El Espíritu Santo, nuestro
compañero de viaje

(Lc 3, 21 ss)


21Un día en que se bautizó mucha gente, también Jesús se bautizó. Y mientras Jesús oraba se abrió el cielo, 22 y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo:

-Tú eres mi Hijo el amado, en ti me complazco.

 

LECTIO

El evangelista Lucas introduce el relato del bautismo de Jesús con una frase de paso, como de escorzo, para dejar entender que se cierra de manera definitiva la estación del Bautista y se abre, con Jesús, la última fase de la historia de la salvación. Toda la atención está concentrada en la teofanía, es decir, en el descenso del Espíritu Santo sobre Jesús y su presentación oficial al mundo. Este acontecimiento revestía, a buen seguro, una importancia singular ya en las primeras comunidades cristianas (nos lo confirma su presencia en la cuádruple tradición evangélica: Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Jn 1,31-34).

Con todo, en Lucas, la teofanía no está ligada tanto al hecho del bautismo como a la oración de Jesús: «Mientras Jesús oraba se abrió el cielo» (v. 21). El tercer evangelista se muestra más atento que los otros a captar a Jesús en oración en los momentos decisivos de su misión; le presenta otras siete veces en diálogo íntimo con el Padre como nadie puede hacerlo (5,16; 6,12; 9,18.28; 22,42ss; 23,34). La oración tiene también una importancia determinante en la misión de Jesús y en la de la Iglesia (cf. Hch 1,14; 2,42; 4,31...). Y precisamente en su intensa oración «el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible» (v. 22). El Espíritu, que de una manera transitoria había investido a los profetas para misiones difíciles, baja ahora sobre Jesús al comienzo de su misión y le acompaña a lo largo de toda su experiencia terrena.

La «voz que venía del cielo» -signo de revelación divina en la tradición bíblica- presenta a Jesús a «todo el pueblo» como el Hijo predilecto del Padre. Por ahora es sólo Jesús el que tiene el don del Espíritu, pero, después de su pasión y exaltación al cielo, el Espíritu descenderá también sobre la comunidad cristiana en Pentecostés (Hch 2,1-13). Así, el acontecimiento cristológico tiene su prolongación en el eclesiológico.

 

MEDITATIO

El icono de Jesús «orante» (en el texto original griego aparece también este participio presente, que sirve para expresar su oración intensa y prolongada) que recibe el Espíritu Santo debe resultar ejemplar y muy familiar a toda persona consagrada. Los acontecimientos más singulares de la vida de Jesús están marcados por el misterio envolvente de la oración: oración y discernimiento de la voluntad del Padre, oración y misión, oración y transfiguración. Estos son los binomios que acompañan a la experiencia diaria de su vida. Antes de las urgencias diarias, antes de los encuentros absorbentes con las muchedumbres, antes de las grandes decisiones, está la oración. Entre los múltiples encuentros hay un «Encuentro»: el más urgente.

La oración es la raíz profunda y la fuente remota de la vitalidad de la misión de Jesús -y también de la nuestra-. Sin embargo, debemos considerar como adquirido para todos y para siempre que la oración no se sitúa dentro de nuestra vida como un compromiso junto a los muchos otros en el discurrir de los días; el encuentro con Dios no constituye un breve segmento de nuestra existencia, no se trata de una actividad ad tempus. Es, más bien, la experiencia que cualifica nuestra identidad; es el «alma» de nuestro hacer; es la fuerza secreta de «nuestro hacemos don generoso» y de nuestros heroísmos.

Sin embargo, la oración es un inestimable don del Espíritu. Y por eso es propio que Jesús, tras haber enseñado a los suyos la sublime oración del Pater (Lc 11,1-4), les invite a dirigirle la petición más atrevida y esencial de la vida, asegurándoles que «el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11,13). Es el Espíritu quien lleva a cabo en nosotros una transformación radical, y es el Espíritu quien se hace nuestro compañero de viaje, el que nos va introduciendo de manera progresiva en el universo de Dios y dispone nuestro corazón y nuestros sentimientos a la familiaridad de un «tú» amistoso, próximo, sereno y confiado.

 

ORATIO

Señor, junto con los Doce, te imploramos: «Enséñanos a orar». Estamos más que convencidos de que ninguna otra experiencia nos hace sentir tan «personas» como el exaltante y siempre nuevo encuentro contigo. Y cuanto más nos haces gustar la familiaridad y la proximidad contigo, tanto más nos acercamos a la verdad de nosotros mismos: a nuestra dimensión de criaturas, a nuestra pobreza y a nuestra irreprimible necesidad de ti. Y es en el diálogo orante donde tú, con tu finísima pedagogía, nos abres lentamente al mundo, a la Iglesia, a los otros, y nos los haces descubrir como hermanos.

Y estamos firmemente convencidos de que un eventual diálogo contigo que no nos abriera a los hermanos sería ciertamente falso e ilusorio. Es en la oración -especialmente en la oración litúrgica, comunitaria- donde nos haces descubrir que somos Iglesia y pertenecemos al cuerpo eclesial. Y orando es como nos hacemos responsables de todos y cada uno de los hermanos. Haz, pues, que en cada petición que te dirijamos resuene más a menudo el «nosotros» y el «nuestro» que cualquier otro pronombre o adjetivo, a fin de que nuestra oración sea verdaderamente fraterna, hecha «juntos», en una profunda comunión de espíritus.

 

CONTEMPLATIO

Un día, el abad Pambo preguntó a algunos monjes: «¿Quiénes sois vosotros?». «Hombres de oración», le respondieron. Y él: «Pero ¿practicáis la caridad?». «No, porque oramos». «¿Acogéis a los otros?». «No, porque oramos». «¿Y cómo hacéis para manteneros?». «Con las ofrendas de los otros». Entonces el abad Pambo dijo: «No, queridos hermanos. Yo trabajo todo el día tejiendo esteras, y cuando tejo las esteras digo: "Señor, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mí", y oro continuamente. Después, cuando ha llegado la noche, guardo para mí algo de la ganancia del trabajo y el resto lo pongo en la puerta para los pobres. ¿No es esto oración?», preguntó. Y los monjes respondieron: «Sí, abad». Y se volvieron a casa muy edificados (De los Apotegmas de los padres del desierto).

Había nacido de María mucho tiempo antes, es verdad, y ahora había llegado a la edad de treinta años; sin embargo, el mundo no le conocía. Le conoció sólo en el momento en que vino donde Juan el Bautista para hacerse bautizar en el Jordán, y cuando oyó la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien he puesto mi complacencia» (Mt 3,17). No existe una humildad más sublime que ésta. No existe nobleza más grande que esta humildad: le bautiza un siervo suyo, y Dios le declara su Hijo; viene a sumergirse entre publicanos, meretrices y pecadores, pero él es más santo que quien le bautiza: Juan le lava el cuerpo, pero él purifica a Juan en el espíritu; el agua, que se usa normalmente para lavar cualquier otra cosa, ha sido purificada ella misma por la inmersión de nuestro Señor. El Jordán, que se quedó sin agua (Jos 3,17) en tiempos en que el caudillo Josué condujo al pueblo de Israel por la tierra prometida, hubiera deseado en esta circunstancia, si hubiera podido, amontonar todas sus aguas en este punto preciso para tocar el cuerpo del Señor. A él la gloria y el poder para siempre (Jerónimo, Omelie sui Vangeli, Roma 1990, pp. 169-173, passim).

 

ACTIO

Repite hoy con frecuencia:

«Ven, Espíritu Santo; ven, dador de dones; ven, luz de los corazones».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Precisamente porque nos ama, Jesús quiere hacernos intensa y plenamente partícipes de su misión salvífica y compartir con nosotros su Pascua: somos su esposa, que va preparando para las nupcias. En el momento del bautismo nos hace oír la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo» (Mt 17,5), como si dijera: Doy mi palabra, obedecedle; doy mi amor en rescate de vuestros pecados, no lo rechacéis.

Aquí está el corazón de todo: nuestra pequeña ofrenda ha de unirse al inmenso sacrificio de Cristo, a fin de convertirse para la eternidad en una sola cosa con él, en miembro de su cuerpo, en coherederos suyos. Y la madre Iglesia, con suma sabiduría, convierte de inmediato en súplica la invitación del Señor: «Oh Dios —tú, para quien nada es imposible— ábrenos a la escucha de tu Hijo», lo que significa: cólmanos de tu Espíritu de amor, para que no perdamos el ánimo, sino que le sigamos a lo largo del camino de la cruz, hasta el Calvario.

Así como Jesús alcanzó en la oración la fuerza para obedecer al Padre, así también el discípulo, a través de la oración, se vuelve capaz de intuir y de realizar todo lo que en su existencia es participación en la misión salvífica del Siervo de Dios.

En el momento de nuestro bautismo, recibimos como regalo una lámpara encendida, para que sea luz en nuestro camino y nos ayude a no perdernos en las tinieblas del miedo. Si no la ponemos bajo el celemín (cf. Mt 5,15), podremos acoger de día en día en nuestra vida el misterio de la cruz, o sea, la obediencia que crucifica en nosotros al hombre viejo y hace sitio al crecimiento del hombre nuevo, que es Cristo (A. M. Cánopi, La parola diventa preghiera, Cinisello B. 1992, pp. 62ss).