La misión de Jesús es cumplir la
voluntad del Padre

(Jn 6,37-40)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 37 Todos los que me da el Padre vendrán a mí, y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. 38 Porque yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. 39 Y su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día. 40 Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en él, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día.

 

LECTIO

La diferente concepción del «signo» divide a los judíos y a Jesús. El Maestro exige una fe sin condiciones en su obra. Los judíos, en cambio, fundamentan su fe en milagros extraordinarios que deben ver con sus propios ojos. No es difícil percibir aquí una viva controversia, surgida en tiempos del evangelista, entre la sinagoga y la Iglesia primitiva sobre la misión de Jesús. Realizar sólo prodigios no es el camino trazado por el Padre, y Jesús no sigue las pretensiones humanas, sino la voluntad de Dios.

La multitud ha visto y escuchado la palabra del Maestro de Nazaret, pero no reconoce en Jesús al Hijo de Dios bajado del cielo, como el maná en el desierto. Con amargura, Jesús denuncia esta difundida incredulidad (v 36), a pesar de que la iniciativa amorosa del Padre se sirve de la obra del Hijo para dar la salvación y la vida (cf. 1,4; 3,14ss; 4,14.50; 5,21.25ss). La comunidad cristiana era consciente de este problema con respecto a la sinagoga y expresa, en sentido contrario, a través de Juan, su profundo vínculo con el Profeta de Nazaret, subrayando que el designio de Dios se lleva a cabo en la acogida que Jesús dispensa a cada creyente. Jesús tomó carne humana no para hacer su propia voluntad, sino la de Aquel que le envió (cf. 4,34; 5,30; 6,38), viviendo en sintonía con el Padre. El plan de Dios es un plan de salvación, y el Padre, al confiarlo al Hijo, proclama que los seres humanos se salvan en Jesús, sin que nadie se pierda. Más aún, el Padre desea que el Hijo «resucite en el último día» (v 39) a aquellos que le ha confiado.

La expresión «último día» que se repite otras veces en este fragmento (6,39.40.44.54), tiene un significado preciso en Juan: se trata del día en que termina la creación del hombre y tiene lugar la muerte de Jesús; el último día por excelencia, cuando se celebrará el triunfo final del Hijo sobre la muerte y todos podremos saborear el agua del Espíritu, entregada a la humanidad (cf. 19,30.34). Entonces Jesús consumará su misión a través de la resurrección y dará la vida definitiva, que tiene su comienzo aquí, en la fe, y su consumación en la resurrección al final de los tiempos. Aquellos que crean en Jesús, Hijo de Dios, no experimentarán la muerte, sino que gustarán una vida de resurrección.

 

MEDITATIO

El Verbo bajó al mundo no para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre, que le envió. Estamos tan acostumbrados a leerlo o decirlo que nos parece algo que damos por descontado el hecho de que Jesucristo cumpla la voluntad del Padre; como si fuera más bien una cosa suya y no nuestra, mientras que a nosotros nos resulta más fácil dirigir la mirada a nuestra voluntad, porque es con ella con la que nos enfrentamos a diario. Nuestra voluntad, tantas veces detenida en lo limitado y en lo inmediato, también ha sido hecha libre por la posibilidad que tiene de entrar en relación con Dios. Sin embargo, nos damos cuenta de que lo que él nos pide no es lo que quisiéramos darle nosotros. Nuestro «sí», nuestra obediencia a él está más ligada a nuestras pequeñas y mediocres medidas que a su petición, que requiere una respuesta de amor, y la medida del amor que no tiene medida. Todo depende así de quién y qué pongamos en el centro: al Otro con su voluntad de amor, con su proyecto de amor, o bien a nosotros mismos, con nuestra voluntad y nuestros proyectos de corto alcance, de círculo cerrado, que, en vez de llegar a él, que es manantial y fuente de amor, provienen de nuestras mortíferas cisternas agrietadas.

Jesús, pues, con sus palabras, nos recuerda una realidad importante: no somos nosotros los que vamos a él, sino que es el Padre quien nos confía al Hijo. Es una iniciativa suya, es un don irrevocable el hecho de ser puestos en manos del Unigénito. Aunque la voluntad del Padre para con nosotros es única -voluntad absoluta, de amor, voluntad-amor-, a pesar de todo pide nuestro consentimiento: «al que venga a mí...», es decir, al que crea en mí... Así, no se trata de que «debamos» ir a Jesús, creer en él, adherirnos a él, sino que se trata de que «queramos» ir, creer, adherirnos a él poniendo nuestra voluntad en la única voluntad que es la voluntad de amor del Padre. Y se debe a esta única y sola voluntad que no sólo queramos obedecer con nuestro «sí» a los mandamientos, preceptos, consejos, sino que abracemos la voluntad del Padre en los acontecimientos, en la rutina, a veces pesada, de las cosas de costumbre, de las actividades de costumbre que se desgranan una tras otra, día a día.

Ahora bien, no las hacemos solos. Las hacemos con Jesús, el Obediente que bajó del cielo, que se sumergió en la humanidad porque lo pedía el Amor. Y es el mismo Amor el que nos pide que sigamos las huellas del Hijo, que tengamos sus sentimientos, para aprender de él cómo sumergirnos en la totalidad de lo que es humano y llevarlo con el Padre.

 

ORATIO

Dios grande y misericordioso, que has creado el mundo y lo custodias con inmenso amor, tú velas como Padre sobre todas las criaturas y reúnes en una sola familia a los hombres creados para gloria de tu nombre, redimidos por la cruz de tu Hijo, marcados por el sello del Espíritu.

Cristo, tu Palabra viva, es el camino que nos guía a ti, la verdad que nos hace libres, la vida que nos llena de alegría. Por medio de él te elevamos el himno de acción de gracias por los dones de tu benevolencia.

 

CONTEMPLATIO

Ningún hombre espiritual ignora que el amor de Dios no debe ser juzgado según afectos momentáneos que no dependen lo más mínimo de nuestra voluntad, sino más bien según la calidad estable de nuestra voluntad. A buen seguro, amar a Dios es esto: unir nuestra propia voluntad a la de Dios, de tal modo que la voluntad humana consienta a todo lo que prescribe la voluntad divina y de tal modo que no haya otra razón para querer esto o aquello sino el saber que él lo quiere. En efecto, la voluntad no es otra cosa más que el amor, y los actos de la voluntad buenos o malos no son más que buenos o malos amores. Por último, la misma voluntad de Dios no es más que su amor, que no es, a continuación, más que su Espíritu Santo, que difunde la caridad en nuestros corazones [...].

Este amor tiene su comienzo, su crecimiento, su perfección. Por eso, el hecho de sentir simples emociones no es amar a Dios. Una cosa es, en efecto, cansarnos con todas nuestras fuerzas ardiendo en el deseo de la dulzura de la miel, y otra cosa es infundir miel en los labios de alguien que ni la busca ni la quiere. Aquél no experimenta ningún gusto y, sin embargo, ama; éste no ama y, sin embargo, experimenta gusto. Para usar palabras más sencillas y más fáciles de entender: de quien hace lo posible para poseer a Dios, obedeciendo sus mandamientos y viviendo de manera sobria, piadosa y justa según los preceptos del Evangelio, debemos decir que ama a Dios, aunque no encuentre ninguna dulce emoción. En cambio, de quien experimentara todos los días alguna emoción y, no obstante, prefiriera sus caprichos a la voluntad divina, deberíamos pensar no que ama a Dios, sino sólo que siente cierto gusto por la divina misericordia (Elredo de Rievaulx, El espejo de la caridad, II, 18, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«En tus normas tengo mis delicias, no echo en olvido tu palabra» (Sal 119,16).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Confiemos en Dios, pero confiemos sin límites. Tengamos confianza en que, si nos preocupamos sólo de cumplir su voluntad, no nos sucederá ningún verdadero mal, aunque tuviéramos que vivir en tiempos mil veces más difíciles que los actuales. No nos olvidemos nunca de repetir con Jesús en el huerto de los olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Y si, como sucedió en el huerto de los olivos, Dios considerara oportuno no dar efecto a nuestra petición y enviarnos un cáliz para beberlo hasta la última gota (cf. Jn 18,11), no olvidemos que Jesús no sólo sufrió, sino que después resucitó también gloriosamente, y que nosotros tendemos también a la resurrección a través del sufrimiento. Es más, nos apegamos demasiado a esta tierra miserable: ¿que sucedería si de vez en cuando no debiéramos pincharnos con alguna espina? Si así fuera, es posible que nos vinieran deseos de construirnos un paraíso sobre esta tierra de polvo y de fango.

Confiemos, pues, confiemos ilimitadamente en Dios a través de la Inmaculada, y busquemos, según las posibilidades de nuestra mente y de nuestras fuerzas, poner remedio, pero con serenidad, volviendo a poner nuestra confianza en la Inmaculada y poniendo siempre la voluntad de Dios por encima de la nuestra. Entonces, las cruces se volverán para nosotros —como precisamente es justo que sean— escalones para la felicidad de la resurrección en el paraíso (M. Kolbe, Gli scritti di Massimiliano Kolbe, eroe di Oswiecim e beato della Chiesa, Florencia 1978, n. 1264).