El peligro del fariseísmo

(Mt 23,1-12)

En aquel tiempo, 1 Jesús, dirigiéndose a la gente y a sus discípulos, les dijo:

2 —En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. 3 Obedecedles y haced lo que os digan, pero no imitéis su ejemplo, porque no hacen lo que dicen. 4 Atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen a las espaldas de los hombres, pero ellos no mueven ni un dedo para llevarlas. 5 Todo lo hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; 6 les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; 7 que les saluden por la calle y les llamen maestros. 8 Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. 9 Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre: el del cielo. 10 Ni os dejéis llamar preceptores, porque uno sólo es vuestro preceptor: el Mesías. 11 El mayor de vosotros será el que sirva a los demás. 12 Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.

 

LECTIO

Los reproches de Jesús van dirigidos, ciertamente, en primer lugar, contra las autoridades religiosas de su tiempo. Los maestros de la ley y los fariseos ejercen el papel que tuvo Moisés en la conducción del pueblo elegido: retomaban sus enseñanzas, las actualizaban y las promulgaban de modo autorizado. Jesús no les reprende por el papel que ejercen; es más, reconoce su legitimidad («Obedecedles y haced lo que os digan»: v. 3).

Sin embargo, precisamente porque están llamados a ejercer un papel importante en el seno de la comunidad, su comportamiento fáctico es reprobable y escandaloso: «No imitéis su ejemplo» (v. 3b). Sobre todo, por dos motivos: porque no es coherente con lo que enseñan y porque está demasiado encaminado a la búsqueda de sí mismos. Su comportamiento denuncia una gráve incoherencia entre lo que dicen y lo que hacen, entre lo que enseñan y lo que ponen en práctica, entre el aparecer y el ser, entre lo que pretenden de los otros y lo que se conceden a sí mismos (cf. vv 2-4); y denuncia una sustancial búsqueda de sí mismos: la búsqueda de la admiración y el consentimiento de la gente, de los puestos de honor, del saludo en las plazas, de títulos honoríficos (cf. vv 5-7)...

Además de a las personas a las que de vez en cuando se dirigen, las palabras de Jesús se dirigen siempre a toda la comunidad de sus discípulos, como una invitación apremiante a asumir actitudes y comportamientos coherentes con el mensaje evangélico, evitando peligrosas resistencias a la acogida del Evangelio con su radicalidad y coherencia. Tanto es así que la perícopa que estamos analizando está estructurada adrede en dos pasajes contrapuestos: el comportamiento de los fariseos, como caricatura del que debería ser (vv 2-7), y el comportamiento del verdadero discípulo de Cristo (vv 8-11).

 

MEDITATIO

La aspereza con la que Jesús reprocha el comportamiento de las autoridades religiosas de su tiempo puede hacer pensar que los maestros de la ley y los fariseos constituían una especie de institución hampesca. Pero no es así. Los fariseos, en particular, formaban parte de un movimiento religioso nacido para favorecer e incrementar la alianza con Dios mediante la observancia de la ley y de la tradición. Jesús mismo -incluso en el marco del choque frontal que estamos analizando- reconoce su autoridad magisterial (v 3). Sin embargo, no puede dejar de censurar una cierta «deformación profesional» de los fariseos, que, haciéndose fuertes en su «conocimiento» de la ley y en el papel de «maestros», se mostraban severos con los otros e indulgentes con ellos mismos (v. 4).

Así, Jesús, más que a las personas e instituciones, denuncia las actitudes y los comportamientos inconciliables con la novedad del Evangelio. Jesús condena lo que nosotros hemos definido como fariseísmo: ponerse la máscara de la respetabilidad, para no parecer pecador y tener la estima de la gente. Si para muchos cristianos la alianza con Dios puede reducirse a una presurosa presencia dominical en una iglesia, o a una excursión turística a un santuario, no menos grave -aunque sea menos llamativo- pueden ser los peligros de fariseísmo a los que se exponen los que han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada. Existe el riesgo de sentirse mejores que los demás por estar insertados en un «estado de perfección» en el que todo está programado para hacer más factible la asimilación del espíritu del Evangelio, incluso con el apoyo de la comunidad (olvidando tal vez que se siempre trata de una llamada y de un compromiso personales).

En realidad, la monotonía de la vida diaria puede debilitar o apagar el entusiasmo inicial, puede enviscar el ánimo en la esclerosis de la rutina y en el legalismo de fachada. Las pequeñas infidelidades endurecen, de una manera insensible pero inexorable, el corazón y ofuscan la mente hasta el punto de hacernos ciegos y sordos frente a las continuas llamadas de la Palabra. En efecto,

Dios no llama nunca una sola vez a lo largo de toda nuestra vida (en el bautismo, en la confirmación o en el día de la profesión religiosa), sino que llama continuamente a cada persona, invitándonos a comprender cada vez mejor el sentido de nuestra vocación en el marco concreto de nuestra vida, a fin de adecuamos progresivamente a su designio de salvación destinado a nosotros y a todo el mundo. Obrando así, Jesús transforma una ley «estática» en una relación de amor interpersonal, en una dinámica de crecimiento continuo en la que nunca debemos considerarnos «llegados».

 

ORATIO

Señor, te doy gracias por haberme llamado a vivir en estrecha relación de amor contigo y con los hermanos en la vida consagrada. Ayúdame a no considerarme nunca «mejor que los otros» por el regalo que me has hecho. Concédeme la fuerza y la constancia necesarias para ser siempre coherente con mi compromiso, repitiendo cada día y con entusiasmo «sí» a las continuas llamadas que me haces para hacer más firme y madura mi adhesión a tu proyecto de amor.

Haz que no sea sordo a tus llamadas, sino que me abra a ellas y esté dispuesto a seguirte en el compromiso donde quieras, superando los momentos de dificultad con la fuerza de tu gracia, sin ceder a la presunción de sentirme «llegado» y sin dejarme contagiar por la esclerosis espiritual de la rutina y el legalismo.

 

CONTEMPLATIO

Todo lo que amas por sí mismo, fuera de Dios, ciega tu intelecto, mina tu juicio sobre los valores morales y vicia tu elección, hasta tal punto que no puedes distinguir con claridad el bien del mal y no puedes conocer de verdad la voluntad de Dios. Y cuando amas y deseas las cosas por sí mismas, no sabes cómo aplicar los principios morales generales, aunque puedas comprenderlos. Aun cuando tu aplicación de los principios sea formalmente exacta, habrá probablemente alguna circunstancia escondida, una circunstancia olvidada por ti, que contaminará con alguna imperfección tus acciones virtuosas.

Hay ciertos aspectos del desprendimiento y ciertos refinamientos de pureza interior y de delicadeza de conciencia que, en general, ni siquiera ciertas personas sinceramente santas consiguen descubrir. Incluso en los monasterios más rígidos y en los lugares donde se dedica la propia vida con seriedad a la búsqueda de la perfección, son muchos los que nunca llegan a sospechar hasta qué punto están dominados por modalidades inconscientes de egoísmo, hasta qué punto sus actos virtuosos son consecuencia de un mezquino interés humano.

En realidad, son precisamente la rigidez y el inflexible formalismo de estas personas piadosas lo que les impide alcanzar el verdadero desprendimiento. Han renunciado a los placeres y a las ambiciones del mundo, pero se han reservado otros placeres y otras ambiciones de carácter más elevado, más sutil y más espiritual. Algunas veces ni siquiera sospechan que es posible buscar la perfección con un celo tan intenso que resulta imperfecto por sí mismo. Están demasiado apegadas a las cosas buenas de su pequeño mundo cerrado. Hay veces, por ejemplo, en que algún monje puede alimentar un apego a la oración o al ayuno, a una práctica piadosa o a alguna devoción, a cierta penitencia externa, a un libro, a un sistema de espiritualidad, a un método de meditación o incluso a la misma contemplación, a las gracias más elevadas de la oración, a virtudes, a cosas que en sí mismas son signos de heroísmo y de grandísima santidad. Personas que parecen santas se han dejado cegar por su desordenado amor a semejantes cosas y se han quedado en las tinieblas y en el error respecto a sus hermanos del monasterio, que parecen mucho menos perfectos que ellos (Th. Merton, «Contemplazione e distacco», en íd., Che cosa é la contemplazione, Brescia 21953).

 

ACTIO

Al juzgar las actitudes y los comportamientos de las personas, hoy me comprometeré a ser exigente conmigo mismo y comprensivo e indulgente con los demás.

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El amor es por esencia recíproco. El amor que vuelve no es tanto un reconocimiento como un renacer: porque se renace a la vez, en virtud de la misma chispa de amor. Amar y ser amados es un mismo e idéntico acto, puesto que el don que se hace incluye el ser en su totalidad y es el don no tanto de lo que tenemos como de lo que somos.

El amor es esencialmente sustitución de haberes. Al final, nos encontramos teniendo de nuevo lo que hemos perdido, porque lo poseído forma parte de lo entregado. Dejamos, cedemos este objeto y nos encontramos teniendo otro idéntico. Por ejemplo, entregamos una flor de nuestro propio jardín y recibimos la misma flor del jardín de otro, de suerte que el jardinero, al pasar al día siguiente, no ve ninguna diferencia. Para quien considera las cosas desde fuera, es perfectamente la misma cosa; sin embargo, para quien ama, es todo el universo lo que ha cambiado. A buen seguro, si el objeto no fuera más que una cosa, no habría diferencia alguna, pero, en el orden humano, el objeto nunca es sólo una cosa; es también relación. La flor entregada, la flor recibida, no tiene la misma esencia para el espíritu.

Y, además, quien ama sabe muy bien que un objeto vale más si es un regalo que si ya lo poseyéramos o lo hubiéramos comprado. La persona mejor vestida es aquella que se viste por amor y cuyas piezas de vestuario constituyen un regalo cada una (como el niño o el monje). El objeto regalado se purifica así de ese vínculo de posesión que debilita la esencia, puesto que todo objeto se vuelve a largo plazo opaco para quien lo posee. Es mejor recibir que tener. También aquí nos revela el amor, en un caso privilegiado, la ley de todo ser. No cabe duda de que los bienes han sido dejados al hombre sólo para multiplicar el amor con su intercambio. Este debería ser el sentido profundo del comercio, si el deseo del beneficio no lo hubiera arruinado todo (J. Guitton, Saggio sull'amore, Brescia 1954).