víctima inmaculada a morir por todos, a fin de quitar el pecado del mundo, abatir al que había traído la ruina a la tierra, destruir la muerte muriendo por todos, rescatando así a los hombres de la maldición y haciendo cesar finalmente el «polvo eres y al polvo volverás» (Gn 3,19). Quiso convertirse en el segundo Adán no de tierra, sino del cielo (cf. 1 Cor 15,47), para ser el principio de todo bien de la naturaleza humana: salvador de la ruina, mediador de la vida eterna, causa del retorno a Dios, principio de piedad y justicia, camino al Reino de los Cielos. Un solo cordero murió por todos, salvando a todo el rebaño humano para llevarlo al Padre; uno por todos, para someter a todos a Dios; uno por todos, para salvar a todos, «para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos» (2 Cor 5,15).

Estábamos sumergidos en muchos pecados y, por ello, sometidos a la muerte y a la corrupción: por eso el Padre nos dio a su Hijo para nuestra redención, uno por todos, para que todas las cosas sean en él y él esté por encima de todo. Sólo él murió por todos, para que todos vivamos en él. La muerte que había engullido al Cordero, muerto por nosotros, nos restituyó a todos en él y con él. Todos, en efecto, estábamos en Cristo, que murió por nosotros y en nuestro lugar, pero también resucitó. Ahora, una vez destruido el pecado, ¿qué podía impedir que también la muerte, su consecuencia, fuera destruida? Una vez cortada la raíz, ¿cómo se podía conservar el germen? Una vez muerto el pecado, ¿qué causa de muerte quedaba para nosotros?

En efecto, refiriéndonos a la muerte del Cordero de Dios, decimos con solemne exultación: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55). «Lo ven los justos y se alegran», canta el salmista, «y al inicuo se le tapa la boca» (Sal 106,42) y ya no podrá acusar a los que pecan por debilidad, porque «Dios justifica» (Rom 8,33): «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Sal 3,13), a fin de que escapemos de la maldición del pecado (Cirilo de Alejandría, «Comentario al evangelio de Juan», II, en PG 73, cols. 191-194).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico: «Tú sólo eres santo» (v. 4).

e) Para la lectura espiritual

«La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama "el solo santo", amó a su Iglesia como a su esposa. El se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). La Iglesia es, pues, «el pueblo santo de Dios» (LG 12) y sus miembros son llamados «santos» (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1; 16,1).

La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por él; por él y con él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir «la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios» (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada «la plenitud total de los medios de salvación» (UR 3). Es en ella donde «conseguimos la santidad por la gracia de Dios» (LG 48).

«La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados, cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre» (LG 11).

«Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación» (LG 8; cf. UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación. La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (SPF 19) (Catecismo de la Iglesia católica, nn. 823-825 y 827).