Jesús ora por la custodia
de los discípulos

(Jn 17,11 b-26)


En aquellos días, dijo Jesús: 11b Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, como tú y yo somos uno.

12 Mientras yo estaba con ellos en el mundo, yo mismo guardaba, en tu nombre, a los que me diste. Los he protegido de tal manera que ninguno de ellos se ha perdido, fuera del que tenía que perderse para que se cumpliera lo que dice la Escritura. 13 Ahora, en cambio, yo me voy a ti. Si digo estas cosas mientras todavía estoy en el mundo, es para que ellos puedan participar plenamente en mi alegría.

14 Yo les he comunicado tu mensaje, pero el mundo los odia, porque no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. 15 No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno. 16 Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. 17 Conságralos en la verdad; tu palabra es la verdad.

18 Yo los he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí. 19 Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos sean consagrados en la verdad. 20 Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por todos los que creerán en mí por medio de su palabra.

21 Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado. 22 Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros. 23 Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta y el mundo pueda reconocer así que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí. 24 Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo.

25 Padre justo, el mundo no te ha conocido; yo, en cambio, te conozco y todos éstos han llegado a reconocer que tú me has enviado. 26 Les he dado a conocer quién eres y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos y yo mismo esté en ellos.

 

LECTIO

Se trata de la segunda parte de la oración de intercesión dirigida por Jesús al Padre. Esta oración tiene como objeto la custodia de la comunidad de los discípulos que sigue en el mundo. El fragmento se divide en tres secciones: empieza con el tema del contraste entre los discípulos y el mundo (vv. 1 lb-16), viene después el de la santificación de éstos en la verdad (vv. 17-19) y acaba con la oración por todos los futuros creyentes (vv 20-26).

En las dos primeras secciones, Jesús se ocupa, sucesivamente, de varios temas: la unidad de los suyos (v l 1 b), su custodia (con la excepción «del que tenía que perderse» [v 12]), la preservación del maligno y del odio del mundo (vv. 14ss) y la santificación de los discípulos (vv. 17-19). Ora así al Padre, a quien ha llamado «santo» (v 11 b), que haga también santos en la verdad a los que le pertenecen. La petición de Jesús -«conságralos en la verdad» (v. 19)- significa custodiar a los discípulos en el templo de la paternidad con una vida filial modelada a partir de la de Jesús, significa hacerles participar, como auténticos hijos del Padre, en la intimidad de vida y de comunión con Dios a través de Cristo. En efecto, Jesús es el único camino que conduce al discípulo a la vida filial con el Padre (cf. 14,6).

Así como la misión de Jesús se deriva de la vida de comunión y de amor entre el Padre y el Hijo (cf. 3,16), la misión de los discípulos (v 18) brota de la intimidad entre Jesús y los suyos. Los discípulos, por consiguiente, tienen la tarea de prolongar en el mundo la misma misión de Jesús. Ahora bien, ellos, expuestos al poder del maligno, para cumplir su misión necesitan no sólo la protección del Padre, sino también la obra santificadora de Jesús (v. 19).

En la sección final de la oración del Hijo al Padre se ensancha el horizonte: tras una invocación general (v 20), Jesús ora por la unidad de los creyentes (vv. 21-23) y, después, por su salvación (vv. 24-26). Aquí no se trata ya de la comunidad de sus discípulos, sino de todos los que en el futuro crean en él por medio de la palabra y la predicación de los primeros discípulos. Es la «palabra» la que crea la unidad en el amor entre los creyentes de todos los tiempos y los primeros discípulos. Por medio de ella nace la fe y se establece en el corazón de cada creyente la existencia vital de Dios, que hace al hombre contemporáneo de Cristo. Este proyecto que ha suscitado Dios en la historia por medio de Jesús es el signo de su amor de Padre hacia todos los seres humanos.

 

MEDITATIO

El Concilio Vaticano II ha expresado el sentido último de la vida religiosa como la consecución de la «perfecta caridad». Con todo, aunque la expresión se remonta al Nuevo Testamento (Col 3,14), evoca asimismo los razonamientos de aquellos a quienes Lutero llamaba «los sofistas», es decir, los razonamientos de los teólogos escolásticos. Jn 17,10-26 expresa, en cambio, en estado puro, el sentido de la actividad de Jesús, de la redención y, en consecuencia, de la meta de toda experiencia cristiana. Se trata de palabras dirigidas a todos pero que, al mismo tiempo, indican el fundamento último de la vida consagrada.

La «huida del mundo», que tanto ha caracterizado el vocabulario de la vida monástica y religiosa, se basa en la revelación de un mundo que no cree e incluso en la aparición de un misterioso personaje denominado «hijo de la perdición». La «fuga mundi» fue superada, sin embargo, por el hecho de que los discípulos no son arrebatados del mundo, sino que se quedan en él; más aún, son enviados al mundo «para que el mundo crea» al ver en los discípulos el amor del Padre. La vida consagrada, como realización parcial, aunque auténtica, de la Iglesia, no puede, en último extremo, más que vivir este amor y manifestarlo.

La comunidad, que se articula en diferentes ámbitos de la vida consagrada, encuentra su sentido último en el hecho de ser una sola cosa como Jesucristo en el Padre. Esto es lo que se realiza en la liturgia y en la oración personal, en la escucha común de la Palabra, en la caridad activa. Es ésta una referencia sobre la que siempre es preciso volver, puesto que la comunidad religiosa tiene también valores históricos e institucionales que, en cierto sentido, la mantienen en pie, por lo que si en la comunidad religiosa no se es uno en el Padre como Cristo, el riesgo consiste en trabajar para mantenerse ellas mismas.

La «consagración», palabra que en los discursos sobre la vida religiosa suele ir acompañada del adjetivo «particular» o «especial», tiene su sentido último en la santificación. La santificación es el sentido literal, originario y primero del término «consagración». Esta santificación se fundamenta en la misma fidelidad del Padre, en su palabra, en la revelación y redención de Cristo.

Por último, todavía hasta hoy la vida consagrada y las obras apostólicas pueden y deben remontarse a la oración de Jesucristo por los que creerán. Lo cual no es un sello de eternidad sobre formas de vida religiosa, casas e instituciones, pero permanece la garantía y la gracia de cumplir hoy la obra de Dios (Jn 6,29).

 

ORATIO

Padre santo, atráenos a Jesús, el Hijo unigénito que enviaste al mundo (Jn 6,44), para que también a nosotros nos diga algo la oración de tu Hijo, para que podamos repetirla como nuestra. Tú sabes que a menudo no llegamos a ti, complacido por entretenernos con tantos intermediarios y preocupados por poner a punto las dificultades que nos angustian y los deseos que nos atraen.

Padre santo, haz que ninguno de nosotros llegue a ser hijo de la perdición, sino que todos sigamos siendo tus hijos en el Hijo unigénito. Santifícanos en aquella verdad que no puede encerrarse en nuestra pequeña comprensión, sino que es tu fidelidad, tu palabra, tu Hijo.

Padre santo, que, a diferencia de muchos que nos han precedido, nosotros no tendamos a huir del mundo: haznos testigos de tu amor en el mundo, «para que el mundo crea». Frente a las tristezas y las angustias de la crónica del mundo, o simplemente como alivio del peso de la jornada y del calor (Mt 20,12) que oprimen a nuestras comunidades, concédenos cada mañana ese rocío que es la plenitud de la alegría de Cristo.

 

CONTEMPLATIO

Señor Dios omnipotente:

Padre de tu amado y bendecido siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de ti, Dios de los ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la casta de los justos, que viven en presencia tuya:

Yo te bendigo,
porque me tuviste por digno de esta hora,
a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo
para resurrección de eterna vida, en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo.

¡Sea yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable,
conforme de antemano me lo preparaste
y me lo revelaste y ahora lo has cumplido,
Tú, el infalible y verdadero Dios.

Por lo tanto, yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico,
por mediación del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo amado,
por el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y en los siglos por venir. Amén.

(«Martirio de san Policarpo», XIV, 1-3, en Padres apostólicos, BAC, Madrid 21968, pp. 682-683).

Dios pierde a uno porque desespera del perdón con su desconfianza. Por eso se dice en el salmo: «Dispersarás por la tierra su fruto y su simiente de los hijos de los hombres, puesto que se han plegado al mal contra ti» (Sal 20,1). Se pliegan al mal contra Dios aquellos que no esperan en la divina misericordia ni creen poder obtener la remisión de sus pecados, y Dios manda a la ruina el fruto de su obra y su trabajo. Por lo cual con razón se interpreta a Judas como hijo de la perdición (cf. Jn 17,12), dado que, desconfiando de la piedad divina, se colgó. Se dice también que «su semilla» se disperse «por los hijos de los hombres», por el hecho de que este pecado no es creación del hombre, sino del diablo, que lo siembra «en los hijos de la desconfianza» (Buenaventura de Bagnoregio, Sermoni domenicali, XLVI, 12).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Padre, les he dado a conocer quién eres y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos y yo mismo esté en ellos» (Jn 17,26).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Al comparar el cristianismo con las religiones del mundo oriental, podemos preguntarnos: nosotros, como niños mimados por la Palabra de Dios que se ha revelado, ¿no habremos dejado de realizar ciertos esfuerzos, y en particular el esfuerzo de escuchar el silencio en el fondo de nosotros mismos, que es el silencio del Padre? Para decirlo con otras palabras: ¿no habremos entrado demasiado ruidosamente en la palabra del Hijo, hasta el punto de haber dejado de percibir el silencio del Padre, que también es oración y fuente de fecundidad?

No se trata sólo de la desatención al silencio, como condición de una auténtica escucha, sino aún más de la negligencia respecto al origen de donde proviene y a donde se dirige la Palabra, de la negligencia respecto al Padre, de quien viene el Hijo y hacia el que Hijo retorna. La liturgia no puede celebrar al Hijo, su encarnación y su pascua, si olvida lo que es propiamente el Hijo: Aquel que viene del Padre y Aquel que vuelve al Padre. Y siempre es este retorno el que cualifica el aspecto pneumatológico de la liturgia, así como de todo lo que tiene que ver con la fe. ¿Quién puede impulsar al Hijo hacia el Padre, a no ser el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo? ¿Y quién puede impulsar a los creyentes?

Podemos preguntarnos, sin embargo, cómo y dónde se impulsa a los creyentes hacia el Padre. Si, para obtener una respuesta, nos dirigimos a la celebración litúrgica, es preciso reconocer que hay algo de connatural entre celebración y Trinidad, una perspectiva -por así decirlo- doxológica de la Trinidad. Y, por otra parte, es preciso reconocer en el modo de ser de la celebración una disposición interna que la cualifica como retorno al Padre (G. Bonaccorso, II rito e I'altro, Ciudad del Vaticano 2001, p. 85).