El amor de Cristo que sobrepasa
todo conocimiento

(Ef 3,14-21)


14 Hermanos: doblo mis rodillas ante el Padre, 15 de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que, conforme a la riqueza de su gloria, os robustezca con la fuerza de su Espíritu, de modo que crezcáis en el hombre interior. 17 Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que viváis arraigados y fundamentados en el amor. 18 Así podréis comprender, junto con todos los creyentes, cuál es la longitud, la anchura, la altura y la profundidad 19 del amor de Cristo, un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios.

20 A Dios, que tiene poder sobre todas las cosas y que, en virtud de la fuerza con que actúa en nosotros, es capaz de hacer mucho más de lo que nosotros pedimos o pensamos, 21 a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por siempre y para siempre. Amén.

 

LECTIO

Este texto paulino es una cima de la oración, de la oración del apóstol prisionero. Su mente se ilumina en el amor desde la oscura cárcel cuando pide para los suyos la plenitud de la luz y de la comunión. Ora ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de rodillas, en un acto de suprema humildad y de poderosa intercesión. Su intercesión brota generosa de su corazón, sintiéndose padre, pero remitiendo a la fuente de toda paternidad, a la fuente de una vida que crece: el Padre celestial.

Desea para sus hijos lo que él mismo vive, la riqueza de la que se siente rodeado, aun en la pobreza y en la persecución. Se trata de la enumeración de una gran cantidad de dones que hacen sentir algunas dimensiones del crecimiento, de la santidad a la que están llamados los discípulos: ser reforzados en el Espíritu Santo. Confía la humana fragilidad a la «gracia del Espíritu Santo»: fuerza, vigor. Pide para los suyos que se realicen plenamente «en el hombre interior» (v. 16); lo que se vive por dentro, en el Espíritu, en la realidad que tiene acceso directo a Dios; a diferencia del hombre exterior que se corrompe, que se destroza, que se debilita. Pide la presencia interior de Cristo en ellos: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (v 17). La fe como amor que cree y que acoge, que siente la presencia y la vive. La gracia que pide es que Cristo habite en ellos, escondidos con Cristo en Dios, comunión de vida, constituida de memoria y de presencia. Todo ello a partir de una actitud fundadora: «arraigados y fundamentados en el amor» (v. 17), con la figura de la planta, que echa sus raíces en Cristo, y el símbolo del edificio, que tiene a Cristo como fundamento. Es como decir que la vida viene de Otro. Eso implica la dilatación de todo el ser en todas sus dimensiones vitales, la propuesta de algo que es más grande que nosotros, que nos permite entrar en un mundo nuevo y definitivo: el de Cristo.

La oración concluye con una doxología (w. 20ss), una acción de gracias al Padre en Cristo y en la Iglesia, convencido de que Dios puede hacer mucho más de lo que podamos pedir o pensar. Un texto que da el vértigo del don de Dios. Que es para todos, que nos abre a la grandeza de nuestra vocación y que nos dice que vale la pena darlo todo para recibirlo todo, especialmente cuando nos dejamos guiar por Cristo y si estamos totalmente comprometidos en su seguimiento. Se trata del don y del compromiso de la vocación cristiana.

 

MEDITATIO

La santidad es un crecimiento del corazón, de la mente y de la vida en todas las direcciones. La inefabilidad ha hecho expresar a Pablo la medida sin medida.

Crecer en longitud. Nuestra vida es camino, experiencia, una historia que se ralentiza o que acelera; una historia con muchos acontecimientos, también negativos: las pruebas, los pecados, las dificultades. Es preciso tener conciencia de la presencia del amor de Cristo en nuestra vida. El guía, sostiene, restaura, lleva a cumplimiento, impulsa hacia el fin... Estamos envueltos por el amor de Cristo. Creerlo supone no dejar nuestro ser a merced del destino, o de nuestra voluntad, o de los planes de los otros, o del mal que otros puedan hacernos, o del miedo al futuro. De este modo, el amor de Cristo ilumina nuestro camino, que viene de la eternidad y se dirige hacia lo eterno.

Crecer en anchura. La palabra «anchura» recuerda la extensión de nuestra vida. Una vida que se extiende, se ensancha, se vuelve más compleja y rica, en la medida en que se pone en relación con otras personas, otros lugares, otras situaciones. Estamos llamados a una vida que abarca todas las intenciones de Cristo, todo lo que es suyo. Vivir en comunión con todo y con todos, a partir de nuestra comunión con Cristo. Abarcar todo y a todos en el amor. Llenar de amor cada relación singular es también un modo de dilatar el corazón. Resistir a toda tentación de reducir, de empequeñecer, de privatizar...

Crecer en altitud. Dios es más grande que nuestro corazón. Con todo, nos invita, con nuestro pequeño corazón y con nuestra breve y limitada experiencia, a entrar en todas las riquezas que, aun siendo suyas, son para nosotros. Se trata de entrar en los secretos de Dios a través de la oración, de la contemplación. Se trata de abrirnos a la sabiduría, de escrutar las Escrituras, de descubrir la presencia de Dios en este mundo. Estamos llamados a entrar en la sabiduría de Dios, con la sencillez de los niños del Reino a los que Dios revela sus tesoros y su sabiduría.

Crecer en profundidad. Se trata de la conciencia de poder entrar en esta visión maravillosa de todo, a partir de nuestro estar habitados por Cristo. Estupor por nuestra realidad interior, pero, al mismo tiempo, llamada a la unificación de nuestro ser, a la reconciliación con nuestro cuerpo, con nuestros sentidos, nuestros sentimientos, nuestra psique, nuestras heridas. Es el don de vivir continuamente no dispersados, sino unidos. Una aventura para personas que pueden realizarse plenamente, por gracia de Dios, a partir de su propia conciencia, de su propia libertad. Personas unificadas para ser siempre don para los otros. Esa es la maravillosa vocación del cristiano, ése es el crecimiento al que estamos llamados en la vida consagrada.

 

ORATIO

Te confesamos, Padre santo, que a menudo nos sentimos como si hubiéramos llegado. Las estructuras de la vida comunitaria nos sirven de ayuda, es verdad, pero a la larga pueden infundir la ilusión tranquilizadora de que todo está en su sitio, que es suficiente con atenernos a las reglas de siempre; más aún, que está bien no salirse de los raíles preestablecidos. Y de este modo nuestros ojos se rebajan a la autocomplacencia, nos sentimos satisfechos en nuestra íntima conciencia, simplemente porque la hemos anestesiado y no advertimos ya la urgencia misionera del amor.

Padre del Señor Jesús, concédenos la sana inquietud de quien sabe que tu Espíritu le guía a empresas más grandes, haznos sentir el aliciente de crecer, de buscar la longitud, la anchura, la altura y la profundidad del amor de tu Hijo, a fin de que también nosotros nos veamos colmados «de la plenitud misma de Dios». Nuestros hermanos necesitan nuevos profetas que, «arraigados y fundamentados en el amor», den testimonio con una vida auténtica «de la fuerza con que actúa en el mundo» y abran nuevos caminos para la venida del Reino.

 

CONTEMPLATIO

Volved a vuestro corazón. ¿Adónde queréis ir lejos de vosotros? Yendo lejos os perderéis. ¿Por qué os metéis por calles desiertas? Volved de vuestro vagabundeo, que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está dispuesto. Primero vuelve a tu corazón, tú que te has vuelto extraño a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: no te conoces a ti mismo y buscas al que te ha creado. Vuelve, vuelve al corazón... Entra en el corazón: examina allí lo que tal vez se percibe de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en el interior del hombre habita Cristo, en tu interior te verás renovado según la imagen de Dios, en su imagen reconocerás a tu Creador (Agustín de Hipona, Comentario al evangelio de Juan, XVIII, 10).

 

ACTIO

Medita con frecuencia y repite hoy esta invocación de Pablo:

«Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En cada uno de nosotros hay algo semejante a un querubín, algo semejante al ángel divino de muchos ojos, como una conciencia. Ahora bien, esta semejanza no es exterior, ni aparente. La semejanza con el querubín es interior, misteriosa, y está escondida en el fondo del alma. Se trata de una semejanza espiritual. Hay un gran corazón querúbico en nuestra alma, un núcleo angélico del alma, pero está escondido en el misterio y es invisible a los ojos de la carne. Dios ha puesto en el hombre su don más grande: la imagen de Dios. Pero este don, esta perla preciosa, se esconde en los estratos más profundos del alma: encerrado en una tosca concha fangosa, yace sepultado en el limo, en los estratos más hondos del alma. Todos nosotros somos como recipientes de arcilla colmados de oro brillante. Por fuera estamos ennegrecidos y manchados; por dentro, en cambio, resplandecemos de luz radiante.

El tesoro de cada uno de nosotros está sepultado en el campo de nuestra alma. Y si alguien encuentra su propio tesoro, entonces contiene la respiración, abandona todos sus negocios para poder sacarlo a la luz. En él se encuentra la mayor felicidad, el bien supremo del hombre. En esto consiste su alegría eterna. El Reino de los Cielos es la parte divina del alma humana. En encontrarla en nosotros mismos y en los otros, en convencernos con nuestros propios ojos de la santidad de la criatura de Dios, de la bondad y del amor de las personas, en eso consiste la eterna bienaventuranza y la vida eterna. Quien la ha probado una vez está dispuesto a cambiar por ella todos sus bienes personales.

La perla que el comerciante buscaba no está lejos; el hombre la lleva consigo a todas partes, pero no lo sabe. Y cada uno de nosotros camina angustiado por el mundo, aun llevando un tesoro dentro, y con gran frecuencia cree que esa perla está en algún lugar alejado. ¡Dichoso el que ve su tesoro! Pero ¿quién está en condiciones de verlo? ¿Quién ve su perla? Sólo el que tiene un ojo corpóreo limpio ve las cosas terrenas; las cosas celestes las ve sólo aquel que tiene limpio el ojo celeste, el corazón. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8), le verán en su propio corazón y en el del otro; le verán no sólo en el futuro, sino también en esta vida; le verán ahora. Basta con que purifiquen su corazón (P. Florenskij, II cuore cherubico. Scritti teologici e mistici, Casale Monf. 1999, pp. 176-186, passim).