Solemnidad de Pentecostés

Ciclo A

 

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11

' Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. 2 De repente vino del cielo un ruido, semejante a un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. ° Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo los movía a expresarse.

5 Se hallaban por entonces en Jerusalén judíos piadosos venidos de todas las naciones de la tierra. 6 Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron estupefactos, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. ' Todos, atónitos y admirados, decían:

— ¿No son galileos todos los que hablan? Entonces ¿cómo es que cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestra lengua materna? 9 Partos, medos, elamitas, y los que viven en Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y Asia, '° Frigia y Panfilia, Egipto y la parte de Libia que limita con Cirene, los forasteros romanos, " judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos proclamar en nuestras lenguas las grandezas de Dios.

~4 Cuando el día de Pentecostés llegaba a su conclusión —aunque el acontecimiento narrado tiene lugar hacia las nueve de la mañana, la fiesta había comenzado ya la noche precedente- se cumple también la promesa de Jesús (1,1-5) en un contexto que recuerda las grandes teofanías del Antiguo Testamento y, en particular, la de Ex 19, preludio del don de la Ley, que el judaísmo celebraba precisamente el día de Pentecostés (vv 1s). Se presenta al Espíritu como plenitud. El es el cumplimiento de la promesa. Como un viento impetuoso llena toda la casa y a todos los presentes; como fuego teofánico asume el aspecto de lenguas de fuego que se posan sobre cada uno, comunicándoles el poder de una palabra encendida que les permite hablar en múltiples lenguas extrañas (vv. 3s).

El acontecimiento tiene lugar en un sitio delimitado (v. 1) e implica a un número restringido de personas, pero a partir de ese momento y de esas personas comienza una obra evangelizadora de ilimitadas dimensiones («todas las naciones de la tierra»: v 5b). El don de la Palabra, primer carisma suscitado por el Espíritu, está destinado a la alabanza del Padre y al anuncio para que todos, mediante el testimonio de los discípulos, puedan abrirse a la fe y dar gloria a Dios (v l lb).

Dos son las características que distinguen esta nueva capacidad de comunicación ampliada por el Espíritu: en primer lugar, es comprensible a cada uno, consiguiendo la unidad lingüística destruida en Babel (Gn 11,1-9); en segundo lugar, parece referirse a la palabra extática de los profetas más antiguos (cf. 1 Sm 10,5-7) y, de todos modos, es interpretada como profética por el mismo Pedro, cuando explica lo que les ha pasado a los judíos de todas procedencias (vv 17s).

El Espíritu irrumpe y transforma el corazón de los discípulos volviéndolos capaces de intuir, seguir y atestiguar los caminos de Dios, para guiar a todo el mundo a la plena comunión con él, en la unidad de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado (vv 22s y 38s; cf. Ef 4,13).

Segunda lectura: 1 Corintios 12,3b-7.12s

Hermanos: Nadie puede decir: «Jesús es Señor» si no está movido por el Espíritu Santo.

Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo.

5 Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo.

6 Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. 2 A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos.

12 Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo. " Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo, y todos hemos bebido también el mismo Espíritu.

r4 Pablo dirige a los corintios, entusiasmados por las manifestaciones del Espíritu que tienen lugar en su comunidad, algunas consideraciones importantes para un recto discernimiento. ¿Cómo reconocer la acción del Espíritu en una persona? No por hechos extraordinarios, sino antes que nada por la fe profunda con la que cree y profesa que Jesús es Dios (v. 3b).

¿Cómo reconocer también la acción del Espíritu en la comunidad? El Espíritu es un incansable operador de unidad: él es quien edifica la Iglesia como un solo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo (v 12), en el que es insertado el cristiano como miembro vivo por medio del bautismo. Esta unidad, que se encuentra en el origen de la vida cristiana y es el término al que tiende la acción del Espíritu, se va llevando a cabo a través de la multiplicidad de carismas -don del único Espíritu-, ministerios -servicios eclesiales confiados por el único Señor- y actividades que hace posible el único Dios, fuente de toda realidad (vv 4-6).

¿Cómo reconocer, entonces, la autenticidad -es decir, la efectiva procedencia divina- de los distintos caris

mas, ministerios y actividades presentes en la comunidad? Pablo lo aclara en el v. 7: «A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos», o sea, para hacer crecer todo el cuerpo eclesial en la unidad, «en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo» (Ef 4,13): por eso el mayor de todos los carismas, el indispensable, el único que durará para siempre, es la caridad (12,31-13,13).

Evangelio: Juan 20,19-23

19 Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:

20 Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Jesús les dijo de nuevo:

Y añadió:

~4 La noche de pascua, Jesús, a quien el Padre ha resucitado de entre los muertos mediante el poder del Espíritu Santo (Rom 1,4), se aparece a los apóstoles reunidos en el cenáculo y les comunica el don unificador y santificador de Dios. Es el Pentecostés joaneo, que el evangelista aproxima al tiempo de la resurrección para subrayar su particular perspectiva teológica: es única la «hora» a la que tendía toda la existencia terrena de Jesús, es la hora en la que glorifica al Padre mediante el sacrificio de la cruz y la entrega del Espíritu en la muerte (19,3ab, al pie de la letra), y es también, inseparablemente, la hora en la que el Padre glorifica al Hijo en la resurrección. En esta hora única Jesús transmite a los discípulos el Espíritu (v 27) y, con ello, su paz (vv. 19.21), su misión (v 21b) y el poder sobrenatural para llevarla a cabo.

El Espíritu -como repite la Iglesia en la fórmula sacramental de la absolución- fue derramado para la remisión de los pecados. El Cordero de Dios ha tomado sobre sí el pecado del mundo (1,29), destruyéndolo en su cuerpo inmolado en la cruz (cf. Col 2,13s; Ef 2,15-18). Y continúa su acción salvífica a través de los apóstoles, haciendo renacer a una vida nueva y restituyendo a la pureza originaria a los que se acercan a recibir el perdón de Dios y se abren, a través de un arrepentimiento sincero, a recibir el don del Espíritu Santo (Hch 2,38s).

MEDITATIO

El domingo de Pentecostés recoge toda la alegría pascual como un haz de luz resplandeciente y la difunde con una impetuosidad incontenible no sólo en los corazones, sino en toda la tierra. El Resucitado se ha convertido en el Señor del universo: todas las cosas tocadas por él quedan como investidas por el fuego, envueltas en su luz, se vuelven incandescentes y transparentes ante la mirada de la fe. Ahora bien, ¿es posible decir que «Jesús es el Señor» sólo con la palabra?

Que Jesús es el Señor sólo puede ser dicho de verdad con la vida, demostrando de manera concreta que él ocupa todos los espacios de nuestra existencia. En él, todas las diferencias se convierten en una expresión de la belleza divina, todas las diferencias forman la armonía de la unidad en el amor. Hemos sido reunidos conjuntamente «para formar un solo cuerpo» y, al mismo tiempo, tenemos dones diferentes, diferentes carismas, cada uno tiene su propio rostro de santidad. El amor, antes que reducirlo, incrementa todo lo que hay de bueno en nosotros y nos hace a los unos don para los otros. Sin embargo, no podemos vivir en el Espíritu si no tenemos paz en el corazón y si no nos convertimos en instrumentos de paz entre nuestros hermanos, testigos de la esperanza, custodios de la verdadera alegría.

ORATIO

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido; luz que penetras las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Ven, Espíritu enviado por el Padre, en nombre de Jesús, el Hijo amado: haz una y santa a la Iglesia para las nupcias eternas del Cielo.

CONTEMPLATIO

Muéstrate solícito en unirte al Espíritu Santo. É1 viene apenas se le invoca, y sólo hemos de invocarlo, porque ya está presente. Cuando se le invoca, viene con la abundancia de las bendiciones de Dios. El es el río impetuoso que da alegría a la ciudad de Dios (cf. Sal 45,5) y, cuando viene, si te encuentra humilde y tranquilo, aunque estés tembloroso ante la Palabra de Dios, reposará sobre ti y te revelará lo que esconde el Padre a los sabios y a los prudentes de este mundo. Empezarán a resplandecer para ti aquellas cosas que la Sabiduría pudo revelar en la tierra a los discípulos, pero que ellos no pudieron soportar hasta la venida del Espíritu de la verdad, que les habría de enseñar la verdad completa.

Es vano esperar recibir y aprender de boca de cualquier hombre lo que sólo es posible recibir y aprender de la lengua de la verdad. En efecto, como dice la verdad misma, «Dios es Espíritu» (Jn 4,24). Dado que es preciso que sus adoradores lo adoren en Espíritu y en verdad, los que desean conocerlo y experimentarlo deben buscar sólo en el Espíritu la inteligencia de la fe y el sentido puro y simple de esa verdad.

El Espíritu es -para los pobres de espíritu- la luz iluminadora, la caridad que atrae, la mansedumbre más benéfica, el acceso del hombre a Dios, el amor amante, la devoción, la piedad en medio de las tinieblas y de la ignorancia de esta vida (Guillermo de Saint-Thierry, Speculum fidei, 46).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor» (de la liturgia).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La Iglesia tiene necesidad de su perenne Pentecostés. Necesita fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada. La Iglesia necesita ser templo del Espíritu Santo, necesita una pureza total, vida interior. La Iglesia tiene necesidad de volver a sentir subir desde lo profundo de su intimidad personal, como si fuera un llanto, una poesía, una oración, un himno, la voz orante del Espíri

tu Santo, que nos sustituye y ora en nosotros y por nosotros «con gemidos inefables» y que interpreta el discurso que nosotros solos no sabemos dirigir a Dios. La Iglesia necesita recuperar la sed, el gusto, la certeza de su verdad, y escuchar con silencio inviolable y dócil disponibilidad la voz, el coloquio elocuente en la absorción contemplativa del Espíritu, el cual nos enseña «toda verdad».

A continuación, necesita también la Iglesia sentir que vuelve a Fluir, por todas sus facultades humanas, la onda del amor que se llama caridad y que es difundida en nuestros propios corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». La Iglesia, toda ella penetrada de Fe, necesita experimentar la urgencia, el ardor, el celo de esta caridad; tiene necesidad de testimonio, de apostolado. 3Lo habéis escuchado, hombres vivos, jóvenes, almas consagradas, hermanos en el sacerdocio? De eso tiene necesidad la Iglesia. Tiene necesidad del Espíritu Santo en nosotros, en cada uno de nosotros y en todos nosotros a la vez, en nosotros como Iglesia. Sí, es del Espíritu Santo de lo que, sobre todo hoy, tiene necesidad la Iglesia. Decidle, por tanto, siempre: «¡Ven!» (Pablo VI, Discurso del 29 de noviembre de 1972).

Solemnidad de Pentecostés

Ciclo B

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11 (Cf la primera lectura del ciclo A, p. 451). Segunda lectura: Gálatas 5,16-25

Queridos hermanos: 16 Caminad según el Espíritu y no os dejéis arrastrar por los apetitos desordenados. " Porque esos apetitos actúan contra el Espíritu y el Espíritu contra ellos. Se trata de cosas contrarias entre sí, que os impedirán hacer lo que sería vuestro deseo. 18 Pero si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley.

19 En cuanto a las consecuencias de esos desordenados apetitos, son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, 20 idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, 2' envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Los que hacen tales cosas -os lo repito ahora, como os lo dije antes- no heredarán el Reino de Dios.

22 En cambio, los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, 23 mansedumbre y dominio de sí mismo. No hay ley frente a esto. 24 Ahora bien, los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias. 25 Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu.

~4 Pablo exhorta a los que ya han recibido la vida nueva en el Espíritu mediante el bautismo a caminar concretamente según el Espíritu (vv. 16.25). Este guía los pasos del hombre, es luz y fortaleza en el camino. Ahora bien, ¿por qué es necesaria una invitación tan afligida? Aunque el hombre «se sienta inclinado a amar», a este deseo que Dios ha puesto en su corazón se opone otra fuerza que Pablo llama bíblicamente «carne» y que en nuestro texto ha sido traducida por «apetitos desordenados». Este término expresa la fragilidad, debilidad e insuficiencia de la criatura, su innata inclinación al mal: el hombre tiende a satisfacer el egoísmo del que es esclavo (vv. 16s). El Espíritu nos libera de esta tiranía, aunque no sin nuestra colaboración personal (v. 18).

Pablo describe de manera clara e inequívoca a los gálatas diferentes comportamientos derivados de la opción de seguir el principio de la carne o dejarse guiar por el Espíritu. Llama «consecuencias» a lo que procede de la carne e impide el acceso al Reino de Dios (w 19-21), mientras que define como «frutos» el resultado del seguimiento del Espíritu (w. 22s). De este modo afirma, implícitamente, que la carne es estéril y conduce a la dispersión del hombre; el Espíritu, en cambio, a través de muchas virtudes, produce como único fruto la santidad, que madura en el hombre unificándolo interiormente. Quien en el bautismo se ha unido al misterio pascual de Cristo ha crucificado en él su propia carne, para vivir con él resucitado, animado y guiado siempre por su mismo Espíritu (v 24).

Evangelio: Juan 15,26-27; 16,12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: '5,26 Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. 27 Vosotros mismos seréis mis testigos, porque habéis estado conmigo desde el principio.

'6,12 Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais entenderlas ahora. 13 Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído y os anunciará las cosas venideras. 14 El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer lo recibirá de mí. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer lo recibirá de mí.

r4 En las palabras que dirige Jesús a sus discípulos con el fin de prepararlos para la separación, les plantea claramente la hostilidad y el odio del mundo, hasta la persecución (15,18-25), pero les promete el consuelo del Espíritu Santo. Jesús les enviará el «Paráclito», que está donde el Padre, en esa especie de «proceso» permanente del mundo contra los discípulos.

En primer lugar, el Espíritu confirmará a los discípulos en lo íntimo y así podrán conocer más profundamente a Jesús, a la luz de cuanto han vivido con él «desde el principio». Apoyados de este modo por el divino Paráclito, que alienta e infunde vigor, los apóstoles, a su vez, podrán dar testimonio de Cristo en el mundo (15,26s). El Espíritu les enseñará, además, aquellas «muchas más cosas» que Jesús no pudo comunicarles porque estaban aún demasiado inmaduros en la fe y en el conocimiento de los caminos de Dios: por eso el Paráclito «se hará guía para el camino» (así al pie de la letra) hacia la verdad completa que le es completamente transparente (16,12s).

Su tarea, por otra parte, se proyecta sobre el futuro: «Os anunciará las cosas venideras» (16,13b). Juan emplea aquí un verbo que, en el judaísmo apocalíptico, no indicaba tanto la previsión del futuro como la comprensión profunda de lo que va a suceder y de los acontecimientos escatológicos. El Paráclito les dará esta «comprensión de los tiempos» a la luz de Cristo, haciéndoles intuir el alcance temporal y eterno de la salvación que él ha llevado a cabo. En resumidas cuentas, actualizará en cada época la Palabra y la obra de Jesús, que son una sola cosa con la Palabra y con la voluntad del Padre (16,13b-15).

MEDITATIO

Con la solemnidad de Pentecostés llega a su fin -o sea, llega a su plenitud- el tiempo pascual. Con el don del Espíritu se derrama el amor de Dios sobre toda la creación y baja a lo más profundo del corazón de cada persona, comunicándole vida y belleza. El «viento impetuoso» y las «lenguas como de fuego» son imágenes muy elocuentes para expresar la fuerza irresistible, la universalidad y la profundidad de lo que sucede. Es un trastorno comparable a una segunda creación; estamos frente a una verdadera inundación de gracia que derriba toda barrera entre el cielo y la tierra e instaura una comunión total. Nuestra tarea ahora es no hacer vana la gracia que nos ha sido dada, sino hacer que dé frutos abundantes.

El misterio de pentecostés es misterio de santidad, esto es, de «entrega total» a Dios. ¿En qué sentido? La perícopa evangélica nos ofrece un marco iluminador y muy emblemático. Es la noche de pascua. Los Once se han encerrado en casa, desorientados y perdidos. ¿No nos pasa también a nosotros, a veces, que sepultamos nuestra fe entre las paredes de nuestra casa, probablemente con el pretexto de querer ser respetuosos con la libertad de los otros? Pero Jesús nos conoce, tiene la llave para abrir nuestros corazones. Silencioso e inesperado, fiel y misericordioso, viene y se da de nuevo a sí mismo: «La paz esté con vosotros. Recibid el Espíritu Santo». Y todo cambia.

Los discípulos, inundados de vida, sienten arder en su corazón el deseo de convertirse en misioneros del Evangelio. Nace así la Iglesia, morada del Espíritu, llamada a suscitar vida. Nace de la pequeñez, como la pequeña semilla de mostaza en un campo sin límites, pero parece no darse cuenta de esta evidente desproporción: sabe que su secreto es la fuerza del amor. Es el amor el que da energía y hace proceder con la audacia del que se atreve a todo porque cree.

ORATIO

Ven, Espíritu Santo, con tu brisa suave; despierta en el corazón de la Iglesia el amor del tiempo primaveral, el amor de la fresca juventud llena de impulso y entusiasmo, el amor capaz de hacer superar todos los obstáculos que presentan los miedos humanos, capaz de romper todas las barreras de la prudencia miope. Dale aquel amor a Dios y a los hombres capaz de desplegar las velas cada día y de navegar hacia alta mar para zarpar hacia todas las playas de la tierra reseca, hacia todos los lugares donde se espera la lluvia de la nueva estación.

Desciende, Santo Espíritu, sobre la Iglesia y, tocando con tu suave brisa las cuerdas de su corazón, haz desprender de ellas el canto de la libertad y de la alegría que dé voz a todos los pueblos de la tierra y los conduzca hacia un futuro de verdadera fraternidad y paz.

CONTEMPLATIO

Cuando el fuego divino, viniendo de lo alto, empieza a inflamar el corazón del hombre, inmediatamente disminuyen las pasiones y pierden su fuerza. El peso, gravoso como era, se hace más ligero y, en la medida en que crece el ardor, no es difícil que el corazón humano se sienta tan ligero que le salgan alas como de paloma.

Oh fuego beatificante que no consumes e iluminas; y, si consumes, destruyes las malas disposiciones para que no se consuma la vida. ¿Quién me concederá poder estar envuelto de este fuego? Un fuego que me purifique quitando de mi espíritu, con la luz de la verdadera sabiduría, la oscuridad de la ignorancia, la oscuridad de una conciencia errónea; que transforme en amor ardiente el frío de la pereza, del egoísmo y de la negligencia. Un fuego que no permita a mi corazón endurecerse, sino que con su calor lo haga siempre maleable, obediente y devoto; que me libere del pesado yugo de las preocupaciones y los deseos terrenos y que, en las alas de la santa contemplación que alimenta y aumenta la caridad, lleve hacia lo alto mi corazón (R. Belarmino, «De Ascensione mentis in Deum», en: Roberti Cardenalis Bellarmini Opera Omnia, VI, Nápoles 1862, p. 232).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo» (de la secuencia de la liturgia del día).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Era jueves. El cielo estaba gris; la tierra estaba cubierta de nieve y seguían cayendo voluminosos copos de nieve cuando el padre Serafín comenzó la conversación en un descampado cercano a su «pequeña ermita».

«El Señor me ha revelado —empezó el gran stárets— que desde la infancia deseas conocer cuál es el fin de la vida cristiana... El verdadero fin de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de Dios...» «¿Cómo "adquisición"? —le pregunté al padre Serafín—.

 

No comprendo del todo...» Entonces el padre Serafín me cogió por Ios hombros y me dijo: «Ambos estamos en la plenitud del Espíritu Santo. •Por qué no me miras?». «No puedo, padre. Hay lámparas que brillan en sus ojos, su rostro se ha vuelto más luminoso que el sol. Me duelen los ojos.» «No tengas miedo, amigo de Dios; también tú te has vuelto luminoso como yo. También ahora tú estás en la plenitud del Espíritu Santo; de lo contrario, no habrías podido verme.»

Inclinándose entonces hacia mí, me susurró al oído: «Agradece al Señor que nos haya concedido esta gracia inexpresable. Pero ¿por qué no me miras a los ojos? Prueba a mirarme sin miedo: Dios está con nosotros». Tras estas palabras levanté Ios ojos hacia su rostro y se apoderó de mí un miedo aún más grande. «éCómo te sientes ahora?», preguntó el padre Serafín. «¡Excepcionalmente bien!» «¿Cómo "bien"? ¿Qué entiendes por "bien"?» «Mi alma está colmada de un silencio y una paz inexpresables.» «Amigo de Dios, ésa es la paz de la que hablaba el Señor cuando decía a sus discípulos: "Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar" (Jn 14,27). ¿Qué sientes ahora?» «Una delicia extraordinaria.» «Es la delicia de que habla la Escritura: "Se sacian de la abundancia de tu casa, les das a beber en el río de tus delicias" (Sal 36,9). ¿Qué sientes ahora?» «Una alegría extraordinaria en el corazón.» «Cuando el Espíritu baja al hombre con la plenitud de sus dones, se llena el alma humana de una alegría inexppresable porque el Espíritu Santo vuelve a crear en la alegría todo lo que roza. Es la alegría de que habla el Señor en el Evangelio» (Serafín de Sarov, Vita e colloquio con Motovilov, Turín 19892).

Solemnidad de Pentecostés

Ciclo C

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11 (Cf la primera lectura del ciclo A, p. 451).

Segunda lectura: Romanos 8,8-17

Hermanos: 8 los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no vivís entregados a tales apetitos, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo. '° Ahora bien, si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté sujeto a la muerte a causa del pecado, el Espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de 'ese Espíritu suyo que habita en vosotros.

'2 Por tanto, hermanos, estamos en deuda, pero no con nuestros apetitos para vivir según ellos. 'Porque si vivís según ellos, ciertamente moriréis; en cambio, si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. " Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». 16 Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. " Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.

~4 En su Carta a los Romanos pone Pablo de relieve el carácter dramático de la condición humana, una condición sometida a la esclavitud del pecado (cf. 7,14b-25). Para indicar esta fragilidad congénita a la naturaleza emplea el término «carne», vertido en nuestra traducción por «apetitos». Los que se dejan dominar por este principio no pueden agradar a Dios, puesto que «el propósito de la carne es enemistad contra Dios» (v. 7 al pie de la letra). ¿Cómo escapar entonces de la ira divina? Hay otro principio que mora y actúa en los bautizados: el Espíritu Santo. El bautismo nos hace morir al pecado (6,3-6) para sumergirnos en la muerte salvífica de Cristo (vv. 3s). Es tarea del cristiano, por consiguiente, dejar que actúe en él cada día el dinamismo de la muerte -al pecado- inherente al bautismo, para vivir cada vez más de la misma vida de Dios (w 10-12).

Es el Espíritu quien hace al hombre hijo adoptivo de Dios, insertándolo en la filiación única de Cristo. Ahora bien, esta realidad no se lleva a cabo en un solo momento. Es un germen que se va desarrollando a diario en la medida en que se muestra dócil a su «guía». En el centro de la carta aparece por primera vez esta espléndida definición de los cristianos: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios», que por eso son hijos de Dios (v 14). El Espíritu confirma interiormente esta nueva adopción, dando la libertad de orar a Dios con la misma confianza que Jesús, con su misma invocación filial (vv. 15s), y abriendo el horizonte ilimitado de la nueva condición: el que es hijo es también heredero del Reino de Dios junto con Cristo, primogénito entre los hermanos (v. 29).

Ahora bien, esto significa aceptar asimismo compartir con Jesús la hora del sufrimiento, de la pasión, para pasar con él de la muerte a la vida y ser instrumento de salvación para la redención de muchos (v 7; cf. 1 Pe 4,14).

Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 15 Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos '6 y yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros.

Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él. 24 Por el contrario, el que no guarda mis palabras es que no me ama. Y las palabras que escucháis no son mías, sino del Padre, que me envió.

27 Os he dicho todo esto mientras estoy con vosotros; 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo.

~4 En esta perícopa evangélica se presenta el discurso que dirigió Jesús a los suyos en el cenáculo antes de la pasión. En él se presenta al Espíritu Santo como «otro Paráclito» -o sea, como un testigo a favor- que, después de Jesús y gracias a su oración, enviará el Padre a los discípulos para que se quede siempre con ellos (v 16). El Espíritu es, por tanto, una realidad personal -no es una energía cósmica impersonal- y divina que entra en comunión con el hombre y lo colma de amor. También aquí es preciso introducir una precisión: no se trata de un amor genérico, sino del amor a Jesús, que se realiza a través del cumplimiento concreto de sus mandamientos, de sus palabras; a través de la fe profunda en que él nos ha hablado según la voluntad de Dios, su Padre y -en él- Padre nuestro (vv. 15.23s).

Guardar en el corazón y en la vida esta Palabra dilata la intimidad del que se hace discípulo y le vuelve capaz de acoger la presencia de Dios, que corresponde al infinitamente humilde amor del hombre poniendo en él su tienda (según la imagen bíblica de la shekhinah, la presencia gloriosa de Dios en medio de su pueblo) para habitar en él junto con Jesús (v. 23). Es la promesa de una comunión lo que Jesús nos ofrece a todos: «Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos... y viviremos en él». Tras su partida, no permitirá que les falte a los suyos la enseñanza de vida eterna (6,68), puesto que el Espíritu Santo vendrá en su nombre a completar su revelación, haciéndosela comprender profundamente y haciendo que la recuerden, o sea, iluminando de manera constante el camino cotidiano, oscuro a menudo, con rayos de eternidad (vv 25-27).

MEDITATIO

Como sedientos, acerquémonos a la fuente del agua viva. Reconociendo nuestras fatigas interiores, pidamos al Señor que encienda un fuego nuevo en nuestro corazón, cerrado a la alegría por motivos efímeros, por vanos entusiasmos. El está dispuesto a verter en nosotros el agua que apaga la sed profunda, que lava una vida ofuscada por los errores y los pecados. Quiere darnos la llama que ilumina, calienta y purifica al hombre.

Si amamos, si queremos aprender a amar únicamente en la escuela de Cristo, guardando sus palabras, se nos dará una nueva condición de existencia: el Espíritu de Dios vivirá en nosotros como en Jesús, haciéndonos en él hijos de Dios, liberados de la esclavitud del pecado y, por tanto, libres de elegir el seguimiento de Cristo como camino de vida.

Como maestro interior, enseña al corazón la oración filial, el abandono-confiado del niño que se sabe amado y llevado por su padre. Como artista divino, transfigura el rostro interior de cada uno como imagen irrepetible del Hijo unigénito. Como testigo veraz, nos hará comprender y recordar los secretos del Reino de los Cielos.

Sí, nuestra vida puede ser transformada por este viento que se abate impetuoso, por este fuego celeste que baja y planta su tienda en el corazón; pero, entonces, será vida entregada, perdida por nosotros y reencontrada en Dios y en los hermanos, porque es hacia él hacia quien nos impulsa el Espíritu de manera inexorable.

«Envía, Señor, tu Espíritu, y renovarás la faz de la tierra, invocamos en la liturgia. Envíalo, y renovarás también nuestro rostro, haciéndolo radiante con tu luz.»

ORATIO

Espíritu Santo, esplendor de belleza, luz que brota del seno de la Luz, ¡ven! Espíritu Santo, candor de inocencia,

infancia divina que renuevas el mundo, ¡ven! Espíritu Santo, fuerza creadora del infinito amor,

dulce huésped de las almas, ¡ven! Espíritu Santo, artífice de paz,

vínculo que une y nunca divide, ¡ven! Espíritu Santo, divino consolador, bálsamo que sana toda herida, ¡ven! Espíritu Santo, crisma celestial,

tu que divinizas a la criatura humana, ¡ven! Espíritu Santo, divino Orante,

tú que gritas siempre desde el corazón de los hijos «¡Padre!», ¡ven!

Espíritu Santo, canto de alegría en el corazón de la Iglesia,

Esposa siempre rejuvenecida por la gracia, ¡ven!

 

CONTEMPLATIO

El Espíritu Santo, aun siendo uno solo, único e indivisible en el aspecto, confiere, pese a todo, a cada uno la gracia según su voluntad (cf. 1 Cor 12,11). Como un leño seco del que salen brotes si está en agua, así sucede en el alma pecadora, que se vuelve digna del Espíritu Santo por medio de la penitencia y produce racimos de justicia.

Aun siendo uno solo, a la señal de Dios y en el nombre de Cristo, el Espíritu Santo suscita las distintas virtudes. De unos se sirve para comunicar la sabiduría; ilumina la mente de otros con la profecía; a otros les confiere el poder de expulsar demonios, y a otros el poder de interpretar las Escrituras. A unos les corrobora la templanza (o la castidad), a otros les enseña cuanto conviene a la caridad (o bien a la limosna); a un tercero, el ayuno y los ejercicios de la vida ascética; a un cuarto, por último, le enseña a prepararse para el martirio. Aunque diferente en los otros, el Espíritu es siempre idéntico a sí mismo...

Llega con vísceras de tutor fraterno: viene a salvar, a enseñar, a amonestar, a corroborar, a consolar, a iluminar la mente; primero en quienes lo acogen, después, y por obra de éstos, en los otros. Y del mismo modo que quienes, sumergidos antes en las tinieblas, han visto de improviso el sol que ilumina el ojo de su cuerpo, pueden ver lo que antes no veían, así quien ha sido hecho digno de recibir el Espíritu Santo queda iluminado en el alma y ve en el orden sobrenatural todo lo que antes no conseguía ver (Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 16,1-24, passim).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos» (de la secuencia de la liturgia del día).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús nos envía al Espíritu para que pueda llevarnos a conocer del todo la verdad sobre la vida divina. La verdad no es una idea, un concepto o una doctrina, sino una relación. Ser guiados hacia la verdad significa ser insertados en la misma relación que tiene Jesús con el Padre; significa llegar a ser partner en un noviazgo divino. Esa es la razón por la que Pentecostés es el complemento de la misión de Jesús. Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda «cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.

Ser elevados a la participación de la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no significa, sin embargo, ser echados fuera del mundo. Al contrario, los que entran a formar parte de la vida espiritual son precisamente los que son enviados al mundo para continuar y llevar a término la obra iniciada por Jesús. La vida espiritual no nos aleja del mundo, sino que nos inserta de manera más profunda en su realidad. Jesús dice a su Padre: «Yo Ios he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí» (Jn 17,18). Con ello nos aclara e, precisamente porque sus discípulos no pertenecen ya al mun-, pueden vivir en el mundo como lo ha hecho él (cf. Jn 17,15s). La vida en el Espíritu de Jesús es, pues, una vida en la cual la venida de Jesús al mundo –es decir, su encarnación, muerte y resurrección– es compartida externamente por los que han entrado en la misma relación de obediencia al Padre que marcó la vida personal de Jesús. Si nos hemos convertido en hijos e hijas como Jesús era Hijo, nuestra vida se convierte en la prosecución de la misión de Jesús (H. J. M. Nouwen, Invito alta vita spirituale, Brescia 20002, pp. 42-44, passim [trad. esp.: eres mi amado: la vida espiritual en un mundo secular, PPC, Madrid 2000]).