El lavatorio de los pies: una vida
según la lógica del servicio

(Jn 13,1-5)


1 Antes de la fiesta de la Pascua, Jesús, sabiendo que había llegado la hora de dejar este mundo para ir al Padre, y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. 2 Estaban cenando y ya el diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a Jesús. 3 Entonces Jesús, sabiendo que el Padre le había entregado todo y que de Dios había venido y a Dios volvía, 4 se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. 5 Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura.

 

LECTIO

Con el capítulo 13 se abre la segunda parte del cuarto evangelio (13,1—20,31): se trata de una introducción no sólo al episodio del lavatorio de los pies, sino a la pasión, muerte y resurrección del Señor. El comienzo es solemne y elevado, casi como la estrofa de un himno que contempla el retorno de Jesús al Padre, portal de entrada a la contemplación del misterio de Dios. El v 1, por la riqueza de los temas que contiene, es una síntesis de la teología joánea: la Pascua, la conciencia de Jesús, la hora, el paso al Padre, el amor a los suyos y el «extremo final» hasta las últimas consecuencias del don de la vida. Por otra parte, introduce al lector en el gesto sencillo y humilde del Maestro que lava los pies a los discípulos. Realiza este gesto familiar, cargado de significado, durante la cena. Sólo Jesús conoce los acontecimientos y también el corazón de los hombres, y sabe quién le va a traicionar. Al amor del Señor por los discípulos se opone el cierre de Judas. El Maestro está dispuesto a todo, incluso a arrodillarse ante aquel en quien ha entrado Satanás. En toda su acción se relee un deseo que es delicadeza de amor y disponibilidad al servicio.

El gesto de Jesús, que lava los pies a los discípulos -un gesto desconcertante, porque pone al revés las relaciones entre Maestro y discípulos-, es tal especialmente en el plano religioso, porque muestra a un Dios que sirve al hombre. El que viene de Dios y vuelve a Dios se pone al servicio del hombre, hasta del hombre que se le opone (como Judas), y se hace humilde y disponible: el gesto de lavar los pies no esconde la divinidad de Jesús, sino que la manifiesta. Como el Maestro se pone de rodillas ante los suyos, así se pliega también bajo el peso de la cruz. Del mismo modo que se rebaja para servir a los suyos, así la elevación a la cruz revelará su amor por cada hombre, la prontitud para restituir la humanidad redimida al Padre.

El lavatorio de los pies indica bajo qué aspecto hemos de considerar el gesto humilde de Jesús; simboliza la «hora» de Cristo, esto es, la entrega suprema de su vida en favor de sus amigos, con la muerte humillante de la cruz. El gesto de Jesús -expresado con el uso de los verbos que indican la acción de «deponer» (tithénai) y de «retomar» (lambánein) tanto la ropa como la existencia (cf. 10,11.15.17ss)- muestra el signo de la vida de humillación que ha elegido para volver al Padre. Este camino es el que deben recorrer la comunidad cristiana y todo discípulo que vive en el mundo.

 

MEDITATIO

La perícopa, rica en profundos significados para cada creyente, lo es en particular para quien se ha entregado al Señor en la vida consagrada. Como portal solemne de entrada a la contemplación del misterio pascual de Jesús, es una invitación dirigida a la persona consagrada para que entre en ella a fin de tener un contacto existencial profundo con la persona de Cristo. Pues es este contacto, lo más vital posible (y no una requetesabida cognición intelectiva del texto sagrado), lo que la persona consagrada necesita absolutamente.

Así, precisamente la conciencia de Jesús, el hecho de «saber» que ha llegado la hora «típicamente» suya, estimula el corazón de quien se consagra a Dios. Lo estimula despertándole de una vida deslizada a menudo hacia la costumbre, acechada por el formalismo religioso, por el discurrir de los días tal vez encallados en la aridez, en la comodidad, en el interés personal, en el desamor. Aquí está: la «hora» de Jesús es la hora-cumbre del amor.

En realidad, la persona consagrada es precisamente la que se deja provocar continuamente por este amar otras orillas, otras medidas. El amor, en su dimensión contemplativo-vital, es este «saber» del corazón, este darse cuenta siempre de nuevo de que un amor loco quiere despertarse de la falta de sentido, de lo rutinario y de las adhesiones absurdas. Me despierto a este amor de Dios por mí, a este increíble amarme él en primer lugar, hasta esta medida más allá de toda medida. Y miro a la cara, con corazón firme, también mi «hora»: es decir, mi llamada a dar la vida, a darla en mi vida diaria, que tal vez sea en sí misma gris y monótona, pero que queda transfigurada precisamente por el hecho de que mi «hora» -todas mis «horas»- la sumerjo en el fuego-esplendor de su «hora» de infinito amor redentor y, en consecuencia, transfigurador.

Lo que el texto pone de relieve es el contraste entre el tenebroso propósito de traicionar al Señor, que habita ya en el corazón de Judas, y el luminoso señorío de Cristo sobre los acontecimientos, las cosas y los hombres que el Padre ha puesto en sus manos y que ahora, con él, vuelven al Padre. Y precisamente en este contraste está invitada a entrar vitalmente la persona consagrada. Sí, también a ella la acecha la tentación. Y tal vez sea ella precisamente la que va a «traicionar», dejando que se ofusque la figura de Cristo en el discurrir, frecuentemente agitado, de los días y de las cosas que debemos hacer. Sin embargo, es Jesús y el poder de su misterio pascual el que preside su vida. Si el corazón se vuelve a la potencia, al estupor de su grandeza, de su ser por excelencia Aquel que salva amando hasta el extremo, entonces todo cambia.

 

ORATIO

Te ruego, Señor mío, que me hagas consciente, en el corazón, de tu amor al mundo -de tu amor por mí-«hasta el extremo».

Lo que más necesito para realizarme como persona consagrada es que esta realidad se convierta en una profunda conciencia interior en mis jornadas: en las fáciles y todavía más en las difíciles. Que sea entonces, Señor, precisamente entonces, tu Espíritu el que me ilumine. Que yo comprenda en él cómo mi vida consagrada puede cambiar y dar un salto cualitativo, si los ojos de mi corazón vuelven a buscarte continuamente a ti y a buscar tu presencia dentro de mí. Y no sólo esto; también debo dejarme impregnar por tu asumir, respecto a los tuyos, no la actitud del Maestro que tiene poder, sino la del que sirve hasta con el gesto más humilde: el de lavar los pies.

Tú, oh Señor Jesús, en cuyas manos ha puesto el Padre el cielo y la tierra y todo lo que respira, concédeme respirar, en mi intimidad, el soplo vivificante de tu amor que excede toda medida, para que también viva yo como tú mi «hora». Concédeme vivirte a ti y la «hora» de entregarme con la absoluta gratuidad de un amor-servicio, en el que mi vida consagrada tenga sentido y resplandezca de tu don infinito de muerte y de resurrección.

 

CONTEMPLATIO

Nuestro Señor guió a los Doce y los condujo a casa para lavarles los pies (cf. Jn 13,5ss; 14ss). Les asignó sus sitios y después se levantó para servirles como amigo. Derramó la benéfica agua y llevó la jofaina, tomó un paño y se lo ciñó al costado. Vi cómo los lavó lleno de alegría y con gesto sereno les servía. Les limpió las huellas de la fatiga y del cansancio y les reforzó para caminar por la calle [...].

Entonces se dirigió a Simón, pero el corazón de éste se inquietó. Se levantó y le imploró: «Los ángeles en el cielo cubren sus pies por temor (Is 6,2), ¿y tú, oh mi Señor, has venido para coger los pies de Simón con tu mano y servirme? ¡No me pongas en este aprieto! Los serafines no se atreven a tocar el borde [de tus vestidos], y mira, tú lavas los pies de un hombre miserable. Tú, oh Señor, quieres lavar mis pies. ¿Quién podría oír esto sin espantarse? Puesto que soy un hombre pecador. Oh Señor, esto no puede suceder».

«Si esto no puede suceder, entonces no tendrás ninguna parte conmigo en el trono. Si esto no puede suceder, entonces devuélveme las llaves que te he confiado. Si esto no puede suceder, entonces se te quitará también el señorío (cf. Mt 16,19). Si esto, como dices, no puede suceder, entonces tampoco podrás experimentar ninguna participación en mi cuerpo». Entonces Simón empezó a implorar y a decir al Benigno: «Oh Señor, no me laves sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». «Simón, Simón, sólo hay un baño para todo el cuerpo en el agua santa». Terminó la operación del lavatorio y les ordenó por amor: «Fijaos, discípulos míos, cómo os he servido y la obra que os he prescrito. Mirad, yo os he lavado y limpiado; así que apresuraos. Caminad sin miedo por encima de los demonios y sin asustaros sobre la cabeza de la serpiente. Caminad sin temor. Sembrad el Evangelio por las tierras e injertad el amor en los corazones de los hombres. Mirad, yo, que soy vuestro Dios, me he rebajado y os he servido para prepararos la Pascua perfecta hasta alegrar la cara de todo el mundo. Id también vosotros y aprended a ser "siervos" por amor» (de un antiguo himno sobre El lavatorio de los pies).

 

ACTIO

Repetiré muchas veces durante el día esta invocación:

«Jesús, haz que yo llegue a ser por ti y como tú siervo por amor»

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Se levantó de la mesa» significa algo muy importante. Significa que los otros dos verbos -«se quitó el manto» y «tomó una toalla y se la ciñó a la cintura»- sólo tienen valor salvífico si parten de la eucaristía. Si antes no hemos estado «en la mesa», hasta el servicio más generoso prestado a los hermanos corre el riesgo de la ambigüedad, nace bajo el signo de la sospecha, degenera en la demagogia fácil y se deshilacha en el filantropismo intrigante, que tiene poco o nada que ver con la caridad de Jesucristo.

Para los consagrados, todo compromiso vital, toda batalla por la justicia, toda lucha en favor de los pobres, todo esfuerzo de liberación, toda solicitud por el triunfo de la verdad deben partir de la «mesa», del trato habitual con Cristo, de la familiaridad con él, del hecho de haber bebido su cáliz con todos los valores de su martirio. En suma, de una intensa vida de oración. Sólo así nuestro vaciamiento se llenará de frutos, nuestras expoliaciones se revestirán de victorias, y el agua tibia que echemos sobre los pies de nuestros hermanos les permitirá recorrer hasta el final los caminos de la libertad.

«Se quitó el manto». No sé si estoy forzando el texto. Pero a mí me parece que con esta expresión del evangelio se ofrece el paradigma de nuestros comportamientos, si quieren situarse en el hilo de la lógica eucarística. Y quien está en la mesa de la eucaristía debe «quitarse el manto». El manto del beneficio, del cálculo, del interés personal, para asumir la desnudez de la comunión. El manto de la mentalidad burguesa, para ponerse las transparencias de la modestia, de la sencillez, de la ligereza. El manto del dominio, de la arrogancia, de la hegemonía, de la prevaricación, del acaparar, para recubrirse con los velos de la debilidad y de la pobreza, sabiendo bien que pauper no se opone tanto a dives como a potens. Debemos abandonar los signos del poder, para conservar el poder de los signos (don Tonino Bello).