La kenosis del Hijo, modelo de
obediencia al Padre

(Flp 2,5-8)

5 Tened, pues, los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús.

6 El cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios.

7 Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres.

Y en su condición de hombre,
8 se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.

 

LECTIO

El pasaje comienza con una invitación a imitar a Cristo, exhortando a llenarse de sus mismos sentimientos (v 5). Esta invitación sirve de introducción a un himno que diferentes autores consideran anterior a Pablo. El himno celebra las etapas del misterio cristológico de la humillación extrema del Hijo en la encarnación y en la muerte (vv. 5-8), a lo que sigue una elevación extrema de su nombre por encima de todo otro nombre (vv. 9-11, excluidos de nuestra perícopa). Los dos aspectos están íntimamente unidos para expresar el mismo misterio.

Los versículos de los que nos ocupamos (vv. 5-8) pretenden mostrar el alcance de la renuncia del Hijo en su humillación. Ningún hombre puede realizar respecto a sus propios hermanos un acto de humildad semejante al de Cristo. Este sobrepasa infinitamente a cualquier otro, porque son infinitamente mayores la plenitud y la riqueza correspondientes a su Persona. A pesar de ser Dios, renunció al esplendor, a la gloria y a las prerrogativas de su propia condición divina. El Hijo no sólo asumió nuestra humanidad frágil, sufriente, pobre, limitada, no sólo se puso en un estado de sumisión total al Padre y a las leyes de los hombres, sino que llegó al vaciamiento completo de sí mismo en la muerte en la cruz.

Jesucristo se despojó de todo, se entregó por completo, en un acto de profunda libertad y de amor al Padre y a los hombres; abrazó la miseria más extrema para enriquecernos mediante su pobreza. La humildad de Dios, en Jesucristo, a fin de curar la soberbia humana y sanar la herida de Adán, llega a la humillación más grande de la cruz, locura para los gentiles, suplicio reservado a los esclavos y escándalo y maldición para los judíos (1 Cor 1,23). La cruz es la forma suprema de la kenosis del Hijo de Dios. Semejante humillación no incluye sólo un comportamiento humilde, pobre, obediente, sino que es la pérdida de sí mismo en la donación total del propio ser. Mediante la kenosis del Hijo, el Padre nos prueba hasta qué punto nos ama y se ofrece a nosotros.

 

MEDITATIO

La invitación a revestimos de los sentimientos de Cristo, con la que se abre el texto comentado, adquiere para las personas consagradas el carácter de máxima urgencia. El seguimiento del Cristo pobre, casto y obediente supone para ellas un compromiso fundamental de vida. La pobreza vivida por el Señor no es una actitud sociológica; implica una noción nueva que sólo Jesucristo nos ha manifestado y propuesto. Su pobreza, en efecto, así como su castidad y su obediencia, antes de ser el destino libremente asumido en su vida terrena, son la irradiación de la vida trinitaria que el Hijo nos ha revelado e iluminado. Es el reflejo de las relaciones entre las Personas divinas, según las cuales entre el Padre, el Hijo y el Espíritu existe una comunión abismal de amor donde nada se retiene y conserva para sí, sino que todo es continuamente entregado, recibido, participado, compartido, comunicado.

Jesús ha venido a revelarnos esta realidad de un Dios que es don total y eterno de sí mismo, y nos invita a entrar en ella. La invitación vale de una manera particular para las personas consagradas, cuya vida se define como una de las huellas perceptibles dejadas por la Trinidad en la historia, a fin de despertar en el hombre la fascinación y la nostalgia de la belleza divina (cf. VC 20). La obediencia de Jesús es un aspecto de su pobreza total, en cuanto rechazo de la apropiación de cualquier proyecto que no sea la voluntad del Padre. Esta pobreza y esta obediencia tienen la misma medida infinita de su riqueza y libertad. Este es el misterio que las personas consagradas han sido invitadas a contemplar e imitar. La pobreza de las personas consagradas encuentra su significado más profundo en la comunión con la pobreza de Cristo en cuanto don total de sí mismo, comunicación total de su ser, rebajamiento total para elevar a la humanidad a la altura de la Trinidad. Al margen de esta perspectiva, la pobreza sigue siendo sólo un mal que debemos combatir, lo contrario de un valor, una consecuencia de la opresión, de la injusticia humana, una privación inaceptable de los bienes materiales, culturales y espirituales contra la que todo ser humano -y con mayor razón todo cristiano- está llamado a luchar.

 

ORATIO

Padre Creador, fuente de vida,
Dios de infinita plenitud,
abismo de pobreza:
ven con tu humildad,
cúranos de la soberbia que hay en nosotros.

Hijo Señor, humilde Redentor,
Dios entregado que no tienes otra Palabra
más que este Hombre crucificado y humillado: ven con tu pobreza,
danos la riqueza de tu corazón.

Espíritu Santo, fuego purificador,
Dios que riegas los corazones
y fecundas la aridez:
sana nuestras comunidades,
modela en nosotros la pobreza del Hijo.

Señor,
abre nuestros corazones
a la escucha del grito de los pobres.

Abre nuestros ojos
para contemplar en ellos, Señor,
el reflejo de tu rostro,
la locura de tu amor.

 

CONTEMPLATIO

¿Acaso se vio alguna vez tanta humildad como fue ver a Dios humillado en el hombre? ¿La suma altura descendida a tanta bajeza como es nuestra humanidad? Fue obediente hasta la oprobiosa muerte de la cruz, fue paciente, con tanta mansedumbre que no se oyó su grito por ninguna murmuración; lo que era suma y eterna riqueza eligió la pobreza de manera voluntaria, y la dulce María no tuvo pañales para envolverlo; y en el último momento, al morir desnudo en la cruz, no tuvo lugar donde reclinar la cabeza. Este dulce y enamorado Verbo se vio saciado de penas y vestido de oprobio, deleitándose con las injurias, los escarnios y las villanías; aguantando el hambre y la sed, el que sacia a todo hambriento con tanto fuego y deleite de amor. Es nuestro dulce Dios, que no tiene necesidad de nosotros (Catalina de Siena, Epistolario II, Roma 1966, pp. 574ss [edición española en Obras de santa Catalina de Siena, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1996]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Detengámonos un instante antes de continuar y recojamos la luz que el misterio de la encarnación aporta a nuestra investigación. Jesús, Hombre-Dios, es el hombre más rico que jamás haya existido y que jamás existirá. Toda su riqueza está en su ser, en su plenitud espiritual. En él no hay ninguna pobreza negativa, porque no hay pecado alguno en él, ningún «vacío interior», ninguna tibieza en el amor. En su corazón humano y en su cuerpo, en todo su ser, habita toda la divinidad, todo lo que hace que Dios sea Dios. De este modo aprendemos que la única riqueza verdaderamente deseable es la del ser, la de la gracia, la de la unión con Dios, la de la irradiación de la presencia de Dios en todo el tejido humano de nuestro ser.

El caso de Jesús es único. Ningún otro hombre se ha situado ni se situará nunca a semejante altura. Nosotros podemos y debemos adorarle en el lugar al que Dios le ha elevado y «doblar las rodillas ante él». Sin embargo, este Rico por excelencia es, al mismo tiempo, el Pobre. Es el mayor pobre que jamás haya existido y que jamás existirá. Ya era adorable, desole el primer momento, al entrar en el mundo, como frágil embrión escondido en el vientre de una mujer. Desde ese instante, lo recibe todo y no posee nada. Es llevado, alimentado, dependiente, en cada célula de su pequeño cuerpo. Es el más pobre, sobre todo porque durante toda su vida, desde el comienzo al final, vivirá «para»: para realizar la obra que le había confiado el Padre: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,7.9), y para dar su vida (Mt 20,28) en favor de la multitud [...].

Cuando el misterio eterno de Dios aparece en un hombre visible de este mundo, se manifiesta un rasgo nuevo de esta pobreza: el de la expoliación, la fragilidad, la pequeñez. El pobre -Dios hecho pobre- pasa inadvertido. Calla. Cuando habla, no le escuchan. No es escuchado. Apenas recibe el último lugar entre los hombres. «Y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). La pobreza se ha vuelto dramática. A partir de ahora, lleva en sí misma una herida (D. Nothomb, Comme un trésor caché... Essai sur la pauvreté évangélique, París 1996, pp. 95-97).