«Nosotros lo
hemos dejado todo
y te hemos seguido»
(Mt 19,16-29)
16
En cierta ocasión se acercó uno y le preguntó:Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?
17Jesús le contestó:
¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es bueno. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
18
Él le preguntó:¿Cuáles? Jesús contestó:
No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio;
20
El joven le dijo:-Todo eso ya lo he cumplido. ¿Qué me falta aún?
21 Jesús le dijo:
-Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en los cielos. Luego ven y sígueme.
22 Al oír esto, el joven se fue muy triste porque poseía muchos bienes. 23 Jesús dijo a sus discípulos:
Os lo aseguro, es difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos. 24 Os lo repito: le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
25 Al oír esto, los discípulos se quedaron impresionados y dijeron:
Entonces, ¿quién podrá salvarse? 26 Jesús los miró y les dijo:
Para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible.
27 Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo:
Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos espera?
28
Jesús les contestó:Os aseguro que vosotros, los que me habéis seguido, cuando todo se haga nuevo y el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. 29 Y todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna.
LECTIO
La perícopa que vamos a examinar se encuentra también, con algunas modificaciones, en los otros dos sinópticos (cf. Mc 10,17-30; Lc 18,18-30). Mateo es el único en precisar que el rico es un joven (v. 20).
Es preciso señalar con vigor que la respuesta clara dada por Jesús a la pregunta del rico ha sido ésta: «Guarda los mandamientos» (v. 17). Este es, por consiguiente, el programa completo de lo que el joven debe hacer para obtener la vida eterna. Si examinamos, como es nuestro deber, el sentido de la perícopa a la luz de todo el evangelio, podemos establecer que Jesús ha sintetizado los mandamientos en los preceptos del amor a Dios y del amor al prójimo. «Amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-39; Mc 12,29-31; Lc 10,27) es todo lo que pidió Jesús muchas veces a los israelitas en vistas a la consecución de la vida eterna (cf. por ejemplo Lc 10,28). El resto del relato y las palabras ulteriores de Jesús no anulan la validez de la primera respuesta.
El programa de la observancia de los preceptos permitía a los israelitas continuar viviendo en sus casas, con sus familias y con sus bienes. Sin embargo, Jesús, con una llamada especial, invitó a algunos israelitas a dejarlo todo -en el caso del rico, a vender sus bienes-, para seguirle, es decir, para vivir con él y como él. Era éste un programa de especial perfección, que iba más allá de la perfección del programa de la observancia de los mandamientos. Como reconoció Pedro, el programa propuesto por Jesús al joven rico era semejante al programa especial que les había propuesto a él y a sus compañeros: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (v. 27).
MEDITATIO
La perfección propuesta por Jesús al rico en el programa del seguimiento a la manera de los apóstoles era una perfección peculiar, dotada de contenidos nuevos, o bien no incluidos en el marco de la santidad obligatoria, expresada en la observancia de los mandamientos, que había que practicar según la interpretación definitiva del Hijo del Padre. En la doctrina de la Iglesia está vigente la convicción de que el programa de la perfección específica propuesto por Jesús a los apóstoles y al joven rico -con sus contenidos de obediencia, castidad consagrada y pobreza- no es un programa de preceptos (obligatorio para todos los creyentes), sino un programa de consejos evangélicos, para el que es necesario un especial don de Dios (no concedido a todos), como explica el mismo Jesús al hablar del celibato voluntario por el Reino de los Cielos (cf. Mt 19,10-12)
La realidad descrita con el lenguaje de los consejos es una realidad verdaderamente evangélica: basada en los ejemplos y en las enseñanzas de Cristo presentes en los evangelios. La palabra técnica «consejo» ha sido tomada justamente de la terminología clarificadora de Pablo: «Acerca de las personas solteras, no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, mi consejo como quien, por la misericordia del Señor, es digno de crédito» (1 Cor 7,25). Es decir, que Pablo no habla como persona privada, sino como «ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios» (cf. 1 Cor 4,1), o sea, como intérprete auténtico, por voluntad de Cristo y del Espíritu, de los contenidos de la revelación cristiana. Negar la existencia de los consejos evangélicos es entrar en un callejón sin salida
ORATIO
Señor Jesús, tú que predicaste a todos la observancia de tus mandamientos, haz que todos los cristianos -hombres y mujeres, célibes y casados, jóvenes y ancianos- sean fieles a la perfección del bautismo, semilla de vida nueva. Tú que llamaste de modo especial a algunos a dejarlo todo para seguirte, concédeles el Espíritu del Padre, a fin de que las personas consagradas sean humildes, pero resplandecientes testigos de la perfección específica del programa y de la profesión de los consejos evangélicos.
CONTEMPLATIO
La fe es la disposición fundamental de quien quiere seguir a Cristo. Cuando esa fe es viva y ardiente, nos hace caer a los pies de Jesús para cumplir toda su voluntad; nos abraza a él para no abandonarle nunca más.
¿Por qué hemos salido del mundo? Porque hemos creído en la palabra de Jesús:
«Si quieres ser perfecto..., ven y sígueme» (Mt 19,21). Nosotros hemos respondido: «Me has llamado, aquí estoy. Tengo una fe tan grande en ti; estoy tan persuadido de que tú eres el Camino, la Verdad y la Vida; estoy tan convencido de que en ti lo encontraré todo, que deseo adherirme sólo a ti». Ha sido un acto de fe pura en la omnipotencia y en la bondad infinita de Jesucristo.San Juan nos dice que ese acto de fe es una victoria sobre el mundo. Una victoria afortunada que nos libera de la dura servidumbre para darnos la libertad de los hijos de Dios, a fin de podernos unir plenamente a aquel que es el único que merece nuestro amor. Lo que hace tanto más preciosa esta victoria es que es un don que nos ha brindado Cristo, pagándola con su sangre: «Confiad en mí; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). ¿Cómo le ha vencido? ¿Con el dinero? No. Jesús no era para el mundo más que el hijo del herrero de Nazaret. ¿Acaso venció Jesús al mundo con el éxito. No, en verdad. Fue escarnecido y crucificado. Jesús era a los ojos del mundo un vencido, pero a los ojos de Dios era el vencedor del príncipe de las tinieblas. Desde aquel momento no hay en la tierra otro Nombre en el que podamos encontrar la salvación. Del mismo modo, Jesús concede a sus discípulos el poder de vencer al mundo.
La vida que llevamos no tiene razón de ser sin la fe en Cristo Jesús. Hemos recibido el germen de la fe; esa energía no debe permanecer inactiva. Entonces nuestra vida será luminosa y alegre. Cuanto más avancemos por el camino de la fe, más ardiente, firme y activa se volverá ésta, y nuestra alma quedará inundada de alegría; la esperanza se volverá cada vez más amplia y segura; el amor se volverá más ferviente facilitando el camino; y correremos por el camino de los divinos mandamientos. Necesitamos esta alegría; Dios mismo ha plasmado nuestro corazón y lo ha hecho de tal modo que le es necesaria la alegría. Lo hemos dejado todo para seguir a Cristo y no podemos mendigar la alegría de las criaturas: debemos esperarla sólo de Cristo (C. Marmion, Cristo, ideale del monaco, II,
5, passim).
ACTIO
Medita con frecuencia y pon en práctica hoy esta Palabra:
«Preocupaos de las cosas del Señor, para ser santos en el cuerpo y en el espíritu» (1 Cor 7,32.34).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Debemos admitir que, aunque sin constituir una potencia financiera, las comunidades religiosas y los religiosos de hoy no son pobres en el sentido sociológico de la palabra. Es cierto que practican la comunión de bienes, lo que de manera incontestable es un hecho muy importante. Viven, por lo general, de una manera modesta, se limitan al uso moderado de los bienes comunes y conservan cierta libertad respecto a las estructuras económicas y financieras, sin estar comprometidos en la búsqueda de la promoción social. Con todo, llamar pobreza a esto no resulta muy convincente [...].
La llamada evangélica a la pobreza constituye, ciertamente, una exigencia sobre todo interior: reconocer nuestra dependencia de Dios, contar con él, de quien proviene todo don y la misma existencia; estar atentos y disponibles al movimiento gratuito del Dios que se entrega; mantenernos en una alegre acción de gracias por todo lo que él nos ha dado. Sin embargo, la pobreza se expresa también, necesariamente, en el plano sociológico. En este plano, supone rechazar poner el corazón y las preocupaciones en la búsqueda de la riqueza, supone desconfianza frente a cualquier posesión que aliene, supone una voluntad efectiva de compartir.
Llevada a las situaciones actuales y enunciada con el lenguaje de hoy, la pobreza significa sobre todo comunión de bienes, o sea, compartir. Poner en común lo que se tiene, crear la igualdad entre los hombres, las clases sociales, las naciones (los problemas del Tercer Mundo): ésta es la primera exigencia. Sufrir la injusticia, las desigualdades, los egoísmos individuales y colectivos, luchar social y políticamente para que se invierta la situación, aceptar pagar el preciso y realizar algo de ese proyecto en la comunidad cristiana: ésa es la vocación actual del cristiano a la pobreza [...].
Si la Iglesia hubiera anunciado siempre la pobreza desde esta perspectiva, presentándola como el ideal de todos los cristianos, ¿no sería hoy distinto el rostro del mundo? También aquí ha practicado y conservado la vida religiosa un aspecto de la vocación cristiana común. Hoy es preciso que la misma llamada sea oída y puesta en práctica por todos los creyentes (Th. Matura, La vita religiosa a una svolta, Asís
1972, pp. 54-56 [edición española: La vida religiosa en la encrucijada, Editorial Herder, Barcelona 1973].