Liberados por el
Espíritu de Dios,
nos atrevemos a decir: «¡Padre!»
(Rom 8,14-17)
14 Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga
esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os
hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». 16
Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos
hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, también somos herederos:
herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos
con él, seremos también glorificados con él.
LECTIO
El capítulo 8 de la Carta a los Romanos ha sido definido como un Te Deum de la historia de la salvación, y los vv. 14-17 son considerados como la cúspide de todo el capítulo. Dios, dador de vida, une a él vitalmente, por medio del Espíritu, a todo creyente, haciéndole hijo suyo. En efecto, el Espíritu Santo, que habita en el corazón del cristiano, no es sólo un maestro interior de vida, sino también un operador y un dador de vida para aquellos que se dejan guiar por el Espíritu de Dios (v. 14). Por él llegamos a ser «hijos de Dios» y podemos participar de una vida plena y duradera. La experiencia personal de cada uno demuestra que somos verdaderamente hijos de Dios: el bautismo no nos ha conferido «un Espíritu que os haga esclavos» (v. 15), es decir, la actitud típica de los siervos, para recaer en el sistema del «temor», sino que se nos ha dado «un Espíritu que os hace hijos adoptivos» (v 15), por el que podemos gritar, como Jesús: «¡Padre!» (cf. Gal 4,5ss; 2 Tim 1,7; 2 Cor 1,22). Para Pablo, esta novedad cristiana de la filiación-comunión con el Padre sólo será plena cuando, en la era escatológica, cada bautizado, por obra del Espíritu, se identifique perfectamente con la figura de Cristo resucitado. Entonces no sólo Cristo, sino todos los creyentes en él gozarán de esta plenitud.
El signo más manifiesto de esta prerrogativa cristiana es el hecho de que los fieles pueden dirigirse, ya desde ahora, al Creador con el bello nombre de Abba (v. 15), palabra hebrea y familiar que significa «papá» y que ningún judío se atrevía a pronunciar refiriéndola a YHWH. Sólo el Espíritu pudo inspirar a los cristianos una expresión tan audaz, que manifiesta la seguridad y la alegría de todos aquellos que están movidos por el Espíritu de Jesús. En todo caso, es el Espíritu el que, además de hacer a los creyentes conscientes de esta magnífica realidad, es la causa de la misma.
MEDITATIO
Éste es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15,16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos.
Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es El quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir» (20,7).
Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es El quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz.
El primer objetivo de la vida consagrada es hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama (Juan Pablo II, exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 17.19.20).
ORATIO
Envía, oh Padre, tu Espíritu, para que sienta yo algo del estupor inmenso que quisiera tener cuando pienso que soy hijo tuyo.
Envía, oh Padre, tu Espíritu, para que yo advierta algo de las maravillas que has obrado en mí al llamarme a seguirte de una manera especial. Tú quieres configurarme con tu Hijo no sólo en los sentimientos, en los pensamientos y en las obras, sino también en la forma de vida, a fin de que yo sea una imagen viva de su entrega total a ti y a los hermanos.
Envía tu Espíritu para que yo pueda ser cada vez más hijo en el Hijo, conforme a él en su forma de vida, a fin de que mis hermanos y hermanas se interroguen y, elevando su pensamiento a ti, te alaben, Padre dulce y bueno, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
CONTEMPLATIO
Dice el apóstol que son guiados por el Espíritu de Dios aquellos en cuyas acciones no aparecen los consejos de los principados y de las potestades (cf. Ef 6,12) de este mundo. En efecto, aquellos en cuyas acciones aparecen, no son hijos de Dios, sino del diablo [...]. Tras haber recibido el Espíritu Santo, hemos sido liberados de todo temor derivado de las malas acciones, de suerte que en el futuro ya no cometamos nada por lo que temer de nuevo; antes, en efecto, estábamos en el temor, porque una vez dada la ley todos fueron declarados culpables [...]. Una vez liberados del temor por la gracia de Dios, hemos recibido el espíritu de adopción como hijos, de suerte que, considerando lo que éramos y lo que hemos obtenido por don de Dios, regulemos nuestra vida con gran atención para que el nombre de Dios no
padezca en nosotros injuria y no caigamos como ingratos en todo aquello a lo que nos hemos sustraído. En efecto, hemos obtenido una gracia tal que nos atrevemos a decir a Dios: abba, esto es, «papá». Y por eso nos avisa el apóstol para que la confianza recibida no se convierta en temeridad, porque, si mostramos una conducta que contradiga nuestro decir «Abba, Padre», haremos injuria a Dios llamándole así [...].Así, pues, para volvernos prontos a obedecer a Dios Padre, el apóstol nos conforta con esta esperanza diciendo que seremos herederos de Dios y coherederos de Cristo, de suerte que, dado que es grande la esperanza del premio, tanto más disponibles debemos estar a las cosas de Dios, dejando de lado el cuidado de lo que es mundano. El significado de ser «coherederos» del Hijo de Dios lo aprendemos del apóstol Juan. Este, en efecto, dice entre otras cosas: «Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn 3,2) (Ambrosiaster, Commento alla lettera al Romani, Roma 1984, pp. 191-193,
passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:
«Al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rom 5,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La redención que Cristo ha llevado a cabo en favor de toda la humanidad y que el Espíritu Santo abre a cada uno de manera personal, comunicando a Cristo como Señor y Salvador propio personal, nos une a él de una forma tan radical y absouta que somos y nos hace sentirnos hijos adoptivos del Padre. Volvemos a descubrir que somos hijos en el Hijo. La naturaleza
humana ha sido creada y predispuesta para ser asumida y unida a un principio personificante humano –esto es, creado–, pero puede ser asumida y unida integralmente a la Persona divina. De hecho, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, que posee plenamente toda la naturaleza divina dándole la impronta de Hijo de Dios, asume y, por consiguiente, posee con la encarnación la naturaleza humana [...]. Cuando Cristo asume la naturaleza humana, instaura con la persona humana una relación tan íntima, personal y total que esta persona se vuelve hijo adoptivo de Dios.A partir de este fondo cristológico-antropológico se explicita el camino espiritual del hombre como una adhesión cada vez mayor al Hijo de Dios, para dar a nuestra naturaleza humana una impronta cada vez más íntegra de hijos. Esta es nuestra vida en Cristo: Cristo nos hace hijos del Padre y don del Espíritu Santo, que grita en nosotros «Padre», nos une al Hijo y nos hace conscientes de la filiación (cf. Gal 4,6ss), haciendo que nos adhiramos con todo lo que somos a la obra de Cristo, que plasma toda nuestra realidad humana a su imagen, es decir, de Hijo. Nosotros hemos sido creados a imagen del Hijo [..].
En el camino espiritual es preciso ver, por consiguiente, cómo y cuánto nos adherimos al amor de Cristo, cómo y cuánto nos exponemos a la acción del Espíritu Santo que nos hace cristiformes. De este modo, el camino espiritual verifica hasta qué punto está viva en nosotros la conciencia de que somos de Cristo y, en él, somos hijos, o en qué medida, en cambio, Cristo sigue siendo para nosotros un ideal lejano para imitar, un maestro para seguir, un Dios para adorar, pero de modo exterior [...]. La trampa que se puede hacer aquí es no tener en cuenta de manera suficiente al Espíritu Santo. Al adorar al Espíritu Santo, al invocarlo, damos toda la disponibilidad a la sinergia, y entonces la fe tiene una base ontológica. De otro modo convertimos la fe en algo semejante a una ideología, con brotes voluntaristas y moralistas. [...]. La conciencia de que todas las virtudes son Cristo y de que nuestra participación, en el Espíritu Santo, en las virtudes, es la participación en un organismo vivo, donde cada virtud es vía para otra (donde, por tanto, no se puede ser justos y, al mismo tiempo, violentos, o bien pacíficos e injustos), es una conciencia que
elimina los riesgos de un cristianismo ideológico, de una fe entendida en sentido voluntarista y moralista, y que, por consiguiente, provoca reacciones de tendencia exactamente contraria (M. I. Rupnik, II discernimento. Seconda parte: Come rimanere con Cristo, Roma 2001, pp. 71-74).