Segundo domingo de pascua

Ciclo C


LECTIO


Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,12-16

Los apóstoles realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos los creyentes se reunían en el pórtico de Salomón, 13 pero los demás no se atrevían a juntarse con ellos. El pueblo, sin embargo, los tenía en gran estima, 14 de modo que una multitud de hombres y mujeres se incorporó al número de los que creían en Jesús. 15 Incluso sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en camillas y parihuelas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra tocara a alguno de ellos. 16 Un gran número de personas procedentes de las ciudades cercanas acudían a Jerusalén llevando enfermos y poseídos por espíritus inmundos, y todos se curaban.


El fragmento presenta el tercero de los «compendios» de los Hechos de los Apóstoles. Se trata de resúmenes usados en la narración de Lucas como «puentes» entre diferentes secciones. Muestran cómo vivía la comunidad cristiana en aquellos tiempos y, a la vez, cómo debería vivir siempre. En este compendio se encuentran, en efecto, siete verbos en imperfecto destinados a indicar una situación habitual de la comunidad. Esta ha hallado un lugar estable de encuentro junto al templo (el pórtico de Salomón), se reúne en torno a los apóstoles y muestra poseer una identidad bien definida frente a los otros.

En el centro de la narración aparece la presencia y la acción de los apóstoles, en particular la de Pedro. Estos realizan signos y prodigios que atestiguan el poder del Resucitado. El pueblo los exalta; aumenta el número de los creyentes; aumenta también la fe suscitada por el poder de curación de los apóstoles, incluso por la sombra de Pedro. Se perfilan aquí los rasgos de la Iglesia, que, mientras se va formando, agrega siempre, por el poder del Espíritu, nuevos miembros, sobre todo mediante la actividad de los apóstoles.


Segunda lectura: Apocalipsis 1,9-11a.12-13.17-19

9 Yo, Juan, hermano vuestro, que por amor a Jesús comparto con vosotros la tribulación y la espera en la isla de Patmos por haber anunciado la Palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. 10 Caí en éxtasis un domingo y oí detrás de mí una voz potente, como de trompeta, 11 que decía:

- Escribe en un libro lo que veas y mándalo a estas siete Iglesias: a Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

12 Me volví para mirar de quién era la voz que me hablaba, y al volverme vi siete candelabros de oro, 13 y en medio de los candelabros una especie de figura humana que vestía larga túnica y tenía el pecho ceñido con una banda de oro.

17 Cuando lo vi, me desplomé a sus pies como muerto, pero él puso su mano derecha sobre mí diciendo:

- No temas; yo soy el primero y el último; 18 yo soy el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo. 19 Escribe, pues, lo que has visto, lo que está sucediendo y lo que va a suceder después de todo esto.


El Apocalipsis es, por excelencia, el libro de la «revelación» de Jesús, aunque requiere por parte del lectorel paciente trabajo de entrar en su lenguaje cargado de símbolos. Juan recibe esta revelación en favor de los hermanos mientras se encontraba confinado en la isla de Patmos a causa de la fe. La profunda experiencia espiritual (v 10) vivida por él tiene lugar precisamente el domingo, día memorial de la resurrección del Señor. Oye a su espalda una voz potente, «como de trompeta», que le ordena escribir lo que vea. Los elementos con los que se describe esta primera experiencia recuerdan la revelación del Sinaí, comprendida, no obstante, en su plenitud gracias al misterio pascual. En efecto, Juan tiene que volverse (el verbo usado es epistréphein, el mismo término que indica la «conversión» como retorno a Dios) y precisamente porque se «convierte» puede ver. Se presenta entonces ante sus ojos un misterioso personaje, «una especie de figura humana» (v. 13) en medio de siete candelabros de siete brazos.

El único candelabro de siete brazos del templo de Jerusalén se ha transformado, por consiguiente, en muchos candelabros a fin de indicar que ha tenido lugar un paso desde el único ámbito del culto -o sea, el templo- a la totalidad de la comunidad eclesial. En medio de ellos está Cristo resucitado, descrito con elementos tomados del Antiguo Testamento. Estos expresan la función mesiánica, que ha llegado a su culminación. La larga túnica y la banda de oro (v 13) son un rasgo distintivo sacerdotal (cf. Dn 10,5); el pelo blanco (v. 14a) alude al «anciano de los días» de Dn 7,9. El Hijo del hombre es Dios mismo. Frente a él reacciona Juan con el desconcierto propio de quien entra en contacto con Dios, pero el personaje glorioso le tranquiliza y se presenta con cinco expresiones que le califican como el Resucitado. En efecto, es «el primero y el último», es decir, el creador y señor del cosmos y de la historia (cf. Is 44,8; 48,12); «el que vive», a saber: el que tiene la vida en sí mismo, según una terminología muy estimada por el Antiguo Testamento. No sólo es el que vive, sino el que tiene las llaves -esto es, el poder- de la muerte y del abismo de los muertos.

Evangelio: Juan 20,19-31

Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

20 Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Jesús les dijo de nuevo:

Y añadió:

- Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.

24 Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «El Mellizo», no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. 25 Le dijeron, pues, los demás discípulos:

Tomás les contestó:

26 Ocho días después, se hallaban de nuevo reunidos en casa todos los discípulos de Jesús. Estaba también Tomás. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

27 Después dijo a Tomás:

- Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. 28 Tomás contestó:

29 Jesús le dijo:

30 Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos más signos de los que han sido recogidos en este libro. 31 Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna.


MEDITATIO

«Estaba muerto, pero ahora vivo para siempre.» Jesús vino a compartir en todo nuestra condición humana, y ahora también nosotros tenemos en él la certeza de que la muerte no es la última palabra pronunciada sobre nuestro destino. Esta certeza cambia de manera radical la orientación de nuestro corazón. En él, vivo, también nosotros vivimos una vida nueva. Así pues, es importante que todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones, todos nuestros encuentros, estén imbuidos de la alegría y de la novedad de la vida resucitada que Jesús ha venido a traernos. La comunidad cristiana es el lugar en el que podemos llevar a cabo y alimentar de manera estable la experiencia de la vida nueva, repleta por fin de sentido y liberada de la angustia y del miedo.

Sin embargo, con excesiva frecuencia nos mostramos tardos e incrédulos, y nos reconocemos fácilmente en la figura de Tomás, el apóstol que quería tocar para creer. Como él, también nosotros perseguimos, con frecuencia, certezas que sean conformes a nuestras mezquinas medids. Y el Señor nos deja hacer. Nos da las pruebas que queremos y espera a que, ante la evidencia, lleguemos a proclamar, con un ímpetu de fe y de amor, que él es nuestro Señor, nuestro Dios.


ORATIO

Ven, quédate con nosotros, Señor, y aunque encuentres cerrada la puerta de nuestro corazón por temor o por cobardía, entra igualmente. Tu saludo de paz es bálsamo que hace desaparecer nuestros miedos; es don que abre el camino a nuevos horizontes. Dilata los angostos espacios de nuestro corazón. Refuerza nuestra frágil esperanza y danos unos ojos penetrantes para vislumbrar en tus heridas de amor los signos de tu gloriosa resurrección. Con frecuencia también nosotros nos mostramos incrédulos, necesitados de tocar y de ver para poder creer y ser capaces de confiar. Haz que, iluminados por el Espíritu Santo, podamos ser contados entre los bienaventurados que, aunque no han visto, han creído.


CONTEMPLATIO

Cristo se apareció a los apóstoles escondidos en una casa y entró con las puertas cerradas. Pero Tomás, que no estaba presente durante esta aparición, permaneció incrédulo. Desea ver, no acepta ni le basta con oír hablar de ella. Cierra los oídos y quiere abrir el corazón. Le quema la impaciencia.

Tomás, hombre de carácter exigente y desconfiado, pone por delante su incredulidad, esperando gozar así de una visión. «Si él se me aparece -dice-, eliminará mi incredulidad. Pondré mi dedo en las cicatrices de los clavos y abrazaré al Señor a quien tanto amo. Me reprochará también mi incredulidad, pero me colmará con su visión.» El Señor se aparece de nuevo, aplaca el tormento y elimina la duda de su discípulo. Pero, más que la duda, satisface su deseo.

Entra con las puertas cerradas. Esta increíble aparición confirma su increíble resurrección. Entonces le toca Tomás, desaparece su desconfianza y, colmado de una fe sincera y de todo el amor que se debe al mismo Dios, exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». El Señor le responde: «Porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que creen sin haberme visto. Tomás, anuncia la resurrección a quienes no me han visto. Arrastra a toda la gente a creer no en lo que ven sus ojos, sino en lo que dice tu palabra».

Éstos son los nuevos reclutas del Señor [...]. Han seguido a Cristo sin haberlo visto, lo han deseado, han creído en él. Lo han reconocido con los ojos de la fe, no con los del cuerpo. No han puesto sus dedos en la herida de los clavos, pero se han unido a su cruz y han abrazado sus sufrimientos. No han visto el costado del Señor, pero se han unido a sus miembros a través de la gracia (Basilio de Seleucia, Omelia sulla Pasqua, cit. en Padri della Chiesa, Il mistero pasquale, Brescia 19913, pp. 171-175, passim).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¡Encontrar a Dios! Mira, estoy sin luz. Me parece que podría decir frases bonitas (y entusiasmarme con ellas), pero justamente pronunciadas demasiado deprisa, de manera superficial. Me encuentro en una situación en la que mi creer ya no se me presenta como un conocer algo sobre Dios, como un «Credo», sino como la piedra de toque de mi Fe. Si yo creyera de verdad, ¿seguiría siendo aún presa de insignificantes contrariedades con tanta frecuencia? ¿Me sentiría alarmado por proyectos tan mediocres? No, entonces nada sería objeto de desprecio, sino que todo quedaría iluminado por este inimaginable y rico cumplimiento de todo. En consecuencia, es mi fe la que tiene que ser reanimada...

Pero ¿dónde se encuentra su debilidad? Creo, a buen seguro, que Jesús es Dios que ha venido entre nosotros y ha dado vida a mi vida. Creo, ciertamente, en Jesús, verdadero hombre, que murió crucificado y resucitó de entre los muertos: como Dios verdadero, «la muerte ya no tiene poder sobre él». Sí, Jesús, creo que has resucitado. Tú, el Hijo de Dios encarnado, «la fidelidad encarnada de Dios», has resucitado con tu cuerpo de hombre. Creo que has vencido a la muerte, también la mía. ¿Pero creo de una manera vital en esta resurrección de la carne, de mi carne, como afirmo en el Credo? ¿Justamente como la vivió Jesús y como la leo en los cuatro evangelios? No entraré de verdad en la resurrección de Jesús más que si digo un «sí» incondicional a mi resurrección. Este «sí» a mi destino personal es el que debo pronunciar antes que nada, más allá de todas las falsas apariencia de los sentidos, un «sí» a un «yo que continúa en una vida nueva».

Es preciso que mi voluntad se comprometa con este «sí» a mi supervivencia gloriosa, para que mi «sí» a Cristo sea algo diferente a un simple sonido vocal (J. Loew, Dios incontro all'uomo, Milán 1985, pp. 164-167, passim).