La llamada a un
seguimiento especial

(Mc 1,16-20)

En aquel tiempo, 16 pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores. 17 Jesús les dijo:

-Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

18 Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron.

19 Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban en la barca reparando las redes.

20 Jesús los llamó también, y ellos, dejando a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.

 

LECTIO

Jesús, al comienzo de su vida pública, era para muchos un gran personaje enviado por Dios (cf. Mc 3,7ss), una personalidad profética, superior incluso al famoso hombre de Dios que era Juan el Bautista, un Maestro que predicaba el Evangelio del Reino de Dios con una autoridad hasta entonces desconocida (cf. 1,27).

Jesús llamó en su predicación, con una vocación común o universal, a todos los israelitas a llevar una vida de santidad: «Convertíos y creed en el Evangelio» (1,15). En consecuencia, todos debían vivir según las exigencias de la fe, de la esperanza y de la caridad con Dios y con el prójimo. Las personas que recibían esta enseñanza de Jesús eran, en el sentido amplio del lenguaje evangélico, sus «discípulos» (cf. Mt 11,28ss; Jn 19,38) o bien «seguidores» (cf. Jn 8,12).

Los evangelios, sin embargo, nos transmiten también el testimonio seguro de la existencia de vocaciones especiales, como la de Simón, Andrés, los hijos de Zebedeo. La invitación al seguimiento -en el sentido técnico del término- no la dirige Jesús a todos los israelitas. Esta proposición implicaba una gran y peculiar renuncia y una gran y peculiar carga positiva: dejarlo todo para seguir a Jesús. En efecto, al aceptar esa invitación, los cuatro personajes del relato no dejaron sólo lo que era contrario a la vida de conversión y de fe, sino que abandonaron también muchas cosas buenas, cosas que no estaban implicadas en el programa de las exigencias de la vida común de santidad. Abandonaron todo lo que no estaba en armonía con la forma de vida de consagración y de misión vivida y propuesta por el mismo Jesús.

En efecto, Jesús, al llamarlos, les implica en su vida itinerante, les hace participar en su vida carismática, les implica en la realización del designio de salvación del Padre. El «os haré» indica la obra plasmadora del alfarero: y serán «pescadores de hombres» porque él, el Hijo del hombre, es pescador de hombres. Sin embargo, todo empieza con una respuesta radical.

 

MEDITATIO

El recuerdo de la llamada de los primeros discípulos ha sido siempre un punto de referencia para la vida consagrada y un lugar de comunión, grata y transformadora, que vuelve a poner de relieve -con el Padre, en Cristo, que reorienta nuestra existencia sobre lo que cuenta verdaderamente ante el Padre- el hombre y su salvación, alimentando la pasión apostólica. La sed de Verdad quiere penetrar, con la oración y el silencio acogedor, en el misterio del amor, inconcebible, sorprendente y descarnador, aunque plenitud y continua novedad.

Nos encontramos en él. Descubrimos el designio de Dios en nuestra vida, volvemos a visitar los lugares de encuentro con la mirada penetrante de Cristo, volvemos a sentir vibrante la fascinación de su persona y del Evangelio, volvemos a ver la lucha y repetimos alegres el «sí» del corazón, damos gracias por las fatigas que hemos pasado a causa de la fidelidad, que se ha robustecido en la prueba; volvemos a escuchar la experiencia de los gemidos del hombre de hoy convertidos en gemidos nuestros y en don de nuestra vida. La llamada, como la lanzada por Jesús «junto al lago de Galilea» (v 16), es una elección de amor de todas las Personas de la Trinidad: el Padre «atrae a sí (cf. Jn 6,44) a una criatura suya con un amor especial para una misión especial». «El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14,6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17,9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos -precisamente a las personas consagradas- les pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19,27) para vivir en intimidad con El y seguirle adonde vaya (cf. Ap 14,4)». «Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo [...]. Es El quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo, casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión» (VC 17-19).

Dejarlo todo para seguirle es una elección de amor, una elección que hace posible el amor divino difundido en nuestros corazones. El seguimiento no es consecuencia del abandono de los bienes, de nuestras raíces, de nuestra casa. El «dejarlo todo» nace de un corazón que ama y está empapado de amor. Es amor. La radicalidad y la prontitud a la hora de dejarlo todo para el seguimiento es propia del amor, porque es la entrega de nosotros mismos la que con este acto se significa y expresa. Es el fruto de la comunión con Aquel que nos ha llamado y se ha manifestado a nosotros. Crecemos en su escuela, donde aprendemos no a realizar obras, sino la obra -creer en Aquel que ha enviado el Padre» (Jn 6,29)-, y a vivir el milagro de la vida que al morir engendra: como «el grano de trigo», fecundo de vida para la humanidad (Jn 12,24).

 

ORATIO

«Recordamos, Señor, tus maravillas». «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito. Quien cree en él tiene la vida eterna». Esta es la oración que la liturgia cuaresmal eleva al cielo, pidiéndole al corazón que la haga suya.

Oh Jesús, salvador, tu encuentro con Simón y Andrés, con Santiago y Juan, nos revela el rostro del Padre, que nos llama a él con vínculos de amor, que nos enseña a caminar. Ese encuentro nos eleva, como hace el águila con sus aguiluchos, en la inmensidad del cielo, libres de todo, para aprender la vida verdadera y ver con ojos nuevos a la humanidad. El ser «creados» pescadores de hombres no es sólo aprender, estando contigo, a amar a todos con tu corazón, sino convertirnos en amor que se entrega, que se consume para que esta tierra nuestra, fatigada y cansada, se transforme de desierto en jardín.

Con tu invitación irresistible y desconcertante -«Seguidme»- comprometiste a los primeros discípulos, llamándoles por su nombre; con tu vida y con tu misión, les hiciste partícipes de tu acción, que es la acción de Dios. Ahora bien, ya desde aquel momento avanzabas hacia tu hora y nos conducías por en medio de aquella vorágine de amor que inunda y transforma el universo. Danos, Señor, un corazón sencillo, un corazón agradecido por tantos beneficios.

 

CONTEMPLATIO

«Y, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores» (Mc 1,16). Simón no se llamaba todavía Pedro, porque aún no había seguido a la Piedra (cf. Ex 17,5ss; 1 Cor 10,4), hasta el punto de merecer el nombre de Pedro. «Jesús les dijo: Seguidme y os haré pescadores de hombres"» (Mc 1,17). ¡Oh feliz transformación de su pesca! Jesús los pesca, a fin de que ellos, a su vez, pesquen a otros pescadores. En primer lugar, se les hace peces, para poder ser pescados por Cristo; después, ellos pescarán a otros. «Ellos dejaron inmediatamente las redes y lo siguieron» (Mc 1,18). La verdadera fe no conoce vacilaciones: oye inmediatamente, cree de inmediato, sigue de inmediato y de inmediato convierte en pescador. «Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron», dice Marcos. Creo que con las redes ellos habían abandonado las pasiones del mundo. «Lo siguieron»: en efecto, no habrían podido seguir a Jesús si se hubieran llevado las redes detrás, es decir, los vicios terrenos.

«Un poco más adelante vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban en la barca reparando las redes. Jesús los llamó también, y ellos, dejando a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mc 1,20). Alguien podría decir: «Esta fe es demasiado temeraria. En efecto, ¿qué signos habían visto, por qué majestad habían sido sorprendidos, para seguirle inmediatamente después de haber sido llamados?». Aquí se nos da a entender que los ojos de Jesús y su rostro debían irradiar algo divino, tanto que quienes le miraban se convertían con facilidad (cf. Mc 11,5). Jesús no dice nada más que «Sígueme», y ellos le siguen. Está claro que si le hubieran seguido sin razón, no se hubiera tratado de fe, sino de temeridad. En efecto, si el primero que pasa me dice, estando yo sentado aquí, ven, sígueme, y yo le sigo, ¿acaso actuaré por fe? ¿Por qué digo todo esto? Porque la misma palabra del Señor tenía la eficacia de un acto: realizaba todo lo que decía. Si, en efecto, «él lo dijo y todo fue hecho, él lo ordenó y fueron creados» (Sal 148,5), seguramente, del mismo modo, llamó e inmediatamente le siguieron.

Dejaron, pues, a su padre en la barca. Escucha, monje, imita a los apóstoles: escucha la voz del Salvador y olvida la voz carnal de tu padre. Sigue al verdadero Padre del alma y del espíritu, y abandona al padre del cuerpo. Los apóstoles abandonan al padre, abandonan la barca; en un momento abandonan toda su riqueza: abandonan el mundo y las infinitas riquezas del mundo. Lo repito: abandonan todo lo que tenían. Dios no tiene en cuenta la grandeza de las riquezas abandonadas, sino el ánimo del que las abandona. A los que han abandonado poco porque tenían poco, se les considera como si hubieran abandonado muchísimo (Jerónimo, Comentario al evangelio de Marcos, 1).

 

ACTIO

Repite y medita hoy con frecuencia esta Palabra:

«Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron» (Mc 1,18).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La fuente de la llamada es Jesús: el sujeto originario de la vocación es él. La llamada constituye un hecho originario, creado y puesto en marcha por Jesús. No es la persona la que, después de ver a Jesús, se decide por sí sola a seguirle, porque la actividad del seguimiento va precedida siempre de un don suyo que se expresa con una palabra: «Sígueme». Nace de una reciprocidad que se teje, de una relación entre un yo que llama y un que responde y lleva a los llamados en el mismo movimiento de vida de Jesús. La respuesta es, por consiguiente, una elección personal, el acto más elevado de responsabilidad y de libertad por parte de la persona llamada.

La vocación implica y comporta una transformación: los primeros discípulos forman parte de los «salvados» y permanecerán como tales únicamente como personas que se renuevan, sin pausa, siendo dóciles a la palabra de Jesús, viviendo «con él». La llamada y la respuesta de los discípulos es como la que experimentó Israel en el desierto, donde el Señor hizo el vacío a su alrededor, para mostrarse sólo él y hacer nacer la fe. Ahora bien, precisamente en la experiencia del despojo y del desprendimiento del pasado tiene lugar el éxodo de ellos mismos para seguir a Jesús. Mc 1,16-20 narra el nuevo nacimiento del discípulo, repitiendo de otra forma la revelación de Jesús a Nicodemo: es necesario nacer «de nuevo» y renacer «de lo alto» (Jn 3,3) (M. Mazzeo, 1 Vangeli sinottici. Introduzione e percorsi tematici, Milán, pp. 201,208ss).