Tercer domingo de pascua

Ciclo C

 

LECTIO


Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27b-32.40b-41

En aquellos días, 27 hicieron entrar a los apóstoles para que comparecieran ante el Sanedrín y el sumo sacerdote les preguntó:

28 - ¿No os prohibimos terminantemente enseñar en nombre de ése? Y, sin embargo, habéis llenado Jerusalén con vuestras enseñanzas y queréis hacemos responsables de la muerte de ese hombre.

29 Pedro y los apóstoles respondieron:

- Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. 30 El Dios de nuestros antepasados ha resucitado a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. 31 Dios lo ha exaltado a su derecha como Príncipe y Salvador para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados. 32 Nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen somos testigos de todo esto.

33 Ellos, enfurecidos por tales palabras, querían matarlos.

40 Hicieron llamar a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en el nombre de Jesús y los soltaron. 41 Ellos salieron de la presencia del Sanedrín gozosos de haber merecido tal ultraje por causa de aquel nombre.

El camino de la Iglesia es un camino acompañado de luz y de tinieblas desde su origen: va creciendo entre el pueblo el favor de que goza la primera comunidad cristiana (vv. 14-16), pero aumenta también el odio de las autoridades judías, que llegan incluso a la persecución. Mientras se suceden los arrestos, interrogatorios y amenazas, resplandece cada vez más la obra del Espíritu Santo en los apóstoles.

Llevados por segunda vez ante al Sanedrín, dan pruebas de libertad y de valentía (parresía). El criterio de sus acciones es único: obedecer a Dios, no anteponer nada a él ni a su testimonio (cf. vv. 28s). Esta falta de miedo hace aún más incisiva y eficaz su confesión y su predicación. Pedro proclama una vez más el kerygma (vv. 30-39) y atribuye de nuevo a los jefes del pueblo la responsabilidad de la muerte de Jesús (una responsabilidad que aquellos querrían declinar: v. 28b).

Con todo, no se trata de una acusación estéril; es casi un proyectar sobre otros la propia culpa. En efecto, la parte fundamental del discurso hemos de buscarla en la afirmación que explica la finalidad del obrar de Dios: «Para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados». Otras veces acusa Pedro al auditorio de la crucifixión de Cristo, pero el texto sagrado añade siempre que, al arrepentirse y acoger sus palabras, «muchos creyeron».

Cuando el corazón queda traspasado por el arrepentimiento (2,37), el don de Dios se vuelve superabundante. Sólo cuando se rechaza la Palabra de manera obstinada, se endurece el corazón hasta llegar a la violencia (5,33.40). Es tarea de los apóstoles continuar con la predicación aun en medio de las persecuciones, fortalecidos por el Espíritu, que los confirma (v. 32) y los colma de alegría (v. 41). Desde ahora viven ya la bienaventuranza proclamada por el Señor Jesús y encuentran su recompensa en el amor a su nombre (Mt 5,10-12).


Segunda lectura: Apocalipsis 5,11-14

Yo, Juan, 11 oí después, en la visión, la voz de innumerables ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos; eran cientos y cientos, miles y miles, 12 que decían con voz potente:

- Digno es el Cordero degollado
de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría,
la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

Y las criaturas todas del cielo y de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, oí también que decían:

- Al que está sentado en el trono
y al Cordero, alabanza,
honor, gloria y poder
por los siglos de los siglos.

Los cuatro seres vivientes respondieron: «Amén», y los ancianos se postraron en profunda adoración.

Ante nuestra contemplación se nos brinda una escena majestuosa y terrible: Dios omnipotente está sentado en el trono, tiene en su mano el libro sellado de sus inescrutables designios, pero nadie puede abrirlo. Momentos de silencio cargados de expectación y de temor. La situación parece desesperada. Pero, de repente, aparece victorioso un Cordero como inmolado (5,1-7: en arameo, talja designa tanto «siervo» como «cordero»).

Con este símbolo expresa, por tanto, Juan la realidad de Cristo, verdadero Cordero pascual y Siervo de YHWH, que ha cargado con nuestras iniquidades, tomando sobre sí el castigo que nos da la salvación (Is 53, sobre todo el v. 7). El Cristo-Cordero inmolado está de pie en medio del trono (v 6). En su presencia se entona el canto de la solemne liturgia cósmica: una escuadra innumerable de ángeles recuerda triunfalmente el «motivo» (vv. 11s), repetido por el coro de todas las criaturas (v. 13), que alaban por los siglos de los siglos al Dios omnipotente y a Cristo, nuestra pascua.

Cielo y tierra se encuentran unidos así en un movimiento circular: el himno se inicia en el cielo, se derrama, desciende sobre la tierra, se propaga en ella y luego vuelve a subir al cielo para concluir en el «Amén», acorde final de los cuatro seres vivientes, símbolo de todas las realidades creadas. Se confirma así, de manera solemne, la plena adhesión a la voluntad de Dios. Y el silencio adorador de los cuatro ancianos, primicia celestial de todo el pueblo de Dios, prolonga la vibración del canto nuevo con la intensidad de la contemplación.


Evangelio: Juan 21,1-19

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de Tiberíades. 2 Estaban juntos Simón Pedro, Tomás «El Mellizo», Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. 3 En esto dijo Pedro:

Los otros dijeron:

Salieron juntos y subieron a una barca, pero aquella noche no lograron pescar nada.

4 Al clarear el día, se presentó Jesús en la orilla del lago, pero los discípulos no lo reconocieron. 5 Jesús les dijo:

- Muchachos, ¿habéis pescado algo?

Ellos contestaron:

6 Él les dijo:

Ellos la echaron, y la red se llenó de tal cantidad de peces que no podían moverla. 7 Entonces, el discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro:

Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó un vestido, pues estaba desnudo, y se lanzó al agua. 8 Los otros discípulos llegaron a la orilla en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no era mucha la distancia que los separaba de tierra; tan sólo unos cien metros.

9 Al saltar a tierra, vieron unas brasas, con peces colocados sobre ellas, y pan. 10 Jesús les dijo:

11" Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.

12 Jesús les dijo:

Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntar: «¿Quién eres?», porque sabían muy bien que era el Señor. 13 Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y se lo repartió, y lo mismo hizo con Ios peces.

14 Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de haber resucitado de entre los muertos.

15 Después de comer, Jesús preguntó a Pedro:

Entonces Jesús le dijo:

16 Jesús volvió a preguntarle:

Pedro respondió:

- Sí, Señor, tú sabes que te amo.

Jesús le dijo:

17 Por tercera vez insistió Jesús:

Pedro se entristeció, porque Jesús le había preguntado por tercera vez si le amaba, y le respondió:

Entonces Jesús le dijo:

- Apacienta mis ovejas. 18 Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas, cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir.

19 Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios. Después añadió:

Jn 21, colocado detrás de una primera conclusión del cuarto evangelio, añade algunos elementos importantes al capítulo precedente: abre de nuevo la perspectiva sobre la Iglesia futura (vv. 1-14), pone el fundamento del primado de Pedro entendido como servicio vicario(vv. 15-19), enfoca la relación entre Pedro y el discípulo amado (vv. 20-23).

Los vv. 1-14 hemos de leerlos recordando la vocación de los primeros discípulos (cf. Lc 5,1-11). Los discípulos, cuando Jesús resucitado desaparece de sus ojos, atraviesan un momento de incertidumbre sobre la orientación que deben dar a su futuro. La perspectiva más inmediata es la de volver a la vida de antes, iluminada por la enseñanza de Jesús, al que reconocen vivo. Aquí interviene la tercera aparición (v 14), una aparición que suena para los discípulos como una nueva llamada al seguimiento (v 19), centrada en la continua presencia del Señor, reconocido, no obstante, por la fe (vv. 7.12), y al que encuentran concretamente en el pan partido y compartido de la eucaristía (v. 13). En verdad, los apóstoles no pueden hacer nada sin él (cf. 15,5), no tienen alimento (v. 5, al pie de la letra), mientras que gracias a la obediencia de la fe (v 4b) a su Palabra realizan una pesca superabundante, como el día en que los llamó por primera vez (Lc 5,9). Sin embargo, la red no se rompe: la Iglesia católica debe permanecer indivisa aun cuando recoja multitudes inmensas (v. 11).

En la comunión de esta comida con el Resucitado, éste rehabilita a Simón Pedro al frente de los discípulos: como tres veces renegó de Cristo, tres veces profesa que le ama. Y también por tres veces -de manera solemne, por consiguiente- le confía Jesús el mandato de alimentar y guiar su rebaño con un espíritu de servicio, en representación del buen pastor (vv. 15-17). Como tal, Pedro deberá ofrecer la vida por las ovejas, glorificando a Dios con el martirio: la invitación al seguimiento tiene ahora para Simón Pedro un sabor muy diferente a la que recibió «cuando era más joven»; tiene el sabor del amor (v 17), que le llevará tras las huellas de Jesús (1 Pe 2,21), a amar «hasta el final» (Jn 13,1).


MEDITATIO

La liturgia de la Palabra traza hoy ante nosotros un largo y apasionante camino que, partiendo del tiempo, desemboca en la eternidad: vamos a indicar, brevemente, las etapas del mismo y le vamos a pedir al Señor la gracia de recorrerlo.

Al comienzo se encuentra la experiencia de un encuentro que se intercala en nuestros días más ordinarios, en medio de nuestras actividades habituales: se trata del encuentro con el Resucitado, un encuentro para el que, con frecuencia, no estamos preparados, sino más bien «ciegos», como los apóstoles en el lago. «Los discípulos no lo reconocieron»; sin embargo, aceptaron el consejo, más tarde dan crédito a la intuición que se comunican de uno a otro y, por último, lo reconocen por medio de una certeza interior (no a través de una evidencia sensible). Del mismo modo que hizo Simón Pedro, también nosotros debemos dejarnos interpelar por la Palabra del Resucitado, que pone al descubierto nuestro pecado, nuestra fragilidad pasada y presente, aunque nos pide un consentimiento de amor. Sólo después de haberle reconocido a él y habernos reconocido a nosotros mismos bajo su luz, podremos ofrecérselo, ahora que ya no es obra de una autoilusión y sólo nos queda -¡aunque lo es todo!- el deseo ardiente de amarlo, como pobres. Ahora es cuando él nos confía su tesoro: nuestros hermanos; nos hace responsables de dar testimonio ante ellos, un testimonio que nos llevará muy lejos en su seguimiento, quizás a un lugar que -hoy al menos- no querríamos.

A la luz de este encuentro con Cristo, siguiendo el eco de aquella pregunta interior-«¿Me amas?»- y de nuestra humilde respuesta, es preciso proseguir el camino con alegre valentía y abrir a muchos el camino de la fe con nuestra confesión transparente del nombre de Jesús, crucificado por nuestros pecados y resucitado por el Padre para la salvación del mundo. No han de faltarnos los sufrimientos, la multiforme persecución, aunque tampoco la alegría de hacerle frente por amor a Jesús. Una alegría que inundará todo el cosmos en el día eterno en una única confesión coral de alabanza al Dios omnipotente, a nuestro Creador, y a Cristo, Cordero inmolado, nuestro Salvador, en el Espíritu Santo, vínculo de amor.


ORATIO

Manifiéstate de nuevo, Señor. También nosotros, como tus discípulos, deseamos ir contigo y desafiar la noche oscura. Sin ti no podemos hacer nada; nuestra red sigue estando vacía y no sirve de nada el esfuerzo de echarla al mar. Pero a tu palabra queremos repetir una vez más este gesto, pues tú nos quieres llevar más allá de nuestra lógica mezquina, que se detiene a calcular los riesgos de las pérdidas y las posibilidades de ganancia.

Cuando tocamos el fondo de nuestra miseria, tú nos haces experimentar el poder de tu fuerza de Resucitado. Nosotros creemos que eres el Señor. Sin embargo, en medio de nuestra pobreza, que tú conoces tan bien, haz que al alba de cada nuevo día renovemos el deseo de seguirte, repitiendo humildemente: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo».


CONTEMPLATIO

No hay mejor medio para estar unido a Jesús que cumplir su voluntad, y ésta no consiste en ninguna otra cosa que en hacer el bien al prójimo... «Pedro -pregunta el Seño-, ¿me amas? Apacienta mis corderos» (Jn 21,15), y, con la triple pregunta que le dirige, Cristo manifiesta de manera clara que apacentar los corderos es la prueba del amor. Y eso es algo que no se dice sólo a los sacerdotes, sino a cada uno de nosotros, por pequeño que sea el rebaño que le ha sido confiado. De hecho, aunque sea pequeño, no debe ser descuidado, puesto que «mi Padre –dice el Señor– se complace en ellos» (Lc 12,32).

Cada uno de nosotros tiene una oveja. Tengamos buen cuidado y llevémosla a los pastos convenientes. El hombre, apenas se levante de la cama, no debe buscar otra cosa, tanto con la palabra como con las obras, que hacer que su casa y su familia sean cada vez más piadosas. Vive de verdad sólo quien vive para los otros. En cambio, el que vive sólo para sí mismo desprecia a los otros y no se preocupa de ellos; es un ser inútil, no es un hombre, no pertenece a la raza humana [...]. Quien busca el interés del prójimo no perjudica a nadie, tiene compasión de todos y ayuda según sus propias posibilidades; no comete fraudes, ni se apropia de lo que pertenece a los otros; no da falso testimonio, se abstiene del vicio, abraza la virtud, reza por sus enemigos, hace el bien a quien le hace mal, no injuria a nadie y tampoco maldice cuando le maldicen de mil formas diferentes [...]; si buscamos nuestro interés, el de los otros irá por delante del nuestro (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 77,6).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo» (Jn 21,17).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites: en el amor a Pedro mostró cómo se ama al hombre que tenemos delante. No dijo: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Dijo: «Pedro es Pedro y yo le amo; es mi amor el que le ayudará a ser otro hombre». En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertidoen otro hombre; no, conservó intacta su amistad, y precisamente eso fue lo que le ayudó a Pedro a convertirse en otro hombre. ¿Crees que, sin esa fiel amistad de Cristo, se habría recuperado Pedro? ¿A quién le toca ayudar al que se equivoca, sino a quien se considera su amigo, aun cuando la ofensa vaya dirigida contra él?

El amor de Cristo era ilimitado, como debe ser el nuestro cuando debemos cumplir el precepto de amar amando al hombre que tenemos delante. El amor puramente humano está siempre dispuesto a regular su conducta según el amado tenga o no perfecciones; el amor cristiano, sin embargo, se concilia con todas las imperfecciones y debilidades del amado y permanece con él en todos sus cambios, amando al hombre que tiene delante. Si no fuera de este modo, Cristo no habría conseguido amar nunca: en efecto, ¿dónde habría encontrado al hombre perfecto? (S. Kierkegaard, Gli atti dell'amore, Milán 1983, pp. 341-344, passim [trad. esp.: Las obras del amor, Guadarrama, Barcelona, s. f.]).