Segundo domingo de pascua

Ciclo A


LECTIO


Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,42-47

Los hermanos perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones. 43 Todos estaban impresionados, porque eran muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles. 44 Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común.

45 Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno. 46 Unánimes y constantes, acudían diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con alegría y sencillez de corazón; 47 alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el pueblo.


Según su promesa, Cristo resucitado y ascendido al cielo se queda, no obstante, con los hombres hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, su presencia en el tiempo de la Iglesia es diferente a la que tuvo durante su vida terrena. Ahora es el Espíritu Santo, primer don del Resucitado a los creyentes, el que prosigue su obra en la tierra y el que manifiesta el poder de su resurrección en la historia. Por eso transmite Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, como parte esencial de la «Buena Nueva", el relato de los primeros pasos de la comunidad cristiana, animada e impulsada por el Espíritu de Jesús.

En el primero de los «compendios" que describen a la Iglesia naciente aparecen las líneas fundamentales de la vida eclesial. Por eso se ha convertido este fragmento en paradigmático para todas las comunidades cristianas. Cuatro son las características que distinguen a los creyentes (v. 42): la asiduidad a la enseñanza de los apóstoles, o sea, el reconocerse necesitados de aprender a vivir como cristianos; la «comunión»: la expresión koinonía -que aparece sólo aquí en la obra lucana- ha de ser entendida como aquella unión de los corazones que se manifiesta también en el reparto concreto de los bienes materiales; la «fracción del pan)): ese gesto, típico de los judíos para iniciar la comida ritual, indica ahora la eucaristía, el «memorial»; y, por último, la oración.

De este modo, la primera comunidad cristiana está totalmente abierta al don del Espíritu, que puede obrar milagros en ella «por medio» de los apóstoles (v. 43). El relato deja aparecer el clima de alegría y de sencillez que nace de una vida de intensa caridad fraterna (v 44) y de la oración unánime (vv. 46-47a). Y la cosa es tanto más sorprendente por el hecho de que el texto no oculta tampoco fatigas y persecuciones. No se trata, por tanto, de un cuadro utópico; más bien es preciso ver en él el modelo ideal al que hay que conformarse. El estilo de vida asumido por la Iglesia naciente es en sí mismo testimonio elocuente e irradiador, una evangelización que prepara los ánimos de muchos a recibir la gracia de Dios (v. 47).


Segunda lectura: 1 Pedro 1,3-9

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, 4 para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable. Una herencia reservada en los cielos para vosotros, 5 a quienes el poder de Dios guarda mediante la fe para una salvación que ha de manifestarse en el momento final.6 Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas. 7 Pero así la autenticidad de vuestra fe -más valiosa que el oro, que es caduco aunque sea acrisolado por el fuego- será motivo de alabanza, gloria y honor el día en que se manifieste Jesucristo. 8 Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y radiante; 9 así alcanzaréis vuestra salvación, que es el objetivo de la fe.


Tras una breve presentación del remitente y de los destinatarios (vv 1s), en la que se ofrece ya un escorzo contemplativo sobre la obra de la salvación realizada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la primera carta de Pedro desarrolla el mismo tema, en los vv. 3-12, en forma de bendición solemne. De este modo se introduce a los oyentes en una atmósfera sagrada que ayuda a percibir el inmenso don que representa la vocación bautismal.

El Padre, en su inmenso amor, nos ha hecho renacer (cf. Jn 3,1-15), haciéndonos hijos suyos, a través de la muerte-resurrección de su Hijo unigénito (v 3a). Este nuevo nacimiento no tiene delante la perspectiva de la muerte, sino «una esperanza viva», una promesa (v 4) no condicionada por la corruptibilidad de las cosas de este mundo. Su plena posesión está reservada para nosotros «en los cielos», pero tenemos ya desde ahora un «anticipo», una «señal», en la medida en que vamos transformándonos interiormente, en la medida en que pasamos de seres carnales a seres espirituales, por medio de una vida conforme con la fe profesada en el bautismo.

Pedro, que se dirige a comunidades cristianas probadas por la persecución, ofrece consuelo y luz para leerel cumplimiento del designio de salvación en medio de las dolorosas situaciones por las que atraviesan. Los sufrimientos no deben convertirse en motivo de escándalo, en piedra de tropiezo, sino en crisol purificador, donde se purifica la fe para ser cada vez más pura y firme (vv. 6s). Esta fe será, en efecto, el documento con el que, el último día, daremos testimonio de nuestro amor a Cristo, mientras que, ya desde ahora, nos proporciona un gozo inefable y radiante en el corazón y nos conduce a la meta: la salvación eterna de las almas (vv. 8s).


Evangelio:
Juan 20,19-31

Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

20 Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Jesús les dijo de nuevo:

Y añadió:

- Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.

24 Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «El Mellizo», no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. 25 Le dijeron, pues, los demás discípulos:

Tomás les contestó:

26 Ocho días después, se hallaban de nuevo reunidos en casa todos los discípulos de Jesús. Estaba también Tomás. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

27 Después dijo a Tomás:

- Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. 28 Tomás contestó:

29 Jesús le dijo:

30 Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos más signos de los que han sido recogidos en este libro. 31 Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna.


Estos dos episodios, próximos y relacionados con un mismo tema -el de la fe- son, el eco fiel de cuanto ha sucedido en los corazones de los apóstoles tras la muerte de Jesús.

En el primero de ellos (vv. 19-22), el Resucitado se aparece a los once, que, a pesar del anuncio de María Magdalena (v. 18), están encerrados todavía en el cenáculo por miedo a los judíos. Jesús supera las barreras que se le interponen: pasa a través de las puertas, manifestando que su condición es completamente nueva, aunque no ha desaparecido nada de los sufrimientos que padeció en la carne. La insistente referencia al costado traspasado de Jesús es propia de Juan, que, de este modo, quiere indicar el cumplimiento de las profecías en Jesús (Ez 47,1; Zac 12,10.14). El tradicional saludo de paz asume también en sus labios un sentido nuevo: de augurio -«la paz esté con vosotros»- se convierte en presencia -«la paz está con vosotros». La paz, don mesiánico por excelencia, que incluye todo bien, es, por tanto, una persona: es el Señor crucificado y resucitado en medio de los suyos («se presentó»: vv. 19b.26b y, antes, v 14). Al verlo, los discípulos quedan colmados de alegría y confirmados en la fe. El Espíritu que Jesús sopla sobre ellos, principio de una creación nueva (Gn 2,7), confiere a los apóstoles una misión que prolonga la suya en eltiempo y en el espacio y les concede el poder divino de liberar del pecado.

El segundo cuadro (vv 24-29) personaliza en Tomás las dudas y el escepticismo que atribuyen los sinópticos, de manera genérica, a «algunos» de los Doce, y que pueden surgir en cualquiera. Tomás ha visto la agonía de su Maestro y se niega a creer ahora en una realidad que no sea concreta, tangible, en cuanto al sufrimiento del que ha sido testigo (v 25). Jesús condesciende a la obstinada pretensión del discípulo (v 27), pues es necesario que el grupo de los apóstoles se muestre firme y fuerte en la fe para poder anunciar la resurrección al mundo. Precisamente a Tomás se le atribuye la confesión de fe más elevada y completa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v 28). Aplica al Resucitado los nombres bíblicos de Dios, YHWH y Elohím, y el posesivo «mío» indica su plena adhesión de amor, más que de fe, a Jesús. La visión conduce a Tomás a la fe, pero el Señor declara, de manera abierta, para todos los tiempos: bienaventurados aquellos que crean por la palabra de los testigos, sin pretender ver. Estos experimentarán la gracia de una fe pura y desnuda que, sin embargo, es confirmada por el corazón y lo hace exultar con una alegría inefable y radiante (1 Pe 1,8). Los vv. 30s constituyen la primera conclusión del evangelio de Juan: se trata de un testimonio escrito que no pretende ser exhaustivo, sino sólo suscitar y corroborar la fe en que «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mc 1,1).


MEDITATIO

Jesús quiere que expresemos nuestra unión con él y que correspondamos a su amor viviendo en comunión entre nosotros, dejándonos plasmar de verdad como criaturas nuevas que no viven aisladas, sino unidas, por haber sido incorporadas todas a él. Ese es el fruto de la pascua del Señor. Los que han nacido del mismo seno de la Iglesia forman una sola familia. La novedad consiste precisamente en poder vivir con un solo corazón y una sola alma en el amor.

En el evangelio se aparece Jesús a los discípulos cuando están reunidos. Los abraza con su mirada, les da la paz, les entrega el Espíritu Santo y les muestra sus llagas, signos de la crucifixión. Jesús les hace constatar a través de las dudas de Tomás que el que está delante de ellos es de verdad el Señor resucitado. También nosotros estamos reunidos hoy para tocar las llagas de Jesús, unas llagas gloriosas ahora, aunque siguen visibles en su cuerpo glorificado, como signo de su amor. Aparecen justamente como la declaración escrita, en su cuerpo, del amor que le llevó a morir por nosotros en la cruz.

Bienaventurados nosotros si, aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, creemos en el Señor, creemos en su amor y besamos sus llagas. ¿Cómo? Besaremos a Jesús cuando también nosotros seamos traspasados por clavos, por esas espinas que son las pruebas de la vida. Porque es siempre él quien sufre en nosotros, es siempre él quien es crucificado en nuestra humanidad, una humanidad que debe pasar también por el crisol del dolor. Es siempre él: es él quien ya ha sido glorificado en nosotros y, por consiguiente, está lleno de alegría; es él quien sigue sufriendo y, por consiguiente, gime. Por eso, si tenemos fe, también nosotros podremos sufrir juntos y alegrarnos, porque siempre estaremos unidos a él, en su misterio.


ORATIO

Señor Dios nuestro, en la plenitud de tu amor nos has dado a tu Hijo unigénito y, añadiendo don sobre don, has derramado en nosotros la abundancia de tu Espíritu de santidad.

Custodia esos tesoros tan grandes, urge en nuestro ánimo el deseo de caminar hacia ti con pureza de corazón y santidad de vida. Que podamos vivir con fe y amor, con serenidad y fortaleza, los pequeños y los grandes sufrimientos de la vida diaria, a fin de que, purificados de todo fermento de mal, lleguemos juntos al banquete de la pascua eterna que has preparado desde siempre para nosotros, tus hijos, pecadores perdonados por medio de tu Cristo.


CONTEMPLATIO

Santo Tomás, después de la resurrección de Cristo, fue el único que deseó y el único que obtuvo tocar los miembros de Cristo con manos ciertamente curiosas, aunque a buen seguro dignas. Procedía, en efecto, de un ardiente deseo, no de la incredulidad, el hecho de que dijera a sus condiscípulos, que habían visto al Señor estando él ausente: «Si no veo las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré». Tenía, efectivamente, mucho miedo de no gozar también con los ojos a aquel en quien creía con el corazón; tenía miedo de verse privado de la visión de aquella luz con la que los otros apóstoles se gloriaban de haber sido iluminados.

Se apareció por segunda vez a los apóstoles, para satisfacer el deseo de Tomás, y su deseo les fue útil también a los otros; ahora, tras ver a Cristo, Tomás no tiene menos que los otros. Compensa, en efecto, la pérdida que le supuso no haber visto antes mediante la visión combinada con el tacto. Si hubiera sido de verdad incrédulo, como piensan algunos, Cristo no se habría dignado aparecérsele después de su propia resurrección.

Que estuviera ausente, que hubiera pedido con cierta insistencia ver y tocar al Señor..., todo eso estaba dispuesto para nuestra salvación. Así conoceríamos con mayor evidencia la verdad de la resurrección del Señor, una verdad que Tomás, tras haber sido reprochado por su necesaria curiosidad, confirmó diciéndole: «¡Señor mío y Dios mío!» (Gaudencio de Brescia, Sermón XVII, 6-9).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,27).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En el evangelio de hoy encontramos un cenáculo y una puerta cerrada. Una puerta cerrada por temor a alguien es una historia de todos los días, anticipada en el siervo de la parábola que entierra el talento por miedo a perderlo. Afortunadamente, al Señor no le importan nada nuestros cerrojos, y entra y sale como quiere su caridad. Camina o se detiene, trabaja y descansa, habla o se calla, sin que le importen nuestros temores. El Señor muestra que no se ofende por la incredulidad de Tomás, incluso la convierte en un argumento para nuestra fe. No es verdad que al Señor le disgusten ciertas resistencias. Cuando se trata de resistencias razonables, cuando el hombre obra con lealtad, con honestidad, como un hombre que, antes de fiarse de otro, prueba si puede hacerlo por sí solo, entonces el Señor no puede estar descontento. Basta con profundizar un poco en el episodio de Tomás.

Es cierto que este último se mostró reservado y reacio y que, antes de exclamar «¡Señor mío y Dios mío!», quiso asegurarse con la pequeña garantía que ofrecen los sentidos, pero ahora el Señor sabe que puede contar con él más que con los otros, que ese grito es un credo que continuará también ante el martirio. Los tipos como Tomás tardan algo en arrodillarse, pero cuando lo hacen se arrodillan de verdad, cuando aman lo hacen deverdad. Cuando Tomás se ofrece, es un hombre el que se ofrece. Y si ofrece a Cristo su propio corazón, es un corazón de hombre el que le ofrece. Y si inclina su cabeza ante él, es una cabeza de hombre la que se inclina. De este modo comienza la adoración «en espíritu y en verdad» (P. Mazzolari, La parola che non passa, Vicenza 1984, pp. 138s, passim).