Las tentaciones de Jesús
en el desierto

(Mt 4,1-11)


En aquel tiempo, el Espíritu llevó a Jesús al desierto, para que el diablo lo pusiera a prueba. 2 Después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre. 3 El tentador se acercó entonces y le dijo:

-Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes.

4Jesús le respondió:

5 Después el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo 6 y le dijo:

7 Jesús le dijo:

8 De nuevo lo llevó consigo el diablo a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo con su gloria 9 y le dijo:

-Todo esto te daré si te postras y me adoras.

10 Entonces Jesús le dijo:

11 Entonces el diablo se alejó de él, y unos ángeles se acercaron y le servían.

 

LECTIO

Ya había sido consagrado de manera solemne por el Padre, en el Jordán (cf. 3,16ss), cuando «el Espíritu llevó a Jesús al desierto», última etapa de su preparación para el ministerio de su vida pública. Los cuarenta días de desierto fueron, en efecto, una etapa de intenso retiro, en la que el Apóstol-Hijo nos brindó una prueba paradigmática de su firme determinación de no alejarse lo más mínimo de la trayectoria apostólica que le había sido trazada por el Padre. Jesús se revela en el desierto como el modelo supremo de consagración y de fidelidad al Padre, como el ser obediente por excelencia.

Jesús rechaza las tres tentaciones diabólicas emplean-do tres pasajes de la sabiduría del libro del Deuteronomio (cf. Dt 8,3; 6,16; 6,13). Existe una clara contraposición entre la actitud de Jesús en sus cuarenta días de desierto y el comportamiento de los israelitas en los cuarenta años que pasaron en el mismo lugar. Jesús, superando perfectamente todo tipo de tentación, se transforma en el israelita auténtico, que anula la desobediencia del Israel rebelde y reconstruye en positivo la historia del Israel de Dios. Jesús es asimismo el nuevo Adán que, siempre obediente al Padre, redime el pecado del viejo Adán y abre un camino de luz para toda la humanidad (cf. Rom 5,19).

En la etapa del desierto, como durante toda su vida y también en la cruz, Jesús permaneció fiel a su programa: vivir de toda palabra que sale de la boca del Padre (cf. Mt 4,4; Jn 4,34).

 

MEDITATIO

Muchas son las cosas que suscitan o bien perplejidad o bien admiración en el episodio mateano de las tentaciones de Jesús en el desierto. En primer lugar, el hecho de que este momento difícil de la vida de Jesús tenga lugar tras una jornada estelar, llena de fascinación, como es la del bautismo, con la manifestación de la voz del Padre y la bajada del Espíritu. A continuación, que sea el mismo Espíritu el que conduzca a Jesús al desierto (cf. Mt 4,1) como ejecutor cómplice de la voluntad del Padre que introduce al Hijo en la tentación y en la lucha contra el diablo.

También es verdad que la estancia de Jesús en el desierto, que en la Escritura es siempre el lugar de la prueba, es aún una preparación para su predicación y manifestación como mesías y profeta y, en consecuencia, es un volver a partir desde una de las categorías fundamentales de la vida del pueblo de Dios -el desierto como lugar de la escucha, de la oración, de la alianza, pero también de la prueba-. Ahora bien, el hecho de ser tentado por el diablo nos traslada a otro comienzo todavía más remoto, el de la prueba a la que la serpiente sometió a nuestros padres en el paraíso terrenal. Allí venció el separador con sus insidias. Aquí es derrotado por la humilde y confiada actitud de obediencia a la Palabra y al Padre demostrada por el nuevo Adán.

Los tres tipos de tentación con los que el diablo puso a prueba a Jesús son tan radicales que evocan los sentimientos fundadores de la búsqueda del hombre herido en la realización de su propio egoísmo. Es como si el Evangelio, con un «psicoanálisis» anticipado, nos hiciera ver el lugar donde cada persona humana se juega su propio destino de felicidad engañosa o de obediencia al designio divino. El tentador ofrece visiones, suscita deseos, desafía con promesas cautivadoras. Con la invitación a hacer un milagro para satisfacer el hambre se pone de relieve la esfera del placer, como si estuviera en manos del hombre disponer de la felicidad completa y total de los sentidos, con el placer y todo lo que éste evoca en el deseo de plena satisfacción. Con la sugerencia diabólica de manifestar el poder de Hijo de Dios no sometido a la voluntad del Padre se pone de relieve la esfera del poder, el ansia de protagonismo, la tentación «prometeica» del poder más allá de la natural debilidad, que siempre anda al acecho. El deseo desmandado de poseer aparece descrito con la propuesta hecha por el diablo, que promete ilusoriamente tener el dominio sobre todo.

Jesús lo soporta y vence, con la Palabra de Dios, y nos enseña a soportar y vencer las tentaciones funda-mentales del hombre herido por el pecado. Tal vez por eso los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia aparecen insinuados en el Cristo que vence las tentaciones fundamentales del placer, del dominar y del poseer.

 

ORATIO

Jesús, tú que fuiste dócil a la acción del Espíritu que te llevó al desierto, concédenos estar dispuestos a padecer y a vencer la tentación, incluso después de los esplendores de los días repletos de tu presencia.

Jesús, tú que fuiste conducido al desierto para orar y ayunar, concédenos la capacidad de imitar tu vida en medio de la sobriedad en el alimento y en la vigilancia en la oración. Tú que vives de la Palabra del Padre y eres el pan de la vida, haz que vivamos siempre del alimento de tu Palabra y que seamos fortalecidos y saciados por el sobrio y dulce pan de la eucaristía, viático de nuestro camino de fidelidad. Tú que amaste al Padre por encima de todo, concédenos no ceder ante las lisonjas de las riquezas, del deseo de poseer; haznos pobres como tú, ricos sólo del amor del Padre.

Sacia, con el pan de la Palabra y de la eucaristía, todos nuestros deseos en una vida casta y generosa. Concédenos, con tu presencia escondida, la capacidad de la perseverancia en el bien, de la perseverancia en la vida escondida y en la fidelidad. Concédenos, con tu humilde majestad, el sabor de la verdadera libertad de los hijos de Dios.

 

CONTEMPLATIO

Cristo fue tentado realmente, sintió efectivamente la dificultad del camino que debía recorrer. Esa dificultad era, en primer lugar, natural: la continua superación de la carne desobediente y débil, que, en el estado actual, es contraria al Espíritu. Se enfrentaba, además, con la dificultad de tener que luchar contra todo un mundo hostil, con la limitación, el carácter pecaminoso y la maldad humanas, no aplacadas hasta que no las hubiera satisfecho su muerte en la cruz. Estaba, por último, la lucha contra el egocentrismo de un mundo alejado de Dios y que quiere vivir su vida, el reino de este mundo.

Al entrar -con el ser bajado de los cielos- en el dominio del ser mundano, admitió en su esencia humana la natural oscuridad y autonomía de este mundo, que con su libre y heroica empresa debía plegar a la voluntad de Dios, arrancándolas al príncipe de este mundo. Y esa condición elemental del mundo afloraba en la naturaleza humana de Cristo como una pregunta tentadora, que exigía necesariamente una respuesta decidida, dura y hasta autoritaria. Ignorar esa pregunta, como si no existiera en absoluto, sería caer en una especie de visión fantasiosa y no real de Cristo y disminuir la obra del nuevo Adán [...].

El nuevo Adán fue tentado en el desierto, en soledad, lejos de los hombres, y fue sometido a prueba con su esencia humana, cuya obediencia al Espíritu estaba siendo sometida a la prueba de la oración y del ayuno.

Éste fue el triunfo preliminar del Espíritu sobre la carne, y no estuvo exento de lucha (S. N. Bulgakov, L'Agnello di Dio. Il mistero del Verbo incarnato, Roma 1990, pp. 367ss).

 

ACTIO

En la hora de la prueba y de la tentación, que siempre anda al acecho, que te sirva de confortación el recuerdo de Dios, tentado en ti, pero capaz de vencer también contigo.

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cuenta el evangelio que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo (cf. Mt 4,1) [...]. La tentación de Jesús señala el cumplimiento de la tentación de Adán. Así como esta última fue causa de la caída de toda carne, en la tentación de Jesucristo toda carne fue sustraída del poder de Satanás. En efecto, Jesucristo tomó sobre sí nuestra carne, soportó nuestra tentación y consiguió la victoria. Cristo fue tentado y venció; por eso podemos rezar nosotros en el Padre nuestro: «No nos dejes caer en la tentación». Efectivamente, la tentación ya ha tenido lugar y ha sido superada; lo hizo en nuestro lugar: «Considera la tentación de tu Hijo Jesucristo y no nos sometas a la tentación». Podemos y debemos estar seguros de que Dios escucha esta oración, porque es oída en la persona de Jesús. Ahora ya no seremos sometidos a la tentación, porque toda tentación que sobreviene es la tentación de Jesucristo en sus miembros, en su Iglesia. No somos tentados nosotros, sino que Jesucristo es tentado en nosotros.

Satanás no pudo provocar la caída del Hijo de Dios, y por eso le persigue ahora en sus miembros, exponiéndolos a todas las tentaciones. Ahora bien, estas tentaciones extremas son sólo las prolongaciones de la tentación de Jesús; en efecto, el poder de la tentación fue destrozado en la tentación de Jesús. Con todo, hace falta que sus discípulos sepan salir de esta tentación. Entonces el Reino de Dios estará seguro: «Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba» (Heb 2,18; cf. asimismo 4,15ss). Aquí no se trata sólo de la ayuda que puede aportar el que conoce la desesperación y los sufrimientos ajenos por experiencia personal, sino más bien del hecho de que, en mis tentaciones, sólo su tentación representa para mí una ayuda. Participar en su tentación puede ser una ayuda en mi tentación. No debo comprender, por tanto, mi tentación de otro modo que como tentación de Jesucristo. Mi ayuda está en su tentación, porque sólo en ella está la victoria (D. Bonhoeffer, Si je n'ai pas l'amour, Ginebra, pp. 59 y 64).