Espíritu y libertad
(Gal 5,16-26)
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En cuanto a las consecuencias de la carne, son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, 20 idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, 21 envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Los que hacen tales cosas -os lo repito ahora, como os lo dije antes- no heredarán el Reino de Dios.22 En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, 23 mansedumbre y dominio de sí mismo. No hay ley frente a esto. 24 Ahora bien, los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne junto con sus pasiones y apetencias. 25 Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu. 26 No seamos vanidosos, provocándonos y envidiándonos unos a otros.
LECTIO
Esta invitación a vivir según el Espíritu forma parte de una exhortación moral de carácter general que Pablo dirige a los cristianos de Galacia antes de concluir su carta (5,13—6,10). El apóstol desarrolla en su discurso dos temas válidos en cualquier circunstancia de la vida: amor y libertad (5,13-15), espíritu y libertad (5,16-26), a los que siguen algunas exhortaciones prácticas calificadas como «ley de Cristo» (6,1-10). Los dos temas mencionados no hacen más que explicitar el único tema central de la exhortación: la vida de libertad de los cristianos, guiados por la ley del Espíritu.
En los vv. 16-26, la ley, que por sí sola es incapaz de dar la vida (cf. 3,21), se revela como una auténtica fuerza capaz de conducirnos a donde no queremos. En el texto se llama a esta fuerza irresistible «carne» y se la contrapone a una fuerza superior, la única capaz de hacerle frente, esto es, el «Espíritu». Este, a diferencia de la ley, habita en el interior de nuestro corazón y ahí es precisamente donde da fruto. La ley de por sí no se opone a los frutos del Espíritu, pero la persona que vive bajo este influjo activo y cargado de energías positivas ya no tiene necesidad de la ley. La carne y el Espíritu no son dos partes del ser humano que se opongan en sentido platónico, sino dos principios operativos que se disputan el primer puesto en el corazón de la persona.
Los «deseos de la carne» y los «deseos del Espíritu», por tanto, designan dos orientaciones divergentes de toda la persona, que se traducen en obras y en frutos respectivamente. Las quince «obras de la carne» abarcan todas las pasiones del hombre abandonado a sí mismo y a sus debilidades (no exclusivamente la de naturaleza sexual, como se acostumbra a decir). El «fruto del Espíritu» -en singular, porque es considerado como un todo- expresa, en cambio, quince actitudes del corazón, empezando por la caridad con todas sus distintas manifestaciones (cf. 1 Cor 13,4-7). Debemos señalar que mientras que todas las obras de la carne se refieren a algún mandamiento del decálogo, el fruto del Espíritu representa una superación sin par de todos los mandamientos (cf. Mt 5,21-48).
Por último, se pone en relación la ley del Espíritu con Cristo: los cristianos, gracias a la estrecha unión con Cristo establecida en el bautismo, están en condiciones de crucificar su debilidad (la «carne», precisamente) y vivir según el Espíritu del Resucitado.
MEDITATIO
La vida consagrada se encuentra constantemente «a tiro» de dos tentaciones: la de un espiritualismo desencarnado, la de retirarse al pequeño huerto de las devociones desconectadas de la vida, y la de -tal vez más frecuente hoy- un insensato activismo que considera que la comunidad religiosa debe ser un receptáculo de todo: iniciativas sociales y asistenciales, encuentros pseudoculturales, organizaciones turístico-religiosas, ferias benéficas o semejantes. Meditar el texto de Pablo a propósito del «fruto del Espíritu» hace «saltar», literalmente, todo esto. Porque el mismo Espíritu Santo, invocado con el corazón, guía a descubrir en el fondo cuáles son los elementos en los que se apoya la vida consagrada y, por consiguiente, la persona y la comunidad que pertenecen al Señor.
Pablo acaba de poner el dedo en la llaga de ciertos desarreglos a los que llama «obras de la carne». El fruto del Espíritu, por el contrario, conduce al corazón de la ética neotestamentaria y también a una propuesta, extremadamente actual, de refundación de la vida consagrada. ¿Qué es, en efecto, sustancialmente el «fruto» del Espíritu, sino el misterio de Cristo, su dimensión de árbol de vida en el que están injertados el consagrado, la consagrada, llamados a vivir su bautismo hasta la radicalidad de los votos de castidad, pobreza y obediencia? Gracias a este divinizante «injerto» «fructifica» la persona, da frutos de vitalidad en su vida espiritual, ardor esponsal en su relación con Cristo e impulso en su misión apostólica. Las que Pablo enumera aquí son, sustancialmente, las actitudes de una persona que va siempre más adelante, liberándose de las presiones del egoísmo, porque está guiada y vivificada por el Espíritu Santo. De aquí procede la fascinación que ejerce una personalidad armoniosa, unificada en el ámbito físico-psíquico-espiritual.
El fruto que da la persona consagrada es sobre todo amor; no por casualidad es el amor la primera de las actitudes indicadas aquí. Los que vienen después marcan la vitalidad del Reino de Dios en nosotros y sus expresiones inmediatas: la paz y la alegría. ¿Y no son precisamente éstas las condiciones fundamentales para que la persona consagrada viva una vida satisfecha y, por consiguiente, serena e irradiante?
«Paciencia, bondad y benevolencia» constituyen, a continuación, el tejido conectivo de las relaciones que el consagrado y la consagrada están llamados a vivir. Es un hecho: el estilo de quien vive la «fructificación» de estas actitudes en el Espíritu Santo es totalmente nuevo. Se trata de un modo de ser cautivador, al calor de una verdad y profundidad de relaciones que la «fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» aseguran como verdaderos y, en consecuencia, portadores de una propuesta para la persona que los vive y para un mundo que está cambiando.
En verdad, este dar fruto en el Espíritu es vida que se renueva de continuo, «algo fascinante, bello, alegre, sabroso como un fruto. Estas actitudes nacen del árbol del Espíritu. Nosotros los vivimos, pero es el Espíritu quien los produce en nosotros» (C. M. Martini).
Respirando estas certezas es como la persona se realiza: como hombre, como mujer, como persona consagrada.
ORATIO
Oh Espíritu Santo,
tú eres el Amor sustancial
del Padre y del Hijo
y el «don» por excelencia que el Padre concede siempre
a quien ora con corazón humilde y perseverante.
Ven, pues, y derrámate ampliamente en mí.
Concédeme vivir a Cristo,
injertado en él por el bautismo
y la radicalidad de mis votos
de castidad, pobreza y obediencia.
Concédeme, oh Espíritu, dejar
que Cristo oriente mis pensamientos y mi acción,
«fructificando» cada día novedad de amor.
Que al percibirme
amado por el Padre, por el Hijo y por ti,
oh Espíritu Santo, pueda consolidarse mi persona
en la paz e irradiar la alegría.
Que dentro de la simplificación de mi vivir,
pueda instaurar yo siempre mis relaciones
como novedad de amor dado del todo.
Concédeme, pues,
dar frutos
de
Te doy gracias, oh
Espíritu de amor,
porque quieres concederme fructificar a Jesús
en mi vida consagrada.
Que él sea la
alabanza del Padre en mis días.
Que él sea mi pensamiento y mi acción,
mientras me ofrezco como don a los hermanos.
CONTEMPLATIO
Carísimos: todos nosotros hemos glorificado ampliamente al Señor, que ha convertido a él nuestros corazones, porque hemos intentado revestirnos de las obras propias del hábito que llevamos, del nombre que se ha pronunciado sobre nosotros y de la ley que hemos prometido observar fielmente ante Dios y ante los hombres. Tengamos confianza, porque así como el Señor, en su misericordia, nos ha despertado del sueño de la muerte, así, en su bondad, nos hará también «herederos de las promesas» (cf. Rom 15,2) que hizo a los santos. Por eso, permanezcamos vigilantes, custodiemos el don que hemos recibido sin haber hecho nada para merecerlo. Esforcémonos con todo el corazón por caminar en obediencia a toda la ley de la comunidad, apaguemos las contiendas, la maledicencia, la mui niuración, con el poder del Espíritu Santo.
Estemos preparados para heredar las promesas que Dios nos hizo si observamos sus preceptos, si nos purificamos de toda impureza de la carne y del espíritu, si observamos una pureza perfecta en el temor de Dios, si en nada somos escándalo para nuestro prójimo ni con palabras ni con obras, si somos perfume de Cristo (cf. 2 Cor 2,15) para los de fuera (cf. Col 4,5; 1 Tes 4,12), a fin de que «al ver nuestras buenas obras, den gloria a nuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
Renovémonos, pues, con los frutos del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22), para aparecer en el mundo como astros brillantes y para que todos los que nos miren sepan que somos la estirpe bendita de Dios al ver nuestra fe, nuestra sabiduría, nuestra seriedad en todo, nuestra humildad, nuestro hablar sazonado con sal en la ciencia de las Escrituras (cf. Col 4,6) y nuestro amor a Dios (Teodoro, «Catechesi terza», en Pacomio e i suoi discepoli. Regole e scritti, Magnano 1988, pp. 298ss, passim).
ACTIO
Medita con frecuencia y vive hoy esta Palabra:
«Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu. No seamos vanidosos, provocándonos y envidiándonos unos a otros» (Gal 5,25ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
En la expresión «frutos del Espíritu», Espíritu no se refiere tanto al Espíritu Santo en sí mismo como al principio de la nueva existencia, o también al hombre que se deja guiar por el Espíritu (por tanto, sería igualmente correcto escribir espíritu con minúscula). Es como si el apóstol dijera: éstas son las obras del que vive según la carne y éstos son los frutos del que vive según el espíritu.
El sujeto es, a buen seguro, el Espíritu Santo, pero no solo. A diferencia de los carismas, que son obra exclusiva del Espíritu, que los da a quien quiere y cuando quiere, los frutos son el resultado de una colaboración entre la gracia y la libertad. Son los productos que la tierra de nuestra libertad proporciona cuando recibe el rocío del Espíritu. Son, por consiguiente, precisamente lo que entendemos hoy por virtud, si le damos a esta palabra el sentido bíblico de un actuar de manera habitual «según Cristo» o «según el Espíritu» [...].
Algo más: a diferencia de los dones del Espíritu, que son diferentes de una persona a otra, los frutos del Espíritu son idénticos para todos. No todos en la Iglesia pueden ser apóstoles, profetas, evangelistas, pero todos indistintamente -desde el primero al último- pueden y deben ser caritativos, pacientes, humildes, pacíficos.
Los frutos del Espíritu son frutos «cristológicos», esto es, expresan una estrechísima relación con Cristo. Jesús había dicho:
«El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto» (Jn 15,5), y también: «Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto en abundancia» (Jn 15,8). Para Pablo, mostrar los frutos del Espíritu, «tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2,5) y revestirse de Cristo (cf. Rom 13,14) son expresiones que se refieren a la misma realidad fundamental. Jesús es la vid, el Espíritu es la savia gracias a la cual los discípulos, que son los sarmientos, dan mucho fruto. Cristo -dice un antiguo autor espiritual- cultiva el alma para que produzca «los buenos frutos del Espíritu». Con el instrumento de la cruz, labró el alma árida e incultivada y plantó en ella el jardín amenísimo del Espíritu, que produce todo género de frutos suaves y exquisitos para Dios (R. Cantalamessa, El canto dello Spirito. Meditazioni sul «Veni creator», Milán 1997, pp. 332ss [edición española: El canto del espíritu: meditaciones del Veni Creator, PPC, Madrid 1999]).