Los unos al servicio de los otros,
en la caridad

(Mc 10,42-45)


En aquel tiempo, 42 Jesús los llamó y les dijo:

-Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. 43 No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. 45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.

 

LECTIO

Jesús, siempre dócil al Padre, eligió a los Doce y les dio una adecuada formación apostólica: haciendo gala de una gran paciencia en los tiempos, pero con mucha firmeza en los principios. Estos no eran sino los puntos clave del plan diseñado por el mismo Padre.

Es indispensable que volvamos con atención al contexto que precede a nuestra perícopa. Jesús, tras los esfuerzos y la fatiga de una primera etapa de la formación, consiguió llevar a sus colaboradores más allegados al reconocimiento de la figura del Mesías (cf. Mc 8,29). «Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho» (8,31), pero ellos no aceptaron esa enseñanza (cf. 8,32). Tras el segundo anuncio de la pasión (cf. 9,31), los Doce siguieron rechazando la enseñanza de Jesús (cf. 9,32). A causa de semejante incomprensión, se pusieron a discutir «quién era el más importante entre ellos» (9,34), obteniendo esta reprimenda de Jesús: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (9,35).

Tras el tercer anuncio de la pasión (cf. 10,33ss), Jesús siguió encontrando una falta de docilidad en el corazón de los Doce. Además, dos de ellos -los hijos de Zebedeo- le pidieron los dos primeros puestos en su Reino, que ellos seguían concibiendo aún con la estructura de un reino de este mundo (cf. 10,37). «Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan» (10,41). Entonces Jesús, con un tono más firme y más explícito que antes, les enseñó a los Doce que sus sentimientos no debían ser los de los jefes de las naciones, sino los del mesías-siervo. En consecuencia, los Doce debían dejarse plasmar por el Padre según la forma de vida del supremo apóstol, a saber: Aquel que había sido enviado al mundo «no para ser servido, sino para servir» con total desinterés y generosidad: hasta dar la vida.

 

MEDITATIO

El drama salvífico implica por parte de Cristo prescindir de «su igualdad con Dios», de la «gloria» que le es propia, para hacerse semejante al hombre. En su kenosis nos da una imagen inaudita de Dios, que manifiesta su grandeza precisamente en su rebajarse. Dice san Gregorio de Nisa: «En el hecho de que la naturaleza omnipotente estaba en condiciones de descender hasta la bajeza de la criatura está la demostración de su potencia, mucho más evidente que la grandeza de los milagros» (La gran catequesis, XXIV, 2), allí donde el último presupuesto de la kenosis es precisamente el amor de Dios al hombre. Todo esto nos libera de nuestros complejos de superioridad y nos indica el camino del servicio como vía maestra para realizar el deseo de grandeza que Dios mismo ha puesto en nuestros corazones.

Nuestro servicio, para ser verdaderamente tal -a saber: en beneficio de los hermanos y de las hermanas, para promoción de su dignidad y libertad-, no puede brotar más que de la contemplación del «Hijo del hombre, que vino a servir y a dar su vida en rescate por todos». Si es verdaderamente el amor de Cristo el que nos impulsa a servir a nuestros hermanos y hermanas, «al pensar que uno murió por todos» (cf. 2 Cor 5,14), será posible de verdad inaugurar también en nuestras comunidades un estilo nuevo de convivencia y colaboración, en el que «mediante la caridad unos están al servicio de los otros» (cf. Gal 5,13).

Cristo nos llama a ser allí donde nos encontremos una presencia capaz de llevar alivio y consuelo, capaz de acoger, amar y volver significativa -o sea, cargada de sentido, de un sentido salvífico- incluso la miseria más grande. Por eso, sólo la grandeza de un ánimo amante de la vida puede servir a la vida del otro. Es este amor, don de Dios, el que nos hace humildes y generosos respecto al otro. Conscientes de que, aunque no haya sido visto, hasta el más pequeño gesto de servicio -y, por consiguiente, de reconocimiento del otro- contribuye de una manera poderosa a la salvación del mundo, porque hace presente a Dios en el mundo. Y éste es el servicio más grande que se puede prestar a la humanidad.

 

ORATIO

Oh Señor, ponnos al servicio de nuestros hermanos
que viven y mueren en la pobreza
y pasando hambre en todo el mundo.
Confíalos hoy a nosotras.
Dales su pan de cada día junto con nuestro amor
lleno de comprensión, de paz, de alegría.

Oh Señor, haz que yo pueda
consolar, más que ser consolada;
que pueda comprender,
más que ser comprendida;
que pueda amar, más que ser amada.

Puesto que, sólo dando, se recibe;
sólo olvidándose,
se encuentra uno a sí mismo;
sólo perdonando, se es perdonado;
sólo muriendo, se nace a la vida eterna.
Amén.
                                        (Teresa de Calcuta).

 

CONTEMPLATIO

«Vosotros habéis sido llamados a la libertad» (Gal 5,13). Pero escucha al apóstol: «Aun siendo libre de todos, me hice siervo de todos para conquistar al mayor número». ¿A quién le ha dicho: «Habéis sido llamados a la libertad?». ¿Y qué ha añadido? «Ahora bien, no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino que mediante la caridad estéis al servicio los unos de los otros». A los que hizo libres, también les hizo siervos. No por su condición, sino por efecto de la redención de Cristo; no por alguna necesidad, sino por la caridad: «Mediante la caridad», dice, «sed siervos los unos de los otros». Ahora bien, es a Cristo a quien servimos los unos y los otros.

Eres un buen siervo de Cristo si sirves a aquellos a quienes ha servido Cristo. ¿Acaso no se nos ha dicho de él que era un buen siervo de todos? Probemos, sin embargo, a escuchar explícitamente su misma voz en el evangelio: «El que quiera ser grande entre vosotros», dice, «que sea vuestro servidor» (Mt 20,27). Te ha hecho mi siervo aquel que, con su sangre, te hizo libre. Esto decidlo también a nosotros, porque decís precisamente la verdad. Y escucha al apóstol en otro pasaje: «En cuanto a nosotros, somos siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4,5).

Que el Señor nos conceda hacer bien este servicio, porque, lo queramos o no, somos siervos, pero si lo somos por nuestra propia voluntad, ya no servimos por necesidad, sino por la caridad. Habría que suponer, en efecto, que la soberbia de los siervos proporcionara algo así como un sentido de indignación, si el Señor hubiera dicho: «Aquel de entre vosotros que quiera ser el más grande será vuestro siervo». ¿Queréis venir a donde me encuentro yo? Venid por mi camino. ¿Y qué significa: «Venid por mi camino»? Venid por el camino de la humildad (Agustín de Hipona, Exposición sobre el Sal 103, III, 9).

 

ACTIO

Medita con frecuencia y pon en práctica hoy esta Palabra:

«El que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos» (Mc 10,44).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El punto fundamental es saber si servimos a los hermanos o más bien nos servimos de los hermanos. Se sirve de los hermanos y los convierte en instrumentos aquel que, aunque tal vez se desviva por los otros, como suele decirse, no lo hace de manera desinteresada, sino que busca, de algún modo, la aprobación, el aplauso o bien la satisfacción de sentirse, en su interior, en su sitio y como benefactor. «Christus non sibi placuit» (Rom 15,3). Cristo no buscó complacerse a sí mismo: ésta es la regla del servicio. Para llevar a cabo el «discernimiento de espíritus», esto es, de las intenciones que nos mueven en nuestro servicio, es de utilidad ver cuáles son los servicios que realizamos de manera voluntaria y cuáles los que intentamos evitar de todos los modos posibles. Ver, también, si nuestro corazón está dispuesto a abandonar —en cualquier momento en el que nos lo pidan— un servicio noble, que da prestigio, por otro humilde que nadie aprecia. Los servicios más seguros son los que realizamos sin que nadie (ni siquiera el que los recibe) se dé cuenta, sino sólo el Padre, «que ve en lo secreto».

Al espíritu de servicio se opone el ansia de dominio: la costumbre de imponer a los otros la propia voluntad y el propio modo de ver o de hacer las cosas. En suma, el autoritarismo. A menudo, el que padece la tiranía de estas disposiciones no se da ni la más mínima cuenta de los sufrimientos que provoca, y hasta se queda estupefacto al ver que los otros no dan muestras de apreciar todo su «interés», e incluso se hace la víctima. Una gran parte de los sufrimientos que, en ocasiones, afligen a una familia o a una comunidad se debe a la presencia en ellas de algún espíritu autoritario y despótico que golpea a los otros con botas claveteadas y que, con el pretexto de «servir» a los otros, en realidad «somete» a los otros. Es más que posible que este «alguien» seamos precisamente nosotros.

Al espíritu de servicio se opone también, por otra parte, la adhesión exagerada a las propias costumbres y comodidades. En fin, el espíritu de molicie. No puede servir seriamente a los otros quien está siempre atento a contentarse a sí mismo, quien convierte en un ídolo su propio reposo, su tiempo libre, su horario. La regla del servicio sigue siendo siempre la misma: «Cristo no buscó complacerse a sí mismo» (R. Cantalamessa, 1 Misteri di Cristo nella vita Bella Chiesa, Milán 1991, pp. 350-352, passim [edición española: Los misterios de Cristo en la vida de la Iglesia, Edicep, Valencia 1993]).