«Y se transfiguró ante ellos»

(Mt 17,1- 9)


En aquel tiempo, ' tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó a un monte alto a solas. 2 Y se transfiguró ante ellos. Su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 En esto, vieron a Moisés y a Elías, que conversaban con Jesús. 4 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús:

5 Aún estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y una voz desde la nube decía:

6 Al oír esto, los discípulos cayeron de bruces, aterrados de miedo. 7 Jesús se acercó, los tocó y les dijo:

8 Al levantar la vista no vieron a nadie más que a Jesús. 9 Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó:

 

LECTIO

Son muchos los que se preguntan cómo se inserta el relato de la transfiguración en el marco bíblico. El Antiguo Testamento es revelación por medio de la palabra; las visiones en él sólo eran simbólicas y servían de introducción para oír la voz de Dios, cuyo rostro aparecerá en los tiempos escatológicos. Con la venida de Jesús esta promesa ya se ha realizado en cierto modo. «El Verbo se hizo carne», mas, para poder decir «y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre» (Jn 1,14), era preciso abrir, iluminar, los ojos de los apóstoles. Y eso es lo que tiene lugar en el monte. En el Tabor, mediante su luminosa revelación, Jesús confirmó de modo admirable la autenticidad de su filiación divina y, al mismo tiempo, ratificó que sólo a través de la pasión habrían de llegar Cristo y sus apóstoles a la plena glorificación. Jesús, mediante el misterio de luz de la transfiguración, mostró a los apóstoles el misterio doloroso del Calvario (cf. Mt 27,33) y el misterio glorioso de la ascensión (cf. 28,16-18).

El término «transfiguración», sin embargo, es problemático. Traduce el término griego matamorphosis, que significa cambio de forma, de figura. Los Padres señalaron justamente que si Jesús hubiera cambiado su «forma», los apóstoles no le hubieran reconocido. En consecuencia, no cambió el aspecto externo de Jesús, sino que fue visto bajo una luz nueva que procuró una visión en sentido bíblico. Los falsos «visionarios» se muestran deseosos de ver algo diferente de la realidad del mundo. Sin embargo, es interesante señalar que la visión que se ofreció a los apóstoles en el monte fue la visión de lo que los apóstoles veían ya antes, es decir, la figura humana del Salvador; pero fue una «revelación» en el verdadero sentido de la palabra, dado que fue levantado el «velo» que escondía, bajo las apariencias ex(1Jn ternas, la realidad divino-humana de Cristo. De este modo -como dice Pedro (2 Pe 1,17ss)- los apóstoles se convirtieron en testigos verídicos de su grandeza divina. En este testimonio habría de consistir su misión apostólica.

 

MEDITATIO

Han sido los pintores de iconos orientales los que nos han puesto ante los ojos el misterio de la transfiguración del Señor como programa de vida espiritual. En el monte Athos había una escuela destinada a preparar espiritual y artísticamente a los pintores religiosos. Estos, tras finalizar los estudios, debían pasar una especie de «examen de madurez» que consistía en realizar la imagen de la transfiguración, a fin de probar que eran ca(1Jn paces de ver el mundo como lo habían visto los tres apóstoles en el Tabor, a la «luz tabórica». El término «transfiguración», que ya se ha vuelto tradicional, expresa la perfección de la contemplación de la naturaleza, es decir, la capacidad de ver a Dios en todo el universo visible.

El mundo -dice Basilio de Cesarea- fue creado por Dios como «escuela para nuestras almas». Fue creado con la Palabra divina que resuena todavía en él. Los hombres limpios de corazón la oyen, es decir, compren(1Jn den el sentido espiritual de todo lo que encuentran en la vida, comprenden los acontecimientos según el criterio de Cristo.

Los pintores de iconos lo expresan de una manera simbólica proporcionando a los objetos representados dimensiones diferentes a las que ve el ojo carnal: así, por ejemplo, las montañas son pequeñas y los árboles están reducidos a matas mínimas, mientras que, por el contrario, las personas humanas dominan el espacio como conviene a quien ha sido creado a imagen de Dios. Sin embargo, para valorar el mundo desde esta perspectiva es preciso contemplarlo a la luz de Cristo. Por eso en los iconos el sol aparece oscurecido, y el espacio iluminado por la blanca figura de Cristo, «sol del mundo futuro». Mientras los dos apóstoles caen cegados por tanto esplendor, san Pedro aferra sus rayos. Fue él quien antes de subir al monte profesó la fe en Jesús como Hijo de Dios (Mt 16,16). La fe, dicen los teólogos, es el comienzo de la visión celeste que tendremos después de la resurrección. Por eso, ya hoy, los cristianos que creen en las palabras de Cristo crecen en el arte de comprender el mundo y los acontecimientos según su justo valor, y se convierten en sabios en sentido espiritual.

La exhortación apostólica Vita consecrata pone la transfiguración al comienzo (n. 15): «En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor: El es "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal 45,3), el Incomparable». Y unas páginas más adelante añade: «Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad.

La persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz» (VC 19).

 

ORATIO

Jesús transfigurado, sólo una cosa te pedimos: continúa transfigurando nuestro rostro espiritual, a fin de que en él resplandezca la belleza de tu imagen.

 

CONTEMPLATIO

El misterio de la transfiguración ha sido interpretado a menudo por los Padres de la Iglesia. Orígenes se plan(1Jn tea ya desde el principio la pregunta: «¿Cómo es que se concedió esta revelación a algunos y no a otros?». Y responde diciendo: porque los tres apóstoles subieron con Jesús a la montaña. Esta ascensión significa el progreso en la vida espiritual, el crecimiento en el amor de Dios. Lo confirma también Juan Damasceno: «Quien ha llegado a la cima en el amor, saliendo en cierto modo de sí mismo, comprende la realidad invisible: supera la oscuridad de la nube corporal que impide la claridad del día, su alma se aclara y puede ver el sol en su esplendor».

Descubrir la gloria divina de Cristo tiene para Anastasio Sinaíta consecuencias cósmicas: a la luz de Cristo se ve todo el universo como bello: «La criatura se da cuenta de su transformación desde la corrupción a la incorruptibilidad, se alegra, la montaña exulta, los campos se estremecen de alegría, los pueblos se vuelven conscientes de su gloria, las naciones acuden para participar en ello, los pueblos están orgullosos de ello, los mares hacen oír sus himnos...».

Por otra parte, sin embargo, nos avisa Agustín de Hipona que sería peligroso complacerse demasiado en los consuelos que Dios nos concede de vez en cuando. Nos los da para estimularnos en el trabajo y para que podamos soportar los sufrimientos de la vida presente. Por eso apostrofa Agustín al apóstol: «¡Baja, Pedro! Tú deseabas reposar en la montaña; baja, predica la Palabra en tiempo favorable y desfavorable, contradice las falsas doctrinas, exhorta e incluso amenaza con una pa(1Jn ciencia incansable y, con la solicitud por la doctrina, so(1Jn porta las fatigas y los sufrimientos...». De este modo procedieron Moisés y Elías en su vida terrena, y por eso merecieron la gloria de estar junto a Cristo, escribe Juan Crisóstomo. Y añade: «Jesús quiso que los apóstoles imitaran al uno y al otro; del primero, el amor que tenía por su pueblo, y del otro, el inflexible valor del que había dado testimonio...».

 

ACTIO

La transfiguración «no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Implica un "subir al monte" y un "bajar del monte"» (VC 14). Acojamos hoy esta invitación a volver al valle, a fin de vivir con el Señor la fatiga cotidiana del designio de Dios e introducirnos con valor por el camino de la cruz.

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La transfiguración se ha vuelto mi fiesta predilecta, porque expresa exactamente lo que yo espero ardientemente de Cristo: que la bienaventurada transfiguración se realice en nosotros y ante nuestros ojos.

La transfiguración es, probablemente, el más bello misterio de la fe cristiana cuando lo comprendemos hasta el fondo: lo divino aparece desde el fondo de todas las cosas.

La transfiguración y la ascensión son, para mi gusto, las fiestas más significativas y más importantes del año. El universo aparece transfigurado («cristificado») por medio de la «pleromización» (plenitud de Cristo). Por mi parte, no vivo y no gozo más que de esta visión.

En el relato evangélico leemos que, a fin de cuentas, los apóstoles no vieron más que a Jesús. En efecto, Cristo de por sí es suficiente, porque en él se nos ha dado todo, el universo adquiere su sentido en el Cristo universal. La transfiguración nos invita a corregir nuestros modos de ver el mundo. Por medio de ella podemos descubrir su verdadero sentido: la historia de un universo «metamorfizado» por Cristo.

Señor, con todo mi instinto y en todas las ocasiones de mi vida te he buscado y te he colocado en el corazón de la Materia universal. Ahora deseo la alegría de poder cerrar los ojos asombrado por tu universal transparencia.

Señor, todo lo que veo como presente me hace sentir tu presencia, que estás a mi lado; todo contacto que establezco es con tu mano; toda necesidad me transmite el impulso de tu voluntad, del mismo modo que todo lo que es esencial y duradero a mi alrededor se ha convertido, en cierto modo, en algo así como dominio y sustancia de tu corazón, Jesús.

A partir de este «punto focal», de esta «chispa», el Salvador se ha convertido en la más universal, en la más formidable y en la más misteriosa energía cósmica.

Señor, desde mi nacimiento hasta el final, te has presentado siempre como naciendo por nosotros [...]. Haz desaparecer, por fin, todas las nubes que te ocultan aún, disipa los prejuicios hostiles de las falsas creencias, a fin de que, por medio de la diafanidad, brille tu universal presencia en el fuego ardiente. ¡Oh Cristo, cada vez más grande! (pensamientos recogidos de las obras de P. Teilhard de Chardin).