Perderlo todo, para ganar a Cristo
y configurarse con él

(Flp 3, 7-11)


7
Pero, hermanos, lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. 8 Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo 9 y vivir unido a él con una salvación que no procede de la ley, sino de la fe en Cristo, una salvación que viene de Dios a través de la fe. 10 De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus padecimientos y moriré su muerte, 11 a ver si alcanzo así la resurrección de entre los muertos.

 

LECTIO

El contexto próximo (capítulo 3) de nuestra perícopa es la apelación de Pablo al carácter irreprensible de su conducta como judío, en plena consonancia con los dictámenes de la Ley. Ante los hombres (no ante Dios) sólo podía ser considerado justo.

Es aquí donde aparece la conjunción adversativa del comienzo del v 7 (que vuelve, no por casualidad, en el v 8 y en el v 9). Pablo, «fulminado» por Cristo, con el primer «pero» contrapone un vuelco a las cosas importantes de antes; lo que antes hacía sentirse orgulloso a Saulo -el sentirse «justo», «en su sitio», por observar la Ley-, ahora se le presenta como algo carente de valor; más aún, incluso lo considera como «pérdida».

La segunda conjunción adversativa (v 8) refuerza el carácter de personalísima confesión del apóstol, que, efectivamente, no sólo ha echado por la ventana su modo de situarse dentro de las cosas que antes le parecían de suma importancia, sino que ha llegado a considerarlas como negativas (literalmente, «inmundicia») en comparación con su tendencia a ganar a Cristo, donde «ganar a Cristo» -como explica G. Friedrich- «significa ser transformados en el modo de existir de Jesucristo, de suerte que nos sea posible ser encontrados en él».

En cuanto a la tercera adversativa, se encuentra en el interior del v. 9, dentro de la afirmación que aparece entre los puntos claves de la teología de Pablo: «No tengo mi propia justicia de la Ley, sino la justicia mediante la fe en Cristo». Aquí se encuentra el esplendor de la luz solar: la «justificación», por la que eres salvado, no procede de tus buenas obras en obediencia a lo que prescribe la Ley. La justificación es precisamente como una gran luz que ilumina, calienta y produce novedad de vida en la tierra donde vives. Es un don de Dios: tú no puedes producirla. Sólo puedes recibirla en la tierra del corazón. Y la recibes con la fe, que es precisamente esta apertura a lo que hace el Señor, mediante lo que Jesús obtuvo con su muerte y resurrección. En consecuencia, es la fe la que lleva a cabo en nosotros la justificación, porque introduce en nosotros una energía increíblemente fuerte y con excesiva frecuencia desatendida: el poder de la resurrección del Señor, ligado estrechamente a nuestra participación en sus dolores (cf. Rom 8,17; 2 Cor 1,5) y en su muerte (cf. Rom 6,5; 2 Cor 4,10).

Precisamente, a partir de esta dinámica se abre para nosotros la esperanza de alcanzar también «la resurrección de entre los muertos» (v. 11), que es como decir: se nos ha dado un horizonte de luz infinita al sucederse, a veces gris y oscuro, de nuestros días.

 

MEDITATIO

Hoy ya no existe sustancialmente el dilema de creernos «justificados» por la observancia de la Ley judía en vez de creer con alegría que la salvación viene de Cristo y se realiza con la plena confianza en él. Con todo, precisamente en la vida consagrada, está más viva que nunca la «raíz» de este dilema, con eflorescencias de situaciones que hemos de considerar de frente.

En nuestra vida de personas consagradas del tercer milenio hay muchos valores (además de pseudovalores); en nuestra misión apostólica se nos brindan muchas oportunidades (por ejemplo, de estudio, de aprendizaje). Todo eso está bien, todo puede servir para la centralidad del Reino de Dios. Ahora bien, si estas realidades tienden a ocupar demasiado espacio en mí y se convierten en la razón de mi sentirme seguro en el obrar, entonces debo tomar posición. «Lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo»: ésta es la salida de seguridad cuando lo que es relativo tiende, en mis valoraciones y en mis opciones, a convertirse en absoluto.

El virus que más mella produce hoy en la vida consagrada es dar a modo de matiz lo que debería ser luz fulgurante. Si el «conocer a Cristo» es, en definitiva, dejarme aferrar por él dentro de las más escondidas honduras de mi ser, entonces es verdaderamente su vida, el poder de su resurrección, el que obra en mí. Se trata de dejar las cosas claras. De hecho, ¿deseo pertenecer a Aquel que me eligió y me llamó? Entonces me realizo como hombre, como mujer, como persona consagrada, como religiosa, sólo si el mío es un vivir con él. Si sufro es en comunión con su dolor redentor; si me alegro, obrando en su nombre, lo hago con el poder de su resurrección y por su amor, por ninguna otra cosa del mundo.

En consecuencia, si todo mi ser toma sus energías vitales, paz y alegría, de él, está claro que todo el resto me sirve de estorbo. El uso de cosas no estrictamente destinadas al Reino de Dios, el tener demasiado en cuenta mis dotes o las ayudas que me vienen del exterior (consentimiento de los superiores, instrumentos, apoyos varios) o mi presumir de hacer por encima de lo que puedo, aunque en competición con otros, es deletéreo. Decidirnos a considerar todo esto como una «pérdida» y fijar nuestros ojos en Jesús crucificado y resucitado es liberación y camino verdadero, en la luz.

 

ORATIO

Señor Jesús, aférrame con todo mi ser. Concédeme tu Espíritu. Que me sea luz de verdad para ver con lucidez todo aquello a lo que otorgo una excesiva importancia. Hay personas y cosas, instrumentos y situaciones que me pueden ayudar a realizarme a mí mismo y en la misión que tengo encomendada. Te doy gracias por ellos. Con todo, haz que no sea presa de la ilusión de creerlos indispensables.

Oh Luz de mis días, por el poder de tu resurrección, haz que yo considere como una pérdida todo aquello que quiera sustituir la centralidad del «sublime conocimiento de ti» por la falsa autonomía de una vida egocentrada que pretende salvarse sola, con ayudas que no proceden de ti.

Concédeme, Señor, ser poseído por ti, viviendo asimismo la necesaria participación en tus dolores y en tu muerte, pero con la certeza de «ganarte a ti» y tu resurrección ya aquí y ahora, oh único tesoro de mi existencia, en el tiempo y en la eternidad.

 

CONTEMPLATIO

Tu Espíritu es tu amor, que invade y posee las fibras más íntimas de nuestros afectos y las convierte en raíz, orientándolas a un acuerdo sin reservas con tu amor. Tan fuerte es el vínculo que de ahí resulta, tan total la adhesión, tan intenso el goce de tu dulzura, que tu mismo Hijo, nuestro Señor, lo llama unidad, cuando dice: «Que ellos sean en nosotros una sola cosa» (Jn 17,21); y es tal su dignidad y su gloria que prosigue diciendo: «Como tú y yo somos una sola cosa». Ahora bien, ¿qué puede ser más absurdo que estar unidos a Dios con el amor sin estarlo en la bienaventuranza? Es así: son verdaderamente bienaventurados con una bienaventuranza única y singular, completamente bienaventurados, los que te aman completamente en la verdad [...].

¿Qué significa, en efecto, ser bienaventurado, sino quererte sólo a ti y, en ti, sólo lo que es bueno, y poseer de este modo todo lo que queremos? Pues bien, quererte a ti, quererte con toda la pasión del propio corazón, es amar, amar con un amor exclusivo, puesto que tú no toleras ser amado junto con otras cosas que no sean amadas por ti, sean éstas carnales o espirituales, terrestres o celestes: esto es querer sólo lo que es bueno, esto es poseer todo lo que queremos, dado que te poseemos en la medida en que te amamos (Guillermo de Saint-Thierry, Contemplazione, Magnano 1984, pp. 45ss).

 

ACTIO

¿Considero, efectivamente, todo como una pérdida frente al sublime conocimiento de Jesucristo, mi Señor?

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El conocimiento os hará fuertes como la muerte. Amad a Jesús con generosidad. Amadle con confianza, sin mirar atrás y sin miedo. Entregaos enteramente a Jesús. El se servirá de vosotros para realizar grandes cosas, a condición de que creáis mucho más en su amor que en vuestra debilidad. Creed en él, tened confianza en él con una confianza ciega y absoluta, puesto que es Jesús. Convenceos de que sólo Jesús es la vida y de que la santidad no es otra cosa que el mismo Jesús que vive interiormente en vosotros. Entonces él actuará libremente en vosotros.

Si anhelamos concienzudamente la santidad, tras haber rezado deberá entrar en nosotros un sentimiento de autorrenuncia. Seré santo significa: me despojaré de todo lo que no es Dios; despojaré mi corazón y lo vaciaré de todo lo que no es Dios; viviré en la pobreza y el desprendimiento; renunciaré a mi voluntad, a mis inclinaciones, a mis sueños y a mi fantasía, y me convertiré en un esclavo voluntario de la voluntad de Dios.

Ni siquiera Dios omnipotente puede llenar lo que ya está lleno. Debemos vaciarnos si deseamos que Dios nos colme con su plenitud. No seamos como el joven rico del evangelio. Jesús le vio, le amó, le deseó, pero él había dado su corazón a otra cosa, a sus riquezas. Era rico, joven y fuerte. Jesús no podía llenarle. Y tú no permitas que nada venga a mezclarse con tu amor a Jesús. Tú le perteneces. Nada puede separarte de él. Deja de una vez por todas que el amor de Dios se apodere de tu corazón de una manera total e incondicionada, de suerte que se convierta en tu segunda naturaleza. No permitas que penetre en él nada contrario, haz que se aplique continuamente al crecimiento del amor divino buscando complacerle en todo y no negándole nada.

Recuerda decirte a ti mismo: «He sido creado para cosas más grandes». No desciendas nunca por debajo del ideal que te han propuesto. Haz de modo que nada te satisfaga fuera de Dios (pensamientos y frases de la madre Teresa de Calcuta).