Quinto domingo de pascua

Ciclo C


LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 14,21b-27

En aquel tiempo, 21 después de anunciar el Evangelio en Derbe y hacer bastantes discípulos, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, 22 confortando a su paso los ánimos de los discípulos y exhortándoles a permanecer firmes en la fe. Les decían:

- Tenemos que pasar muchas tribulaciones para poder entrar en el Reino de Dios.

23 Designaron responsables en cada iglesia y, después de orar y ayunar, los encomendaron al Señor, en quien habían creído. 24 Después atravesaron Pisidia, llegaron a Panfilia 25 y, después de predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía.

26 De allí regresaron por mar a Antioquía de Siria, donde habían sido encomendados a la protección de Dios para la misión que acababan de realizar. 27 Al llegar, reunieron a la comunidad y contaron todo lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los paganos la puerta de la fe.


El primer viaje misionero de Pablo y Bernabé toca a su fin. Recorren hacia atrás el camino y visitan las ciudades evangelizadas «confirmando» a los discípulos (v. 22): se trata de un término típico del lenguaje misionero del siglo I. Indica, en efecto, la consolidación en la fe y en la praxis cristianas de los que han acogido hace poco el kerygma (el anuncio) y pueden verse desorientados con facilidad por la experiencia de la persecución, que acompaña a la predicación casi por doquier, golpeando a los apóstoles. Se exhorta, pues, a los nuevos discípulos a perseverar en la fe, abrazando las tribulaciones como participación en la pasión de Cristo. Dado que las comunidades recientemente evangelizadas deben seguir por sí solas su camino, los apóstoles instituyen en cada una de ellas un primer tipo de organización eclesial y nombran presbíteros en ellas.

Se trata de un momento de importancia fundamental para la vida de la comunidad y, por consiguiente, tiene que ir acompañado de la oración, del ayuno, de la entrega confiada en manos del Señor (v. 23). Pablo y Bernabé vuelven a la Iglesia de Antioquía de Siria (v 26), que era la que había preparado su viaje. La misión apostólica, así como la responsabilidad eclesial, son, en efecto, tareas que el Señor mismo confía a algunos (13,2s), pero de las que debe hacerse cargo toda la comunidad, sosteniéndolos con la oración y el ofrecimiento del sacrificio. De ahí que los apóstoles, apenas llegados a su destino, reúnan a todos los hermanos para contarles lo que «Dios» había obrado sirviéndose de ellos y cómo había abierto él mismo a los paganos «la puerta de la fe». Suya es la misión, suya es la gracia, suyo el fruto. A él dan toda la gloria los apóstoles (v 27).


Segunda lectura: Apocalipsis 21,1-5a

Yo, Juan, 1 vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Habían desaparecido el primer cielo y la primera tierra, y el mar ya no existía. 2 Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo. 3 Y oí una voz potente, salida del trono, que decía:

5 Y dijo el que estaba sentado en el trono:


Tras haber contemplado la derrota definitiva de las fuerzas del mal y el juicio de Dios (19,11-20,15), el Vidente es considerado digno de conocer la cara luminosa de esa lucha encarnizada: la realidad que aparece ante sus ojos se caracteriza por una novedad radical, sustancial y universal: todo el cosmos está implicado en esa transformación. El universo marcado por el mal -cuyo símbolo en la Biblia es con frecuencia el mar- ha sido sustituido por una realidad cualitativamente diferente (v 1). Si bien los profetas habían vaticinado ya unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Is 65,17) y habían presentado a Jerusalén como esposa de Dios (Is 62), su horizonte seguía siendo, no obstante, temporal, y la referencia inmediata era la restauración material de la ciudad mediante la intervención recreadora de Dios. Juan ve descender ahora, desde el nuevo cielo a la nueva tierra, a esta ciudad-esposa, símbolo de la morada de Dios con los hombres.

Es éste un tema que, de manera velada, recorre toda la historia sagrada y, en cierto sentido, indica asimismo su significado último. Desde la intimidad entre Dios y el hombre en el Edén, pasando por la tienda de la presencia (shekhinah) que acompañó al pueblo de Israel en el Exodo, por el templo de Jerusalén, hasta la encarnación, Dios se ha ido revelando cada vez más profundamente como el Emmanuel, el «Dios-con». Tras la muerte-resurrección de Cristo, se está cumpliendo un nuevo y último paso en la revelación: el-hombre-está-con-Dios. Una vez destruido por completo el mal (capítulo 20), aparece un nuevo pueblo que pertenece plenamente al Señor, y él está eternamente «con-ellos» (v. 3). Las citas de los profetas se suceden para describir esta espléndida realidad (Ez 37,27; Is 25,8; 35,10; 65,19) de comunión, de con-suelo, de vida, de fiesta: algo que el hombre aún no ha conocido -porque Dios hace nuevas todas las cosas-, pero que, no obstante, puede ya pregustar en cierto modo des-de ahora, porque «el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17; Is 43,19).


Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35

31 Nada más salir Judas [del cenáculo], dijo Jesús:

- Ahora va a manifestarse la gloria del Hijo del hombre, y Dios será glorificado en él. 32 Y si Dios va a ser glorificado en el Hijo del hombre, también Dios lo glorificará a él. Y lo va a hacer muy pronto. 33 Hijos míos, ya no estaré con vosotros por mucho tiempo.

34 Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. 35 Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos.


Con este pasaje comienza el «discurso de despedida» de Jesús. Se abre la puerta del cenáculo, sale Judas para consumar la traición al Maestro. El evangelio señala con brevedad: «Era de noche». La noche del pecado, la noche del príncipe de este mundo. Jesús sabe que, al cabo de pocas horas, estará allí, solo, en el huerto de Getsemaní, envuelto por esas mismas tinieblas que in-tentarán engullirlo y contra las que deberá luchar hasta la sangre. Sabe todo esto y, sin embargo, habla a los discípulos de «glorificación» del Hijo del hombre. La «gloria» de Dios, en efecto, no es el fácil éxito mundano, sino más bien el triunfo del bien, que, para nacer, debe pasar a través de la gran tribulación. La cruz es así el seno materno de la vida verdadera.

Jesús no puede «explicar» ahora a los suyos el significado de su muerte. La afronta solo y la ofrece. En sus palabras se siente vibrar la solicitud por los discípulos, que, dentro de poco, también se quedarán solos, a merced de la duda y del escándalo. Por ahora no pueden seguirle. Por eso necesitan más que nunca ser custodiados en su nombre. Es ahora cuando les deja en testamento el «mandamiento nuevo» del amor recíproco. Al vivirlo, estarán para siempre en comunión con él y nada podrá arrancarlos de su mano. Más aún, podrán vivirlo porque él lo ha vivido primero. «Ningún discípulo es superior a su maestro», aunque todo discípulo está llamado a configurarse con el Maestro y a glorificarlo con su vida. El «mandamiento nuevo» no es un yugo pesado, sino comunión personal con Dios, que quiere permanecer presente entre los suyos como amor, como caridad.


MEDITATIO

El pueblo cristianó es siempre un «pequeño resto» en medio de los miles de millones de hombres que viven sobre la faz de la tierra, pero es un fermento de masa «nueva» que debe hacer fermentar desde el interior toda la masa. Y aunque la evidencia de la situación parece desmentir su eficacia, la Palabra de Dios nos autoriza a no dudar y a dejar de sentir miedo. El fruto del árbol sólo se ve después de un laborioso tiempo de germinación y de crecimiento a lo largo de la sucesión de las estaciones. ¿No es éste el mismo camino de Jesús, el Hijo del hombre glorificado a través de la muerte en la cruz? Todo se ha vuelto nuevo: se dan cuenta de ello los que tienen los ojos límpidos y penetrantes de la fe, aquellos que, resucitados con Cristo, caminan sobre la tierra pero a quienes su corazón les empuja ya hacia arriba. La transformación acaece ya día tras día a través de nuestro morir a toda clase de orgullo y de egoísmo para pasar de la decadencia del pecado a la plenitud de la vida nueva.

Son muchos los que buscan hoy no la novedad traída por Cristo, sino las novedades; no la realidad nueva, sino las informaciones en tiempo real sobre los hechos más o menos triviales de la crónica. Se corre fácilmente detrás de las «novedades viejas», de las modas y de los modelos de vida ofrecidos por una sociedad privada de verdadera capacidad creativa. Si el hombre no se re-nueva a sí mismo, no hace más que repetir un esquema anticuado o hacer la parodia de la originalidad. Y como sólo Dios es creador, sólo confiándonos al soplo del Espíritu podremos renovarnos y convertirnos en artífices de renovación en la Iglesia y en toda la comunidad.


ORATIO

Dios, Padre nuestro, en el exceso de tu amor expusiste a tu Hijo amadísimo al rechazo y al odio del mundo: concédenos la fuerza de tu Espíritu a nosotros, que queremos seguir las huellas de nuestro Maestro y dar un valiente testimonio de su muerte y su resurrección frente al mundo que no te conoce. Haz que, configurándonos con él, seamos capaces de oponer el amor al odio, la mansedumbre a la violencia, el perdón a la venganza, la paz a la enemistad, la bendición a la maldición. No permitas que, en la hora de la prueba, seamos vencidos por el miedo y caigamos en el pecado de la incredulidad y del desamor. Haz, más bien, que te pertenezcamos cada vez más y acudamos a ti, unidos a tu Hijo, llevando en los brazos todo este mundo que amas y quieres salvar.


CONTEMPLATIO

«Os doy un mandamiento nuevo.» Como era de esperar que los discípulos, al oír esas palabras y considerarse abandonados, fueran presa de la desesperación, Jesús les consuela proveyéndoles, para su defensa y protección, de la virtud que está en la raíz de todo bien, es decir, la caridad. Es como si dijera: «¿Os entristecéis porque yo me voy? Pues si os amáis los unos a los otros, seréis más fuertes». ¿Y por qué no lo dijo precisamente así? Porque les impartió una enseñanza mucho más útil: «Por el amor que os tengáis los unos a los otros re-conocerán todos que sois discípulos míos». Con estas palabras da a entender que su grupo elegido no hubiera debido disolverse nunca, tras haber recibido de él este signo distintivo. El lo hizo nuevo del mismo modo que lo formuló. De hecho, precisó: «Como yo os he amado» [...].

Y dejando de lado cualquier alusión a los milagros que hubieran de realizar, dice que se les reconocerá por su caridad. ¿Sabéis por qué? Porque la caridad es el mayor signo que distingue a los santos: es la prueba segura e infalible de toda santidad. Es sobre todo con la caridad como todos conseguimos la salvación. Y en esto consiste principalmente ser discípulo suyo.

Precisamente gracias a la caridad os alabarán to-dos, al ver que imitáis mi amor. Los paganos, es verdad, no se conmueven tanto frente a los milagros como frente a la vida virtuosa. Y nada educa la virtud como la caridad. En efecto, los paganos llamarán con frecuencia «impostores» a los que obran milagros, pero nunca podrán encontrar nada criticable en una vida íntegra (Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de Juan, 57,3s).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Su ternura se extiende a todas las criaturas» (Sal 144,9).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-39). Empiezo a experimentar que un amor a Dios total e incondicionado hace posible un amor al prójimo visibilísimo, solícito y atento. Lo que a menudo defino como «amor al prójimo» se muestra con excesiva frecuencia como una abstracción experimental, parcial y provisional, de sólito muy inestable y huidiza. Pero si mi objetivo es el amor a Dios, me es posible desarrollar asimismo un profundo amor al prójimo. Hay otras dos consideraciones que pueden explicarlo mejor.

Antes que nada, en el amor a Dios me descubro a «mí mismo» de un modo nuevo. En segundo lugar, no nos descubriremos sólo a nosotros mismos en nuestra individualidad, sino que descubriremos también a nuestros hermanos humanos, porque es la gloria misma de Dios la que se manifiesta en su pueblo a través de una rica variedad de formas de modos. La unicidad del prójimo no se refiere a esas cualidades peculiares, irrepetibles de un individuo a otro, sino al hecho de que la eterna belleza y el eterno amor de Dios se hacen visibles en las criaturas humanas únicas, insustituibles, finitas. Es precisamente en la preciosidad del individuo donde se refracta el amor eterno de Dios, convirtiéndose en la base de una comunidad de amor. Si descubrimos nuestra misma unicidad en el amor de Dios y si nos es posible afirmar que podemos ser amados porque el amor de Dios mora en nosotros, podremos llegar entonces a los otros, en los que descubriremos una nueva y única manifestación del mismo amor, entrando en una íntima comunión con ellos (H. J. M. Nouwen, Ho ascoltato il silenzio. Diario da un monastero trappista, Brescia 199810, 82s).